Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—Ven —se limitó a decir—. Ya no tenemos nada que hacer aquí.

7. Un castillo en Bohemia

En silencio, se marcharon de la vieja morada, pero, en lugar de volver hacia los jardines, salieron del ala medieval a la plaza que separaba el ábside de la catedral y el convento de San Jorge, recorrieron la calle del mismo nombre, apenas iluminada, y se adentraron en angostas y oscuras arterias que parecían fallas entre los muros severos de algunas casas nobles o religiosas sin que Morosini hiciera ninguna pregunta. Todavía conmocionado por lo que acababa de presenciar, no estaba muy lejos de creer que el hombre al que seguía lo había trasladado, empleando la magia, a los tiempos de Rodolfo, y esperaba ver surgir en cualquier momento de las tinieblas circundantes alabarderos empuñando sus armas, lansquenetes monstruosos, sirvientes transportando presentes o incluso la escolta de algún embajador.

No despertó de esa especie de sueño hasta el momento en que el gran rabino abrió ante él la puerta de una casita baja pintada de verde manzana, una diminuta casa similar a las vecinas, de colores variados. Recordó entonces haberlas visto durante el día y supo que lo habían llevado a lo que llamaban el callejón del Oro, o de los Orífices. Adosado a la muralla, desde lo alto de la cual se dominaban sus tejados, todos iguales, había sido construido por Rodolfo II para que albergara, según la leyenda, a los alquimistas que el emperador mantenía. [17] Kafka vivió allí en 1917, y más tarde la calle albergó al premio Nobel de Literatura Jaroslav Siefert.

—Pasa —dijo Liwa—. Esta casa es de mi propiedad. Aquí podremos hablar tranquilamente.

Los dos hombres tuvieron que inclinarse para entrar. Junto al hogar apagado se apiñaban una mesa, un aparador sobre el que había un candelero que el rabino encendió, dos sillas, un reloj de pared y una estrecha escalera que subía a un piso con el techo todavía más bajo. Morosini se sentó en la silla que le indicaban mientras que su anfitrión se acercó al aparador para coger un vaso y una frasca de vino, llenó el primero con el contenido de la segunda y se lo ofreció:

—Bebe. Debes de necesitarlo. Estás muy pálido.

—No me extraña. Siempre impresiona ver que se abre ante ti una ventana a lo desconocido…, al más allá.

—No creas que me someto a menudo a esta clase de experiencias, pero para los hijos de Israel es preciso que el rubí aparezca y no había otro medio. Sabes con quién acabo de hablar, ¿verdad?

—He visto retratos suyos. Era… Rodolfo II, ¿no?

—En efecto, era él. Y tenías razón al pensar que esa piedra, la más maléfica de todas, no ha salido de Bohemia.

—¿Está aquí?

—¿En Praga? No. Enseguida te diré dónde, pero antes tengo que contarte una historia horrible. Es preciso que la conozcas para saber hasta dónde deberás llegar y para que no cometas la locura, una vez encontrada la gema, de llevártela tranquilamente a fin de entregársela a Simón. Tienes que traérmela primero a mí, y lo más rápido que puedas, para que yo la vacíe de su carga asesina; de lo contrario, te expondrías a ser tú mismo víctima de ella. Vas a jurar que vendrás a ponerla en mis manos. Después te la devolveré. ¿Lo juras?

—Lo juro por mi honor y por la memoria de mi madre, que fue víctima del zafiro —dijo Morosini con voz firme—. Pero…

—No me gustan las condiciones.

—No es una condición, sino un ruego. Puesto que todo parece obedecerle, ¿tiene usted poder para liberar a un alma en pena?

—¿Te refieres a la parricida de Sevilla?

—Sí. Le prometí que haría cuanto estuviera en mi mano para ayudarla. Me parece que su arrepentimiento es sincero y…

—Y sólo un judío puede liberarla de la maldición de otro judío. No temas: cuando el rubí haya perdido su poder, la hija de Diego de Susan podrá descansar. Ahora, presta atención. Y bebe si te apetece.

