Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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Quizá me tome por loco. No lo creo, pues, por el hecho de haberse hecho amigo de Simón, sabe sobre nuestro pueblo muchas más cosas que la mayoría de los hombres. Pero debía decirle todo esto para que, sabiendo con quién va a tratar, sepa también qué palabras debe pronunciar. Deseo que el Altísimo esté con usted para ayudarlo a realizar su peligrosa misión.

Aldo, pensativo, releyó la carta y luego entró en el cuarto de baño, donde, después de haberla reducido a cenizas, la hizo desaparecer por el desagüe del lavabo. Habiendo sido escrita por un hombre tan moderno como el barón Louis, era una misiva extraña, aunque no sorprendente. Morosini conocía desde hacía mucho la cultura universal y el apego profundo de los Rothschild a sus tradiciones, a la historia y a las raíces de su pueblo. En cuanto a él, había leído demasiado sobre Rodolfo II para no conocer a Loew, el más grande de todos los rabinos, y a su criatura fantástica, el Golem, pero de ahí a creer que uno u otro pudiera manifestarse en pleno siglo XX había un gran trecho.

Dejando el asunto así por el momento, Aldo descolgó el teléfono para encargar que le subieran la carta del restaurante y que pidieran una comunicación telefónica con París, con el número de Vidal-Pellicorne. Como sin duda la espera sería de varias horas, tenía tiempo de lavarse y hasta de cenar.

Hasta las diez de la noche no obtuvo la comunicación con París. Le respondió Théobald. Sí, el telegrama del príncipe había llegado; desgraciadamente, el señor ya había partido para Zúrich, donde Romuald parecía tener problemas.

—¿Sabe al menos si está en el hotel donde se alojaba la señorita Plan-Crépin? Por cierto, ¿ha vuelto?

—Sí, príncipe…, y en perfecto estado, por lo que he oído decir. Respecto al hotel del señor, no puedo decirle nada, pero espero recibir pronto una llamada del señor.

—Bien. Entonces, cuando la reciba, dígale que es de vital importancia que se reúna aquí conmigo cuanto antes.

—Muy bien, príncipe. Le deseo que pase una buena noche.

—Lo intentaré, Théobald. Gracias. Y espero que su hermano haya podido resolver sus problemas, que son también los nuestros.

Mientras por fin se metía en la cama, cosa que necesitaba urgentemente, Aldo, pese a estar ya seguro de que su amigo llegaría en un futuro próximo, sentía una vaga inquietud: para que Adalbert se hubiera visto obligado a reunirse con Romuald en Zúrich, tenía que haber ocurrido algo grave, pero ¿qué? Se apresuró a ahuyentarla, consciente de que las cábalas y las hipótesis constituían el mejor obstáculo para el sueño. Y necesitaba realmente dormir.

Se despertó con el canto de los pájaros que entraba por las ventanas abiertas. Como nunca le había gustado holgazanear en la cama, se levantó, se dio una ducha, se afeitó, se puso un traje de paño inglés y una camisa de seda y encendió el primer cigarrillo del día. En espera de más noticias de Adalbert, había decidido dedicar ese primer día a visitar una ciudad que no conocía pero que, por lo que había visto al llegar, ya le gustaba. Quería también localizar las señas que le había dado Louis de Rothschild.

Tentado por el buen tiempo, pensó en pedir una calesa como había hecho en Varsovia, pues guardaba un recuerdo muy agradable de aquella visita, pero cayó en la cuenta de que en Praga tenía pocas posibilidades de encontrar un cochero que hablara francés, inglés o italiano. Además, la dirección del hombre al que debía ver, Jehuda Liwa, se encontraba en el viejo barrio judío, y si deseaba ser discreto, sería preferible ir a pie. Ya tendría oportunidad de tomar uno de esos vehículos cuando quisiera ir al castillo real para buscar la sombra de Rodolfo II, el emperador cautivo de sus sueños. En cuanto a su propio coche, no saldría del garaje del hotel.

Bajó tranquilamente la gran escalera de madera de teca, gloria del hotel en el que abundaban las maderas preciosas, los ornamentos dorados, las vidrieras, los balcones labrados y las pinturas evanescentes de Mucha. Se acercó al recepcionista y le preguntó si podía facilitarle un plano de la Ciudad Vieja.

