Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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—Estoy seguro de que estos caballeros te han expresado sus condolencias —dijo señalando a Guy Buteau y a Angelo Pisani, que compartían con ellos la comida—. En estas circunstancias, las palabras no significan gran cosa y no intentaré decirte que siento algún pesar, pero te ruego que creas que deseo adherirme al tuyo.

—Gracias. Es muy amable por tu parte manifestármelo.

—Es lo mínimo. Pero… estoy un poco sorprendido de verte aquí. ¿No has acompañado a tu padre hasta Varsovia?

—No. Mi hermano ha insistido en que no lo hiciera, y en lo que a mí respecta, no tenía ningunas ganas de volver. Parece que no recuerdas que allí no estaría segura.

—En Inglaterra tampoco estás muy segura, y sin embargo has ido, ¿no?

—No. Me quedé en París, donde pensaba esperar… noticias del juicio. En Londres, el acoso de los periodistas habría sido insoportable.

—¿Y en París no? ¿Los caballeros de la prensa no te localizaron allí?

—De ninguna manera. Wanda y yo nos alojamos en casa de una norteamericana, una prima de mi cuñada. Aunque debería decir… nuestra cuñada —añadió la joven con una débil sonrisa.

—No te disculpes, no tengo espíritu de clan.

—¿Y a ti qué tal te ha ido el viaje a España?

—Muy bien. He visto cosas preciosas.

Aldo atrapó al vuelo la ocasión para introducir a Guy en la conversación evocando para él las «cosas preciosas» en cuestión, sin hacer, por descontado, la menor mención al retrato robado. Necesitaba oír otra voz si quería seguir conservando la sangre fría ante lo que sabía que era un cúmulo de mentiras. No era la primera vez que sospechaba que Anielka era una hábil actriz, pero esta vez estaba superándose a sí misma.

Seguramente fue eso lo que lo decidió a no seguir dejando para más adelante las primeras gestiones encaminadas a obtener la anulación de su matrimonio. Vestido con un traje oscuro, hizo que Zian lo llevara a San Marco con la góndola. Salvo cuando se trataba de algo urgente, no utilizaba el motoscaffo para ir al conjunto basílica-palacio de los Dux, que era como la corona puesta en la frente de la más sublime de las repúblicas. Según él, el olor de gasolina y los rugidos iconoclastas no debían romper el encanto de la Piazzetta, el lugar de desembarco sin duda más singular, más luminoso, más anunciador de maravillas.

Después de dejar atrás las dos columnas de granito oriental, una coronada por el león alado de Venecia, la otra por un san Teodoro vencedor de una especie de cocodrilo, entre las que antaño ejecutaban a los culpables, llegó andando a paso rápido al porche de San Marco, donde piafaban los cuatro sublimes caballos de cobre dorado, nacidos bajo los dedos de Lisipo, fundidos en el siglo III antes de Cristo y que tiempo atrás habían suscitado la codicia de Bonaparte. A Morosini le gustaban y siempre les dirigía un pequeño saludo antes de adentrarse en la oscuridad resplandeciente de la basílica bizantina, cuya luz procedía exclusivamente de la pala de oro y de esmalte ante la que ardía un bosque de cirios. Cuando entraba allí, siempre tenía la impresión de penetrar en el corazón de un bosque mágico.

Como de costumbre, había mucha gente. La proximidad del verano multiplicaba los turistas, que poco a poco invadirían Venecia y la harían menos soportable. Cristiano poco practicante pero profundamente creyente, Aldo presentó sus respetos al Señor de la casa rezando una breve oración antes de ponerse a buscar al padre Gherardi, que había bendecido su inverosímil matrimonio.

Lo encontró en la puerta de la sacristía vestido para salir.

—¿Tienes prisa? —preguntó Morosini, un tanto frustrado.

—No mucha. Debo estar a las cuatro en el Rio dei Santi Apostoli para visitar a una enferma.

—En ese caso, ven. Zian me espera en el muelle con la góndola; te llevaremos. lie de hablar contigo.

—Parece que se trata de algo serio —dijo el sacerdote mirando la cara de preocupación de su amigo. Se conocían desde la infancia.

