Al cabo de un momento, Morosini tenía su entrada, remataba la comida con un café honorable y después pedía un coche. Empezó por hacerse llevar al Teatro de los Estados para localizar el emplazamiento y luego, desde allí, directamente a la entrada del castillo real. Como poseía un sentido muy fino de la orientación, estaba seguro de recordar el camino sólo con recorrerlo una vez. Y esa noche, la única solución para no despertar la curiosidad de nadie sería ir en su propio coche.
La tarde pasó deprisa. Para un amante del arte, la visita de la colina real poseía ingredientes de sobra para contentar hasta a los más exigentes, sin contar la admirable vista sobre la «ciudad de las cien torres», cuyos tejados de cobre, que el tiempo había cubierto de cardenillo, conservaban en algunos puntos algo del brillo que había dado a Praga el sobrenombre de la Ciudad Dorada. Los pocos edificios modernos se fundían con el esplendor de las antiguas construcciones y la larga curva del Moldava, con sus viejos puentes de piedra y sus islas verdeantes, formaba alrededor de los barrios antiguos una cinta azulada a la que el sol hacía lanzar destellos. La capital bohemia parecía un inocente ramo de flores. Sin embargo, Morosini sabía que esa ciudad siempre había atraído las manifestaciones de lo sobrenatural. Las tradiciones paganas se habían mezclado allí con las de la Cábala judía y con las creencias más oscuras del cristianismo. Había sido el refugio de los brujos, los demonios, los magos y los alquimistas que las riquezas minerales de la tierra hacían proliferar. En cuanto a ese palacio rodeado de jardines en lo alto de la colina, era el lugar idóneo para seducir a un emperador enamorado de la belleza, la fantasía y los sueños, pero temeroso tanto de los hombres como de los dioses y cuya primera juventud, pasada en la lúgubre corte de su tío, Felipe II de España, e iluminada por las llamas de las hogueras de la Inquisición, había predispuesto a la melancolía y a la soledad y que detestaba más que cualquier otra cosa el ejercicio del poder. No obstante, ese soberano casi ajeno a su función inspiraba un prodigioso respeto a sus súbditos. Ello se debía especialmente a su majestad natural, a la nobleza de sus actitudes, a su silencio, pues hablaba poco, y sobre todo a su mirada enigmática, cuya verdad nadie era capaz de descifrar. Una cosa era segura: ese hombre jamás había conocido la felicidad, y la presencia del rubí maléfico entre sus fabulosos tesoros quizá no fuera ajena a ello.
Morosini iba pensando en él de regreso al Europa. Y estaba tan cautivado por la magia que emanaba de lo que había visto y volvería a ver en el corazón de la noche que había olvidado al americano. Sin embargo, allí estaba, instalado en el bar. Cuando Aldo lo vio era demasiado tarde, pero, gracias a Dios, Aloysius parecía haber encontrado otra víctima: estaba hablando con un hombre delgado y moreno, de tipo mediterráneo.
Mientras se precipitaba hacia el ascensor, Aldo tuvo la fugaz impresión de que lo había visto en alguna parte, pero había conocido a tantas personas diferentes en sus numerosos viajes que no intentó ahondar en la cuestión.
Cuando bajó al vestíbulo, Butterfield, con el que se encontró de cara, miró estupefacto sus seis pies de aristocrático esplendor antes de exclamar:
— Gee!.. . ¡Qué elegante! ¿Adónde va así?
—Como ve, voy a salir. Y permítame no hacer públicas mis citas.
—Sí, sí, por supuesto. Páselo bien —gruñó el americano, decepcionado.
