Juliette Benzoni - (Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca

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(Las Joyas Del Templo 04) El Rubí­ De Juana La Loca: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuarto volumen de la serie Las Joyas del Templo, precedida por La Estrella Azul, La Rosa de York y El Ópalo de Sissi. En esta serie, Aldo Morosini, príncipe veneciano y anticuario, ha recibido de un misterioso personaje apodado el Cojo de Varsovia el encargo de recuperar las cuatro piedras sustraídas del pectoral del Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. En esta cuarta parte, El Rubí de Juana la Loca, la búsqueda transcurre en Madrid (Aldo se aloja en el hotel Ritz), Venecia, Praga, un castillo en Bohemia y Zúrich, en una trama histórica plagada de misterios, suspense, traiciones y romances.

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De vuelta en territorio Sommières, encontró a Marie-Angéline sentada en la escalera, sujetándose las rodillas con los brazos. Debería haberse figurado que no iría a acostarse antes de que él regresara.

—¿Ha descubierto algo?

—Sí…, y se trata de algo que he de hacer saber a Vidal-Pellicorne. ¿El teléfono sigue en casa del guardes?

—Pues sí. No hemos cambiado de opinión sobre eso.

En efecto, la señora de Sommières detestaba la idea de que un vulgar aparato pudiera llamarla como a una simple criada. Para facilitar la vida cotidiana, había terminado por aceptarlo, pero en la vivienda de los guardeses, y Aldo no pensaba hacer a éstos testigos de sus infortunios conyugales.

—Entonces iré a verlo.

—No es prudente. Con la de precauciones que hemos tomado para traerlo aquí… ¿Y si lo ven desde la casa de al lado?

—No hay ninguna posibilidad, créame —dijo en tono irónico—. Deme una llave, no tardaré mucho.

Unos segundos más tarde, emprendía su carrera hacia la calle Jouffroy lamentando que el parque estuviera cerrado; cruzarlo habría acortado el trayecto, pero para un hombre tan bien entrenado como él aquello no suponía un problema.

Lo que sí lo supuso fue conseguir que le abrieran. Adalbert y su sirviente debían de dormir a pierna suelta en espera de que se hiciese la hora de tomar el tren, y pasó un buen rato antes de que la voz soñolienta del arqueólogo preguntase quién era.

—¡Soy yo, Aldo! Abre, por favor. Tengo que hablar contigo.

La puerta se abrió.

—¿Qué pasa? ¿Has visto qué hora es?

—Para las cosas importantes no hay hora. Acabo de ir a ver qué hacen en la mansión Ferráis.

—¿Y qué hacen?

—He visto a mi mujer, con un traje de noche muy escotado, extasiada entre los brazos de su mejor enemigo, John Sutton.

—¿Cómo?… Ven, voy a preparar café; esta noche ya no dormiré.

Mientras Aldo molía el café, Adalbert puso agua a hervir y sacó unas tazas y azúcar.

—Saca también el calvados —pidió Aldo—. Necesito un estimulante.

—Así que los has visto, ¿eh? —dijo Vidal-Pellicorne, mirando a su amigo con expresión de inquietud.

—Como estoy viéndote a ti… Bueno, desde un poco más lejos. Ellos estaban en el saloncito y yo al otro lado de las cristaleras, donde nos encontramos por primera vez. Después de… los preliminares, se han cogido de la mano como dos niños buenos para ir a saborear el plato fuerte en el piso de arriba.

—Y… ¿qué has hecho tú?

Morosini alzó hacia su amigo unos ojos cuyo color estaba pasando curiosamente del azul acero al verde.

—Nada —contestó—. Nada en absoluto… En cuanto a lo que he sentido, ha sido un breve acceso de furia rápidamente sofocado por la repugnancia, pero nada de dolor. Si necesitara una confirmación acerca de mis sentimientos hacia ella, acabo de recibirla. Esa mujer me asquea. Lo que no significa que un día u otro no le haga pagar lo que está haciendo mientras todavía es mi mujer.

El suspiro de alivio que dejó escapar Adalbert habría bastado para hinchar un globo aerostático.

—¡Uf!… Eso me gusta más. Perdona que insista, pero vuelve a decirme cómo iba vestida.

—Un sucinto vestido de crespón de China rosa adornado con perlas y nada debajo.

—¿Habiéndose enterado de la muerte de su padre no hace ni dos días? ¡Muy curioso!… En cualquier caso, has hecho bien en venir. Veré con Warren qué puede deducirse del cambio de chaqueta de Sutton.