—Más que serio, es grave. Pero esperemos a encontrarnos a bordo. Allí al menos estaremos tranquilos. Dime primero cómo estás tú.

Mientras los dos hombres se dirigían con paso decidido a la dársena de San Marco, entre los numerosos transeúntes apareció una mujer que caminaba hacia ellos. Era alta, un poco corpulenta pero elegante, aunque su ropa —un traje sastre de corte impecable— mostraba algunos signos de fatiga.

El padre Gherardi sonrió al reconocerla y quiso dirigirse hacia ella, pero Aldo, asiéndolo con firmeza del brazo, lo arrastró hacia la izquierda a fin de evitar a la dama. El rostro del sacerdote se convirtió en el símbolo mismo de la sorpresa:

—No me digas que no la has reconocido… ¡Es tu prima!

—Ya lo sé.

—¿Y no la saludas? ¿No te paras para hablar con ella?

—Nuestra relación se ha enfriado un poco —dijo Morosini.

Presintiendo que éste no quería dar más explicaciones, Gherardi no insistió y esperó hasta que estuvieron bien instalados entre los cojines de terciopelo de la góndola para reanudar la conversación; había advertido el ensombrecimiento súbito del rostro de su amigo.

—Bueno —dijo con un tono distendido un tanto forzado—, ¿de qué quieres hablar?

—Deseo que Roma anule mi matrimonio y, como .ves, sigo la vía jerárquica, puesto que fuiste tú quien lo celebró.

—¿Quieres separarte de tu mujer? ¿Ya? Pero si apenas llevas casado…

—Olvídate de eso. Sólo te digo que, si hubiera podido romper esa unión el mismo día, lo habría hecho.

—¡Pero eso es absurdo! Tu mujer es… encantadora y…

—Lo sé, pero no es ésa la cuestión. Para empezar, no la he tocado.

—¿Un matrimonio rato? ¿Entre dos seres como vosotros? Nadie querrá creerlo.

—Lo que crean los demás me tiene sin cuidado, Marco. Quiero que disuelvan una unión que me ha sido impuesta por la fuerza.

—¿Por la fuerza? ¿A ti?

—Haciéndome chantaje, para ser exactos. Tuve que comprometerme a aceptar casarme con la ex lady Ferráis para salvar la vida de dos inocentes: Celina y su marido, Zaccaría.

—Pero… los dos estaban en la capilla.

—Porque yo había dado mi palabra y me hicieron el favor de creer en ella. Tú eres sacerdote, Marco, puedo contártelo todo. Debo contártelo todo.

Unas frases bastaron para reproducir la pesadilla vivida por Aldo y los suyos a la vuelta de éste de Austria. El sacerdote lo escuchó sin interrumpirlo pero con una indignación manifiesta, una indignación que iba en aumento:

—¿Por qué nadie me dijo nada? ¿Por qué me dejasteis celebrar un matrimonio en esas condiciones?

—Es evidente: si te hubiéramos informado, habrías sido capaz de negarte a…

—¡Por supuesto que me habría negado!

—Y habrías estado en peligro. No ignoras bajo qué régimen vivimos. Permaneciendo en la ignorancia, no te exponías a nada.

Gherardi no contestó. Resultaba muy difícil refutar los argumentos de Aldo. Aquel año, 1924, que asistía a la renovación del Parlamento, Italia estaba sufriendo una auténtica oleada de terrorismo. La victoria de los fascistas era aplastante y, para consolidarla aún más, Mussolini acababa de anexionarse Fiume con ayuda de un poeta, el gran D'Annunzio, que por ese servicio prestado a la patria recibió del rey el título de príncipe de Nevoso. Pero el día anterior a la anexión el diputado socialista Matteoti había sido asesinado. Venecia sentía todas esas cosas como ofensas, y en el fondo Gherardi no estaba sorprendido de escuchar el relato del drama vivido en el palacio Morosini.

La góndola de los leones alados proseguía su apacible camino por el Gran Canal. Aldo dejó que el silencio la envolviera un momento antes de preguntar:

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