—¿Será posible? ¡Pues no tiene más que venir! —refunfuñó Morosini—. El dispone de tiempo libre, y yo no puedo abandonar mis negocios un día sí y otro también.
Precisamente tenía uno entre manos al que debía dedicar el día, así que pospuso para más tarde el análisis del problema. Habría telefoneado a Adalbert, pero espiar las comunicaciones, sobre todo las internacionales, era uno de los pasatiempos favoritos de los fascistas. Adalbert lo sabía, y ésa era la razón por la que había decidido escribir.
Sin lograr apartar de la mente esta nueva preocupación, Aldo se dirigió al hotel Danieli, donde estaba citado con una gran dama rusa, la princesa Lobanov, que, como muchas de su clase, tenía dificultades económicas. Dificultades que podían multiplicarse hasta el infinito ya que a la dama en cuestión le gustaba el juego. Como detestaba aprovecharse de los apuros de los demás, sobre todo tratándose de una mujer, el príncipe anticuario contaba con pagar un precio elevado por unas joyas que quizá le costaría bastante vender incluso obteniendo un beneficio modesto.
Esta vez, sin embargo, no lamentó la visita: le ofrecieron un prendedor de diamantes que había pertenecido a la esposa de Pedro el Grande, la emperatriz Catalina I. Quizás hubiera sido sirvienta de un pastor de Magdeburgo, pero esa soberana, más acostumbrada en su juventud a las tabernas que a los salones, sabía reconocer las piedras hermosas, y las escasas joyas suyas que seguían en circulación eran, en general, de una calidad poco común.
Consciente de con quién trataba, la gran dama rusa aventuró un precio, elevado pero bastante razonable, que Morosini no discutió: sacó su talonario de cheques, escribió la suma requerida y aceptó la taza de té negro, puro zumo de samovar, que le ofrecían para sellar el trato.
En general, el té no le gustaba mucho, pero éste preparado «al estilo ruso» todavía menos. Así pues, mientras salía del hotel pensaba en ir a la vecina Piazza San Marco para tomar en el café Florian algo más civilizado. Bajó la gran escalera gótica y, cuando se dirigía a la puerta de salida, alguien lo abordó.
—Le ruego que me disculpe. ¿Es usted el príncipe Morosini?
—En efecto… Es un placer inesperado verlo en Venecia, barón.
Había reconocido de inmediato a ese hombre de unos cuarenta años, delgado, rubio y elegante, cuya sonrisa poseía un indudable encanto: el barón Louis de Rothschild, cuyo palacio de la Prinz Eugenstrasse de Viena había visitado un día del año anterior [14] Véase El Ópalo de Sissi.
para ver al barón Palmer, uno de los heterónimos de Simón Aronov.
—Estaba cruzando el Adriático y no acababa de decidirme a venir a verlo cuando mi yate ha resuelto mis dudas averiándose. Lo he dejado en Ancona y aquí estoy. ¿Puede dedicarme un momento?
—Por supuesto. ¿Quiere venir a mi casa… o prefiere quedarse aquí, donde supongo que se aloja.
—Si no nos hubiéramos encontrado, habría ido al palacio Morosini, pero ¿está seguro de las personas de su entorno? Tengo que decirle cosas bastante graves.
—No —respondió Aldo pensando en la curiosidad permanentemente despierta, en la indiscreción incluso, de Anielka—. Quizá sería preferible quedarse aquí. No faltan lugares tranquilos.
—Desconfío un poco de esos lugares donde se está solo en una estancia vacía y que, por lo tanto, obligan a bajar la voz, lo que acaba por llamar la atención. En medio de una multitud es donde se está más aislado.
—Yo pensaba ir al Florian a tomar un café. Allí tendrá toda la multitud que quiera —dijo Aldo con su imperceptible sonrisa burlona.
—¿Por qué no?
