Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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»Al principio, un miedo mudo, pues nadie se atrevía a informar al emperador. Este adoraba a su primogénito y, sabiendo que, como a él, le gustaban las joyas, sobre todo los rubíes, con motivo de su dieciocho cumpleaños le regaló la magnífica piedra que Khevenhüller había traído de España. Julio manifestó una alegría casi demencial, la hizo montar en el extremo de una cadena y no se separó de ella jamás.

»Una tarde, mientras volvía de cazar, se encontró en su camino con una muchacha muy joven, casi una niña, pero tan bella que se enamoró inmediatamente de ella y la llevó al castillo. Nada más llegar, la violó. La pequeña, aterrorizada, huyó durante la noche, pero, debilitada por lo que acababa de sufrir, se desvaneció al borde del estanque, donde los guardias la encontraron al amanecer con el cuerpo lleno de cortes. Naturalmente, informaron a su señor, que la llevó personalmente al castillo. Esta vez la encerró en su habitación y prohibió a los criados que se acercaran. Todas las noches la oían gritar, llorar, pedir clemencia. Su padre, barbero en la ciudad, finalmente se atrevió a ir al castillo para reclamarla. Aquello desencadenó la furia de Julio, que la emprendió a golpes contra él con la hoja de la espada hasta echarlo.

»Sin embargo, al cabo de un mes la pobre criatura consiguió escapar y se refugió en casa de sus padres. Julio fue a reclamarla. Le dijeron que no la habían visto; entonces, loco de rabia, se apoderó del padre y le dijo a la madre, deshecha en lágrimas, que si su hija no iba a reunirse con él esa noche mataría a su marido. Y por la noche, la jovencita regresó. Julio se mostró encantador; despidió al padre con presentes y palabras amistosas: amaba a su "palomita" y pensaba casarse con ella. La noche siguiente sería su noche de bodas. El hombre se marchó un poco más tranquilo.

Jehuda Liwa hizo una pausa y respiró hondo, como si se preparara para pasar un mal trago.

—Al día siguiente, los criados, al no poder abrir la puerta de la habitación y no oír ningún ruido, se decidieron a derribarla. Estaban acostumbrados a las crueldades de su señor, pero el espectáculo que descubrieron los hizo retroceder de horror. La habitación estaba patas arriba, los colchones rajados, las alfombras manchadas de sangre y sembradas de jirones de carne. En medio de todo eso, Julio, completamente desnudo, aunque con la cadena de la que colgaba el rubí puesta, abrazaba llorando el cuerpo… o lo que quedaba del cuerpo de la joven: estaba despedazada, tenía los dientes rotos, los ojos hundidos, las orejas cortadas, las uñas arrancadas.

»Los guardias consiguieron sacar de allí a Julio, extraviado y medio inconsciente. Reunieron los restos de la muerta en una sábana a fin de darles cristiana sepultura e informaron al emperador. Era el 22 de febrero de 1608.

»Rodolfo fue a Krumau. Tenía el corazón partido, pero dio las órdenes que debía dar. Era preciso, ante todo, sofocar el escándalo de ese crimen abominable. Los padres de la muchacha recibieron una fortuna y tierras para que se marcharan lejos de allí. En cuanto a Julio, que había perdido totalmente la razón, lo encerraron en sus aposentos, tapiaron las puertas y pusieron gruesos barrotes en las ventanas. Con excepción de dos sirvientes fieles, nadie lo vio nunca más, pero lo oían gritar todas las noches. No soportaba ninguna prenda de vestir y vivía desnudo como un animal. Cuatro meses más tarde lo encontraron muerto y el emperador, que había ordenado ese fin, jamás halló consuelo. Enterraron al joven en la capilla del castillo.

Cuando la voz del gran rabino se apagó, Morosini sacó un pañuelo, se secó el sudor de la frente, se sirvió vino y se lo bebió de un trago. Esa inmersión en un pasado abominable le resultaba penosa, pero ante aquellos ojos oscuros y atentos que lo observaban se esforzó en disimular su emoción.

—¿Es eso —dijo por fin— lo que el emperador le ha revelado?