—Bueno, lo de cambio de chaqueta quizá sea excesivo, porque hasta cuando quería verla caminar hacia la horca admitía haberla deseado. Y Anielka me dijo que, cuando se lo encontró en Nueva York, le había propuesto que se casara con él, cosa que ella rechazó castamente. Y todo porque me quería a mí. En fin, ésa es la versión destinada a mí.

—¡Vete a saber qué hay de verdad en los sentimientos de esa mujer! A lo mejor a ti también te quiere.

—No te esfuerces: me tiene absolutamente sin cuidado.

Tras pronunciar esta frase lapidaria, Aldo se tomó la taza de café acompañada de un vivificante calvados, deseó un buen viaje a su amigo y emprendió el camino de vuelta a la calle Alfred-de-Vigny. No tan deprisa como a laida, pero sin entretenerse demasiado, pues acababa de recordar que se le había olvidado preguntar una cosa a Plan-Crépin.

Sin embargo, no tenía por qué preocuparse: Plan-Crépin seguía levantada. Sencillamente, había cambiado de escalera y en ese momento estaba sentada, con la cabeza sobre las rodillas, en los peldaños que quedaban junto al ascensor.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Casi, pero debo pedirle un favor. ¿Tiene intención de ir a misa dentro de un rato?

—Por supuesto. Hoy es Santa Petronila, virgen y mártir —contestó aquella curiosa cristiana.

—Intente averiguar si ayer llegó alguien a la casa Ferráis. Un hombre… —Para evitar posibles preguntas, añadió—: Después le contaré. Ahora tengo que irme a descansar… y usted también.

A la hora del desayuno —que tomaban juntos en el comedor—, Aldo recibió la información que deseaba: dos días antes había llegado alguien de Londres, en efecto, pero aquello no tenía nada de extraordinario, puesto que se trataba del secretario del difunto sir Eric Ferráis, que había ido a reunirse con la viuda para tratar asuntos que afectaban a ambos. Esa misma mañana se marchaba.

—¿Y ella se va también?

—No. Es más, creo que espera otra visita: la polaca encargada del abastecimiento ha comprado provisiones en cantidad.

—Pero ¿cómo puede la… jugadora de tric-trac enterarse con tanta rapidez de lo que pasa aquí al lado? ¿Es que la guardesa también va a misa?

—A veces. En cualquier caso, lo importante es que la señorita Dufour, que así es como se llama, va todas las mañanas a la mansión Ferráis para tomar un suculento desayuno sin el cual le resultaría difícil realizar su trabajo. Su patrona, con la excusa de que tiene que mantener a treinta gatos, compensa gastando poco en ella misma y en su señorita de compañía, a la que alimenta miserablemente. Pero la señorita Dufour tiene buen apetito, y así es como llegamos a la situación actual. .

—¿A quién creen que espera esa mujer? —preguntó la señora de Sommières, que había escuchado atentamente mientras bebía el café con leche a sorbitos.

—Quizás a su hermano y su cuñada. Si han obtenido la autorización para llevarse el cuerpo de Solmanski a Polonia, tienen que pasar por París para tomar con el ataúd el Nord-Express . Si los horarios no coinciden, eso los obliga a pasar unas horas aquí.

—¿Tantas provisiones para sólo dos personas más durante unas horas? —dijo Marie-Angéline con expresión de duda—. Soy del parecer, como decimos en Normandía, que va a haber que vigilar a su mujer más estrechamente que nunca, querido príncipe. Durante el día no hay problema, pero, por la noche, le propongo que nos relevemos.

—¡Plan-Crépin! —exclamó la marquesa—. ¿Pretende ponerse a corretear otra vez por los tejados?

—Exacto. Pero no tenemos por qué preocuparnos: es fácil acceder a ellos. Además, debo reconocer que me encanta —añadió la solterona con un suspiro de placer.

—Está bien —dijo la anciana dama alzando los ojos al cielo—, así se divertirá un poco.

Unas horas más tarde, la benévola ayudante de Aldo encontraría nuevo material para satisfacer su curiosidad. Acababa de salir de la mansión Sommières para ir a la iglesia de Saint-Augustin cuando un taxi se detuvo delante de la residencia que tanto le interesaba. Tres personas se apearon de él: un joven moreno, delgado y apuesto, de maneras arrogantes, una muchacha rubia, vestida con bastante elegancia pero de forma un poco extravagante, y para acabar un hombre mucho mayor que llevaba lentes, barba y bigote, y que permanecía encorvado apoyándose en un bastón.

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