Iain Banks - El puente

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El puente: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre que se despierta en el mundo extraordinario del puente sufre amnesia, y su médico parece no querer curarlo. Pero ¿eso importa?
Explorar el puente ocupa la mayor parte de sus días. Pero por la noche están sus sueños. Sueños en los que los hombres desesperados conducen carruajes sellados a través de montañas yermas rumbo a un extraño encuentro; un bárbaro analfabeto asalta una torre encantada mediante una tormenta verbal; y hombres destrozados caminan eternamente sobre puentes sin fin, atormentados por visiones de una sexualidad que los lleva a la perdición.
Yacer en cama inconsciente después de sufrir un accidente no parece muy divertido a simple vista. ¿Y si lo es? Depende de quién seas y de lo que hayas dejado atrás.
Iain Banks está considerado como uno de los escritores más innovadores de la narrativa británica actual. El puente es una novela de contrastes perturbadores, donde se funden el sueño y la fantasía, el pasado y el futuro.

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Pero, aquel año, la gran ciudad lo era todo para él. Adiós al centro neurálgico, a Glasgow y sus tierras altas. Siempre se sentiría cercano a ellos, siempre tendría recuerdos suyos, mezclados con los de los días de infancia ya lejanos y las visitas a tías y abuelos; todo aquello era parte de él, parte de su pasado.

La vieja capital, Edimburgo, era como otro país para él; un lugar nuevo y maravilloso, el paraíso terrenal eterno, posterior a su deseo ansioso de escapar de los detalles técnicos de la inocencia infantil.

El aire era distinto, pese a encontrarse a ochenta kilómetros de casa; los días parecían más brillantes, al menos en los albores del otoño, e incluso el viento y la niebla eran factores que siempre había deseado, que siempre sobrellevaba con una especie de cuidada vanidad, como si todo aquello fuera solamente para él; una preparación o un acuerdo previo.

Exploraba la ciudad siempre que podía, a pie, en autobús, subiendo colinas, bajando escalones... siempre lo observaba y lo estudiaba todo, los edificios, su disposición y la arquitectura de la zona, con el regocijo posesivo de un señor feudal al inspeccionar sus tierras. Se ponía en pie sobre los vestigios volcánicos, con los ojos cercenados por el viento del norte, y miraba más allá de la ciudad, a través de las punzantes gotas de lluvia que empapaban los puertos y la explanada de la costa. Serpenteaba erráticamente por las calles de la parte vieja, caminaba por la limpia geometría de la parte nueva, paseaba entre la tranquila niebla del puente Dean. Descubrió el pueblo dentro de la ciudad, en su decrepitud aún no pintoresca, y deambuló por la conocida calle de las tiendas iluminada por el sol de los sábados; admiró el castillo de piedra construido sobre el núcleo del volcán extinto, así como su real sucesión de facultades universitarias y despachos, una almena incrustada de edificios a lo largo del espinazo basáltico de la colina.

Empezó a escribir poemas y letras de canciones y, en la universidad, caminaba silbando alegremente por los pasillos.

Conoció a Stewart Mackie, compañero de estudios de Geología; un joven canijo, de voz pausada y tez amarillenta, procedente de Aberdeen. Junto con él y otros amigos, decidieron que eran los Geólogos Alternativos y se denominaron a ellos mismos «los Roqueros». Bebían cerveza en los pubs de Rose Street y de la Royal Mile, fumaban hierba y algunos consumían ácido. Los grupos White Rabbit y Astronomy Dominé sonaban con fuerza en los aparatos de música y, una noche, en Trinity, él por fin perdió aquel último fantasma de la inocencia pueril con una joven enfermera del Western General, cuyo nombre ya no recordaba al día siguiente.

Conoció a Andrea Cramond una noche, tomando unas cervezas con Stewart Mackie y otros Roqueros. Los demás se marcharon, sin decirle nada, a un conocido y reputado burdel de Danube Street. Posteriormente, le aseguraron que lo habían hecho porque se habían percatado de que la chica de cabello rojizo le había echado el ojo.

Ella tenía un apartamento en Comely Bank, relativamente cerca de Queensferry Road. Andrea Cramond era del mismo Edimburgo; sus padres vivían tan solo a ochocientos metros, en una de aquellas casas altas y grandes que rodeaban Moray Place. Vestía con ropas psicodélicas, tenía los ojos verdes, unos pómulos muy marcados, un Lotus Elan, un piso de cuatro habitaciones, doscientos discos y un suministro aparentemente inagotable de dinero, encanto y energía sexual. Se enamoró de ella a primera vista.