Sin hacer caso del gesto negativo de Morosini, el anciano llenó de nuevo el vaso; después apoyó la espalda en la silla y cruzó las largas manos sobre las rodillas. Finalmente, sin mirar a su visitante, empezó:

—En el año 1583, Rodolfo tenía treinta y un años. Ocupaba el trono imperial desde los siete, y aunque estaba prometido a su prima, la infanta Clara Eugenia, no se decidía a celebrar la boda. La indecisión fue, por lo demás, su defecto más grave. Pese a que le gustaban las mujeres, el matrimonio le daba miedo y se contentaba con saciar sus necesidades viriles con muchachas humildes o mujeres fáciles. Su corte, a la que afluían artistas, sabios y también charlatanes, era en aquella época muy alegre y brillante. El pintor Arcimboldo, el hombre de las caras extrañas que fue para él lo que Leonardo da Vinci fue para Francisco I en Francia, organizaba fiestas, inventaba danzas, espectáculos y sobre todo bailes de disfraces, que encantaban al emperador. Fue en una de esas fiestas donde se fijó en dos jóvenes de una gran belleza. Se llamaban Catalina y Octavio y, para sorpresa de Rodolfo, que no los había visto nunca hasta entonces, eran hijos de uno de sus «anticuarios», Jacobo da Strada, natural de Italia, como Arcimboldo, y tan apuesto también que Tiziano le había dedicado un lienzo. Catalina y Octavio se parecían de un modo extraordinario, y al verlos, el emperador quedó profundamente impresionado, quizás incluso más que aquellos dos jovencitos ante la majestad del soberano. Le parecieron tan excepcionales que creyó que eran seres sobrenaturales y deseó mantenerlos a su lado.

»El padre se convirtió en conservador de las colecciones y Octavio, a quien Tintoretto pintaría un día, en encargado de la biblioteca. En cuanto a Catalina, fue durante años la compañera de Rodolfo, y era tan discreta que, con excepción de los familiares, nadie sospechó la existencia de esa relación. Era cariñosa y quería al emperador, a quien dio seis hijos.

»El primero, Julio, nació en 1585 y Rodolfo quedó enseguida prendado de él. Deploraba que no pudiera ser su heredero, pese a las advertencias de Tycho Brahe, su astrónomo-astrólogo: según el horóscopo de su nacimiento, el niño sería excéntrico, cruel y tiránico. Si reinaba, sería una especie de Calígula, y en cualquier caso el pueblo no lo aceptaría jamás. Desconsolado pero resignado, el emperador, pese a todo, lo hizo criar a su lado de un modo principesco. Por desgracia, el horóscopo resultó ser exacto: el niño presentaba todas las taras de los Habsburgo, exactamente igual que su primo carnal don Carlos, hijo de Felipe II. A los nueve años se le declaró una epilepsia y hubo que vigilarlo de cerca, lo que no le impedía escaparse con una astucia que desanimaba a cuantos le rodeaban. Cuando tenía dieciséis años empezaron a correr rumores: el príncipe atacaba a sus sirvientas, raptaba niñas para hacerlas azotar, maltrataba a los animales. Un día provocó un escándalo terrible por pasearse desnudo por las calles de Praga persiguiendo como un sátiro a las mujeres que encontraba a su paso. El pueblo protestó y el emperador, apenado, decidió alejarlo de la capital. Y como Julio era amante de la caza, le dio como residencia el castillo de Krumau, en el sur del país… ¿Qué ocurre?

—Perdone que lo interrumpa —dijo Morosini, que se había estremecido al oír ese nombre—, pero no es la primera vez que oigo hablar de Krumau.

—¿Quién te ha hablado de ese lugar?

—El barón Louis. Parece ser que Simón Aronov tiene una propiedad en los alrededores.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Es extraño, porque el rubí está precisamente en Krumau. Es… digamos una coincidencia, pero voy a proseguir mi relato. En sus nuevos dominios, Julio era dueño y señor, pero las órdenes eran tajantes: en ningún caso debía volver a Praga. Sólo su madre podía visitarlo. Muy pronto, el terror empezó a reinar en la región. El «príncipe», que era un fanático de la caza, tenía una jauría de perros que espantaban incluso a los muchachos encargados de cuidarlos. Además, como Krumau era un gran centro de curtido de pieles, había instalado una curtiduría en el castillo, así como un taller de taxidermia: desollaba animales y rellenaba las pieles con paja o las curtía, según su capricho. Las noches estaban dedicadas a celebrar orgías. Conseguían muchachas pagándoles, a veces raptándolas, y algunas no regresaron nunca. El miedo iba en aumento.

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