—¡No blasfemes! —exclamó Anielka, santiguándose precipitadamente—. No es obligatorio compartir la cama con un hombre para ofrecer al mundo la imagen feliz de una mujer colmada…, de una futura madre. En ese caso, sería muy difícil invocar la «no consumación», ¿no te parece?
Las cejas de Aldo se juntaron hasta formar un solo trazo oscuro e inquietante sobre unos ojos cada vez más verdes.
—Tu discurso me parece un poco hermético —dijo—. ¿Podrías aclararlo? ¿Qué quieres decir? ¿Que estás embarazada?
—Comprendes las cosas con rapidez —dijo ella en tono burlón—. Espero darte dentro de unos meses el heredero con el que siempre has soñado.
La bofetada fue tan inmediata que Morosini apenas se dio cuenta de haberla dado: había sido el simple reflejo de una cólera contenida durante demasiado tiempo. Sólo al ver que Anielka se tambaleaba se percató de la fuerza del golpe. La mejilla de la joven se tornó escarlata y una gota de sangre brotó en la comisura de sus labios, pero Aldo no sintió ni pena ni remordimiento.
—¿Estás viva? —preguntó, recuperada por completo la calma—. ¡Mucho mejor!
—¿Cómo te has atrevido? —rugió ella, replegada sobre sí misma como si estuviera tomando impulso para abalanzarse sobre Aldo.
—¿Deseas quizás una segunda representación? ¡Ya está bien, Anielka! —añadió él, cambiando de tono—. Llevas meses…, ¡qué digo!, años poniendo todo tu empeño para que me convierta en tu obediente servidor. Conseguiste arrastrarme hasta el altar, pero desde ese acontecimiento quizás hayas advertido que no me dejo manejar tan fácilmente. Así que ahora pongamos las cartas boca arriba: ¿estás embarazada? ¿Quieres decirme de quién?
—¿De quién quieres que sea? ¡De ti, por supuesto! Y jamás daré mi brazo a torcer.
—A no ser que, cuando nazca, ese niño se parezca demasiado a John Sutton, a Eric Ferráis… ¡o a Dios sabe quién!
Anielka, sin respiración, abrió desmesuradamente los ojos, en los que Aldo vio, con una satisfacción cruel, un temor nuevo.
—¡Estás loco! —susurró la joven.
—No lo creo. Repasa tus recuerdos… recientes.
Ella comprendió y dejó escapar un grito.
—¡Me haces seguir!
—¿Y por qué no, desde el momento en que has decidido no respetar la única exigencia que formulé en el momento de casarnos? Te pedí que no pusieras en ridículo mi apellido y no me has hecho caso. ¡Peor para ti!
—¿Qué vas a hacer?
—Nada, querida, nada en absoluto. He presentado una solicitud de anulación; seguirá su curso. Tú toma las disposiciones que creas oportunas. Incluso puedes irte a vivir donde te parezca.
Ella se tensó como un arco a punto de lanzar la flecha.
—¡Jamás!… Jamás me iré de aquí, ¿me oyes?, porque estoy segura de que no conseguirás lo que quieres. Y yo me quedaré y criaré tranquilamente a mi hijo… y a los que quizá vengan después.
—¿Acaso tienes intención de hacer que te deje embarazada la cristiandad entera? —le dijo Morosini con un desprecio absoluto—. Hacía algún tiempo que empezaba a temer que fueras una puta. Ahora estoy seguro, de modo que me limitaré a darte un consejo, sólo uno: ¡lleva cuidado! La paciencia no es la principal virtud de los Morosini, y a lo largo de los siglos nunca les ha asustado cortar un miembro gangrenado… No tengo nada más que añadir. Adiós.
Pese a su actitud impasible, Aldo temblaba de rabia. Esa mujer con cara de ángel, a la que durante meses había puesto en un pedestal, revelaba cada día un poco más su verdadera naturaleza: la de una criatura vana y ávida, capaz de cualquier cosa para alcanzar sus objetivos, el más importante de los cuales parecía ser el dominio total sobre su apellido, su casa, sus bienes y él mismo. Aunque se había hecho rica gracias a la herencia de Ferráis, todavía no se daba por satisfecha.