El automóvil, pedido por teléfono, esperaba delante del hotel. Aldo se sentó al volante, encendió un cigarrillo y arrancó con suavidad. Unos instantes después, aparcaba delante del teatro, donde entró al mismo tiempo que un público elegante que no tenía nada que envidiar al que frecuentaba la Ópera de París, de Viena y de Londres o su querido teatro de la Fenice de Venecia. La sala era deliciosa con sus tonos verde y oro, un poco pasados, aunque eso hacía el encanto todavía más presente. En cambio, cuando consultó el programa Morosini reprimió un juramento: la cantante que interpretaba el papel de Zerlina era el ruiseñor húngaro que durante unas semanas lo había ayudado a sobrellevar el tedio a finales del invierno del año anterior. De repente lamentó que el recepcionista del hotel le hubiera conseguido, gracias a su celo, un sitio tan bueno: si Ida se percataba de su presencia, llegaría a Dios sabe qué conclusión en su propio beneficio y él tendría todas las dificultades del mundo para librarse de ella.
Estuvo a punto de levantarse para buscar otro asiento, pero la sala ya estaba llena. En cuanto a marcharse, no podía andar recorriendo cervecerías o tabernas vestido de etiqueta. Pero no tardó en tranquilizarse: la dama que se sentó a su lado, acompañada de un caballero menudo e incoloro, era una persona imponente, desbordante a la vez de exuberantes carnes y de plumas negras que debían de haber pertenecido a una manada entera de avestruces. Pese a su altura, Morosini desapareció parcialmente detrás de esa pantalla providencial, se sintió a gusto y pudo disfrutar apaciblemente de la divina música del divino Mozart. Al menos hasta el final del entreacto.
Cuando se encendieron las luces de la sala, se apresuró a salir para tomar en el bar una copa acompañada de unas pastas saladas —no había tenido tiempo de cenar—, pero, desgraciadamente, cuando volvió a su sitio encontró a una acomodadora que le entregó una nota dirigiéndole una mirada de complicidad: lo habían pillado.
¡Qué detalle que hayas venido! —escribía la húngara—. Naturalmente, cenamos juntos. Ven a buscarme después de la función. Te quiere como siempre, tu Ida.
¡Menudo desastre! Si no respondía de uno u otro modo a la invitación de su antigua amante, era capaz de buscarlo por toda la ciudad y pasaría por un auténtico grosero. Pero por lo menos esa noche tendría que prescindir de él. Ni por todo el oro del mundo faltaría a la extraña cita del gran rabino.
No obstante, se obligó a mantener la calma, esperó a que el segundo acto estuviera bien avanzado y a que doña Ana hubiera terminado entre «bravos» el aria Crudele? Ah no! Mio ben ! para salir de debajo de las plumas y escabullirse discretamente. Una vez fuera de la sala, encontró a la acomodadora que le había dado la nota y sacó un billete de la cartera.
—Por favor, ¿podría llevarle esto a Fräulein De Nagy cuando la función haya terminado?
En el reverso de la nota que había recibido, escribió rápidamente unas palabras:
Como has adivinado, he venido para escucharte, pero después tengo un asunto importante que resolver.
No nos será posible cenar juntos. Recibirás noticias mías mañana. No me lo tengas en cuenta. Aldo.
Mientras doblaba el papel para meterlo en el sobre, añadió:
—Al llegar he visto a una florista junto al teatro. ¿Le importaría ir a comprar dos docenas de rosas para unirlas al mensaje? Yo tengo que irme.
La importancia del nuevo billete aparecido entre los dedos de aquel hombre tan seductor amplió más la sonrisa de la mujer. Ésta lo cogió todo e hizo una pequeña reverencia.
—Lo haré, señor, no se preocupe. Aunque es una lástima que no pueda quedarse hasta el final. Promete ser triunfal.
—Me lo imagino, pero no siempre puede uno hacer lo que desea. Gracias por su amabilidad.
Al entrar en el coche, Aldo dejó escapar un suspiro de alivio. La reacción de Ida le importaba un comino; no tenía ninguna intención de volver a verla. Lo que contaba era estar a medianoche junto a la entrada del castillo real. En ese momento oyó sonar las once en el histórico reloj y pensó que llegaría muy pronto, pero era preferible eso que hacer esperar a Jehuda Liwa. Así tendría tiempo para buscar un lugar tranquilo donde aparcar el coche.
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