—Por supuesto, excelencia. Permítame recomendarle, si dispone de tiempo, visitarla a pie…

—Es una idea excelente —dijo a la espalda de Morosini una voz ya demasiado familiar—. Podríamos hacerlo juntos.

Consternado por este golpe de mala suerte, Aldo se volvió y miró con una especie de horror el traje «deportivo» y la corbata abigarrada de Aloysius C. Butterfield, completados esa mañana con un sombrero de paja ceñido por una cinta rojo vivo: ¡una auténtica enseña! ¿De dónde salía ese mamarracho a una hora tan temprana? ¿Había pasado la noche en el bar? ¿Se había acostado? El aspecto ligeramente arrugado de su traje permitía suponer que no se había cambiado desde el día anterior o incluso que había dormido vestido.

Con todo, Morosini logró componer una sonrisa que sus amigos habrían considerado lo menos natural posible.

—Le ruego que me perdone, señor Butterfield —dijo con toda la amabilidad de que fue capaz—, pero no quisiera hacerle cambiar de planes…

—Oh, no tengo planes concretos —dijo Aloysius—. Llegué anteayer y dispongo de todo mi tiempo. Verá, he venido a petición de mi mujer, para buscar a los miembros de su familia que todavía vivan, si es que hay alguno. Sus padres, que eran de un pueblo de los alrededores, emigraron a Cleveland para trabajar en las fábricas, como tantos otros. Fue justo antes de nacer ella. Y como yo tenía que venir a Europa por negocios, me ha pedido que haga algunas averiguaciones.

—¿Y no le ha acompañado? Es sorprendente, porque debe de tener muchas ganas de conocer este magnífico país.

Butterfield agachó la cabeza y puso la cara de circunstancias que debía de poner en los entierros.

—Le habría gustado mucho, pero está enferma y no puede desplazarse. Me ha pedido que haga fotografías —añadió, señalando una cámara que estaba sobre una mesa cercana.

—Lo siento —dijo Aldo, pero el parlanchín aún tenía algo que añadir.

—¿Comprende ahora por qué estoy tan deseoso de regalarle una joya de las que a ella le atraen? Así que tendrá que pensar bien en el asunto y buscar algo que pueda gustarle. El precio es lo de menos. ¿Qué le parece si hablamos de esto mientras andamos?

Reprimiendo un suspiro de impaciencia, Aldo se decidió a decir:

—Pensaré y, si quiere, hablaremos de ese asunto más tarde. Por el momento, deseo salir solo. No se lo tome a mal, pero cuando visito una ciudad o un paraje por primera vez me gusta recorrerlo solo. No me gusta compartir las emociones. Le deseo que pase un buen día, señor Butterfield —dijo cortésmente, aceptando el plano que el recepcionista le tendía con una mirada que expresaba elocuentemente su compasión. Acto seguido, salió rogando a Dios que el otro hubiera comprendido y no se le ocurriese ir tras él. Al cabo de un momento, ya más tranquilo, dirigió sus pasos hacia el Moldava: la guía del saber vivir de todo visitante que llegaba a Praga lo conducía hacia el puente Carlos, sin duda uno de los más bonitos del mundo.

Guardado por dos altas puertas góticas, alargadas como espadas, el vínculo de piedra tendido sobre el Moldava, entre el Hradcany y la Ciudad Vieja, formaba un camino triunfal sostenido por arcos medievales que pasaban por encima de la corriente rápida y majestuosa cantada por Smetana y bordeado por una treintena de estatuas de santos y santas. El conjunto, erigido en un decorado excepcional y cargado de historia, era impresionante pese a la multitud que el buen tiempo atraía, ruidosa, pintoresca, constituida no sólo por curiosos sino también por cantantes, pintores y músicos. Aldo se detuvo un momento, seducido por los vivos colores y la melodía desgarradora de un violín cíngaro, y al final cruzó casi a regañadientes la alta ojiva de una puerta para acercarse a la segunda maravilla, la plaza de la Ciudad Vieja, dominada por la alta torre Polvorín y las dos agujas de la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, y donde cada casa era una obra de arte. De diferentes colores, suntuosas en su decoración, las viviendas que la rodeaban componían un conjunto arquitectónico sorprendente en el que se codeaban el gótico, el barroco y el renacimiento, al tiempo que, gracias a sus arcadas blancas, daba una gran impresión de armonía.

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