Los dos hombres, a quienes los botones saludaron, se dirigieron al local, que era en sí mismo una verdadera institución. La tarde tocaba a su fin y la terraza estaba llena, pero el director, que conocía a su clientela, enseguida se fijó en esos clientes excepcionales y les envió a un camarero, que les encontró rápidamente una mesa a la sombra de las arcadas y pegada a los grandes ventanales de cristal grabado, garantizándoles así cierta tranquilidad. Aldo había saludado sin detenerse a varias personas, entre ellas la insistente marquesa Casati, pero, gracias a Dios, ésta, acompañada del pintor Van Dongen, su amante desde hacía tiempo, se pavoneaba en medio de una especie de cenáculo ruidoso en el que habría sido muy difícil encontrar sitio. Aldo fue obsequiado con una amplia sonrisa acompañada de un gesto de la mano, respondió con una cortés inclinación del busto y se felicitó por una circunstancia tan favorable.
Tras degustar un primer capuccino , el barón, sin cambiar de tono, preguntó:
—¿Sabe por casualidad dónde se encuentra Simón…, quiero decir el barón Palmer?
—Iba a hacerle la misma pregunta. No sólo no tengo noticias de él, sino que la última carta que envié no ha sido transmitida.
—¿Adonde la dirigió?… Antes de que me conteste, debe saber que estoy al corriente de la historia del pectoral y de su valerosa búsqueda. Simón sabe lo importante que es para mí el regreso de nuestro pueblo a la madre patria.
—Estoy convencido, y me parece que colabora económicamente en esta búsqueda.
—Yo y algunos más, la mayoría pertenecientes a nuestra vasta familia. Pero volvamos a mi pregunta: ¿a dónde envía el correo?
—A un banco de Zúrich, pero mi socio en este asunto, el arqueólogo francés Adalbert Vidal-Pellicorne, acaba de escribirme esta carta. Hay que interrumpir la correspondencia.
—Comprendo —dijo Rothschild después de leerla—. Es muy preocupante. Estoy… casi seguro de que se encuentra en peligro.
—¿En qué se basa esa impresión?
—En el hecho de que debíamos partir juntos. El crucero que acabo de interrumpir tenía varios objetivos, pero el principal se situaba en Palestina. Como sabe, nuestra tierra fue puesta bajo mandato británico en 1920, pero hace cincuenta años los sionistas establecieron allí una veintena de colonias destinadas a hacer productiva la tierra. En realidad, han sobrevivido fundamentalmente gracias a la poderosa ayuda de mi pariente Edmond de Rothschild. Sin embargo, todo eso dista mucho de ser satisfactorio. El alto comisario nombrado por Londres, sir Herbert Samuel, es un hombre rebosante de bondad decidido a que reine la paz entre musulmanes y judíos, reconociendo a éstos cierto derecho a una existencia legal y a la formación de un Estado; pero nuestras pequeñas comunidades andan escasas de fondos, y eso es lo que íbamos a llevarles Simón y yo. El, además, se había encargado de reavivar la esperanza dando a entender que el pectoral, al que sólo le falta una piedra, quizá protagonizara muy pronto su regreso triunfal. Le cuento esto para que vea el interés que tenía en realizar este viaje. Pero lo esperé en vano en el puerto de Niza, donde debíamos encontrarnos.
—¿No acudió?
—No. Y no llegó nada, ni una simple nota para explicar su ausencia. Esperé cuanto pude, pero debía acudir a una importante cita… en el litoral de Jaffa, y tuve que hacerme a la mar. A la vuelta fue cuando se me ocurrió venir a verle para tratar de averiguar algo. Desgraciadamente, usted no parece más informado que yo.
—¿Qué piensa en estos momentos? ¿Cree que está muerto?
El alargado y sensible rostro del barón Louis, marcado por la preocupación, se iluminó con una especie de luz interior.
—Es la hipótesis más plausible…, y sin embargo, no puedo creerlo. Lo conozco muy bien, ¿sabe?, y siento por él un gran cariño. Creo que, si hubiera dejado de existir, lo presentiría.
—¡Dios le oiga!
—Además, ¿no se ha librado, hace poco, es verdad, de su peor enemigo? El conde Solmanski ha muerto para no tener que hacer frente a un proceso criminal, y es un alivio, créame.
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