—No. No ha hablado tanto. Yo ya conocía esa terrible historia; de lo que no sabía nada es del rubí. Ahora sé dónde está, pero no creo que te alegres mucho cuando te lo diga. Tus dificultades no han acabado, príncipe Morosini.

—¿Dónde está?

—Continúa en Krumau… y continúa en el cuello de Julio. Su padre exigió que se lo dejaran puesto.

Aldo se enjugó de nuevo la frente. Notaba que un sudor helado le bajaba por la espalda.

—No querrá decir que voy a tener que…

—¿Violar una sepultura? Sí. Y yo, que siento un gran respeto por los muertos, te animo a que lo hagas. Es preciso, aunque sólo sea por la paz del alma de ese desgraciado loco y por la redención de la de la sevillana. Pero además, y sobre todo, el pectoral debe ser reconstruido. El futuro de Israel depende de ello.

—Es terrible —murmuró Morosini—. Le juré a Simón Aronov que no retrocedería ante nada, pero esta vez…

—¿Tanto miedo tienes? —rugió el rabino—. ¿De qué? Los arqueólogos modernos no dudan en entrar, en nombre de la ciencia, en las tumbas de personajes muertos hace cientos y cientos de años.

—Lo sé. Un amigo mío ejerce esa profesión y no tiene ninguna clase de escrúpulos.

—Y sin embargo, lo que ellos hacen es infinitamente más grave. Sacan los cuerpos de los difuntos para exponerlos a la curiosidad pública en toda su miseria. Tú sólo tendrás que retirar la piedra, sin turbar el sueño de Julio, y una vez que lo hayas hecho ese sueño será más plácido. Pero no podrás hacerlo solo. No sé qué vas a encontrar allí: una losa de piedra, un sarcófago… ¿Puede ayudarte alguien?

—Contaba con este amigo egiptólogo, pero parece que va a tardar.

—Espera un poco. Si no viene, te daré una carta para el rabino de Krumau. Él encontrará a alguien que te ayude.

—Por cierto, ¿dónde está Krumau?

—Más de cuarenta leguas al sur de Praga, en el alto valle del Moldava. El castillo, que pertenece al príncipe Schwarzenberg, fue durante mucho tiempo una fortaleza a la que han añadido construcciones más agradables. La capilla está en la parte antigua. No puedo decirte nada más. Ahora te acompañaré hasta la entrada de los jardines…, pero no te vayas sin haber venido antes a verme. Intentaré ayudarte todo lo que pueda.

Cuando hubo regresado al coche, Aldo permaneció un rato sentado al volante, sin moverse. Se sentía aturdido, abrumado por esas horas vividas fuera del tiempo. Necesitaba inmovilidad y, sobre todo, silencio, y a esas horas de la noche era absoluto, profundo, parecía fuera del tiempo también.

Después encendió un cigarrillo y lo saboreó con tanta voluptuosidad como si llevara días sin fumar. Se sintió apaciguado y pensó que ya iba siendo hora de volver al hotel. El automóvil recorrió las pendientes del Hradcany y condujo a su dueño hacia el mundo más prosaico de los vivos.

Eran más de las tres de la madrugada cuando llegó al Europa, sumido en la penumbra. El bar estaba cerrado, lo que le produjo un gran placer: temía un poco ver aparecer a su pesadilla americana, con una sonrisa estereotipada y una jarra de cerveza en la mano. Todo estaba en calma. El portero de noche lo saludó y le dio su llave, acompañada de un papel doblado por la mitad que estaba en el casillero.

—Hay un mensaje para su excelencia.

Morosini desdobló el papel y estuvo a punto de gritar de alegría:

Estoy en la habitación 204, justo al lado de la tuya, pero, por el amor de Dios, déjame dormir. Me contarás tus calaveradas mañana .

Era de Vidal-Pellicorne.

Morosini se habría arrodillado de buen grado para dar gracias al Señor. Era un alivio inmenso saber que Adalbert estaría con él para afrontar la prueba que lo esperaba. Se dirigió hacia el ascensor muy animado. De repente, la vida le parecía mucho más bella.

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