—Aun así, tendré que librarme de ella —mascullaba Morosini mientras recorría a grandes zancadas el portego , la larga galería de los recuerdos ancestrales, para bajar a informar a Celina de que esa noche no cenaría en el palacio. La sola idea de encontrarse a Anielka al otro lado de la mesa le ponía enfermo. Necesitaba aire.
Le sorprendió, dada la hora, no encontrar a Celina en la cocina, pero Zaccaría le dijo que había subido a cambiarse.
—¿Dónde está el señor Buteau?
—En el salón de las Lacas, creo. Espera la cena.
—Él y yo vamos a salir.
—¿La señora cenará sola?
—La señora hará lo que le parezca; yo me voy. ¡Ah, se me olvidaba! En el futuro, Zaccaría, que no se vuelva a poner la mesa en el salón de las Lacas sino en el de los Tapices. Y que la señora no intente modificar esta orden; de lo contrario, no volveré a compartir una comida con ella. Díselo a Celina.
—No sé cómo se lo tomará. No irá a privarla de cocinar para usted, ¿verdad? Le gusta tanto mimarlo…
—¿Crees que para mí no representaría un castigo? —dijo Morosini con una sonrisa—. Arréglatelas para que sea obedecido. Me parece, por lo demás, que ni Celina ni tú necesitaréis muchas explicaciones.
Zaccaría se inclinó sin contestar.
Guy Buteau tampoco necesitaba una explicación. No obstante, Aldo no pudo evitar dársela mientras ambos degustaban unas langostas bajo el revestimiento dorado del restaurante Quadri, escogido para no tener que cambiarse de ropa —los dos llevaban esmoquin— y para escapar de las hordas de mosquitos que, desde principios del mes de junio, tomaban posesión de la laguna en general y de Venecia en particular. Después de haber reproducido ante su amigo la escena en la que acababa de enfrentarse a Anielka, añadió:
—Ya no soporto la idea de verla a sus anchas en esa habitación, a medio camino entre el retrato de mi madre y el de tía Felicia. Desde que he vuelto, tengo la impresión de que sus miradas se han vuelto acusadoras.
—¡No se obsesione con esa clase de ideas, Aldo! Es usted víctima, y sólo víctima, de un lamentable encadenamiento de circunstancias, pero, allí donde están, esas nobles damas saben muy bien que usted no tiene la culpa.
—¿Usted cree? Si no hubiera hecho de estúpido paladín en los jardines de Wilanow y en el Nord-Express, [13] Véase La Estrella Azul.
por no hablar de mis hazañas en París y en Londres, no me encontraría en esta situación.
—Estaba enamorado: eso lo explica todo. Y ahora, ¿cómo piensa salir de ésta?
—No lo sé muy bien. Me limitaré a esperar el resultado de mi proceso en Roma. Cada día trae su afán, y ahora me gustaría ocuparme del rubí de Juana la Loca. Es mucho más apasionante que mis asuntos íntimos… y sobre todo menos sórdido.
—¿Ha recibido noticias de Simón Aronov?
—Es Adalbert quien tendría que recibirlas, y aún no ha dado señales de vida.
Como si el hecho de mencionarlo lo hubiera atraído, una carta del arqueólogo esperaba al día siguiente sobre el escritorio de Morosini. Una carta que al destinatario le pareció inquietante. El propio Vidal-Pellicorne no ocultaba su preocupación. Y con razón: siempre mantenían la correspondencia con el Cojo a través de un banco zuriqués, lo que garantizaba la impersonalidad de las relaciones; el correo titular de determinado número era transmitido hacia uno y otro lado mediante un anónimo, para entera satisfacción de todo el mundo. Pero la última carta que los dos amigos habían enviado desde París acababa de regresar a la calle Jouffroy, acompañada de unas palabras del «transmisor» que por una vez llevaban una firma legible: la de un tal Hans Würmli. Éste decía que las últimas órdenes indicaban interrumpir momentáneamente la correspondencia; en otras palabras, Aronov, por una razón que sólo él sabía, no quería ni recibir ni enviar ninguna carta. Adalbert terminaba diciendo que deseaba ver a Aldo a fin de hablar sin tener que utilizar el teléfono.
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