Cuando se conocieron, hablaron de la realidad, de las enfermedades mentales (ella estaba leyendo a Laing), de la importancia de la geología (ese era él), del cine contemporáneo francés (ella), de la poesía de T. S. Eliot (ella), de la literatura en general (ella, principalmente), y de Vietnam (ambos). Ella tenía que acudir a casa de sus padres aquella noche, porque era el cumpleaños de su padre al día siguiente y en su familia seguían la tradición de iniciar las celebraciones desayunando con champán.

Una semana más tarde, tropezaron literalmente al lado de la estación de Waverley. Él iba a tomar el tren para pasar el fin de semana en casa, y ella salía a ver a unos amigos después de hacer unas compras navideñas. Se detuvieron a tomar algo y, tras varias copas, ella lo invitó a su apartamento a fumar. Llamó a un vecino para que avisase a sus padres de que se retrasaría.

Ella tenía whisky en su apartamento. Escucharon varios discos de Dylan y los Stones, se sentaron en el suelo frente a la estufa de gas mientras oscurecía fuera y, al cabo de un rato, él se encontró acariciando su melena pelirroja, y después besándola, tras lo que llamó de nuevo al vecino para decir que debía terminar un trabajo y no podría ir a casa en todo el fin de semana. Ella llamó a unos amigos que la esperaban en una fiesta para decirles que le sería imposible acudir. Pasaron el resto del fin de semana en la cama o frente a la estufa de gas.

Pasaron dos años antes de que él confesara haberla visto entre el bullicio de gente en North Bridge aquel día, cargada con sus compras, y que la había seguido y adelantado antes de tropezar deliberadamente con ella. Él había notado que ella tenía la cabeza en otro lado y no miraba a su alrededor, y le dio vergüenza pararla con algún pretexto. Cuando oyó la historia, ella se echó a reír.

Bebían, fumaban y follaban, y salieron un par de veces de vacaciones juntos. Ella lo llevó a museos y a galerías de arte, y le presentó a sus padres. Su padre era abogado, un hombre alto y canoso, imponente, con una voz profunda y unas gafas en forma de media luna. La madre de Andrea Cramond era más joven que su marido, con algunos cabellos blancos, muy elegante y tan alta como su hija. También tenía un hermano mayor, dedicado a la abogacía, y un círculo de amigos de su antigua escuela. Fue cuando conoció a todas aquellas personas cuando empezó a avergonzarse de sus amigos, de su pasado, de su acento occidental e incluso de algunos términos de su propio vocabulario. Todos ellos le hicieron sentirse inferior, no en lo referente al intelecto, sino a la formación y a la educación que había recibido de sus padres; poco a poco, empezó a cambiar, intentaba hallar un término medio entre todos los rasgos que quería poseer y la fidelidad a su infancia, su procedencia y sus principios, pero fiel también a su nuevo espíritu amoroso, a sus nuevas alternativas y a la posibilidad de una paz y de un mundo menos avaricioso y corrupto... y fiel sobre todo a su propia certeza fundamental sobre el conocimiento y la maleabilidad de la tierra, del medio ambiente; en última instancia, el todo.

Fue esa convicción la que no le permitió aceptar completamente cualquier otra creencia. La visión de su padre, según él percibía en aquellos momentos, era demasiado limitada, por la geografía, por la clase y por la historia. Los amigos de Andrea eran demasiado pretenciosos, y sus padres se mostraban excesivamente satisfechos de ellos mismos, y la Generación del Amor, aunque no le gustase reconocerlo, era muy ingenua para él.

Creía en la ciencia, las matemáticas y la física, en la razón y la comprensión, en la causa y el efecto. Adoraba el concepto de elegancia y la lógica transparente y objetiva del pensamiento científico, que empezaba diciendo «supongamos...», pero a continuación podía construir fundamentos seguros y hechos demostrables desde un punto de partida sin prejuicios ni restricciones. Cualquier clase de fe se iniciaba de forma imperativa con un «creamos:», y desde tal insistencia temerosa, solo se podían evocar imágenes de miedo y dominación, algo a lo que someterse, pero generado desde el sinsentido, los fantasmas y los efluvios antiguos.

Aquel primer año, tuvo que pasar por momentos difíciles. Se horrorizó de sus propios celos cuando Andrea durmió con otro y maldijo una y otra vez la educación que había recibido, según la cual un hombre debía ser celoso y una mujer no tenía derecho a tirarse a otras personas, pero un hombre sí. Consideró la posibilidad de pedirle vivir juntos (hablaron sobre el tema).

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