Por unos breves instantes Polly pensó que iba a casarse con ella, con Polly, y se dijo a sí misma, con una mezcla de sorpresa, júbilo e indignación, que, claro está, ella tenía que ser la primera en saberlo. Entonces comprendió la verdad: Chris iba a casarse con otra. No con ella.
Sentada a una mesa en el otro extremo del ahora restaurante al aire libre, Jody tomaba lo que fuera que George le hubiera servido. El perro, tumbado, jadeaba a sus pies, y de vez en cuando metía el morro en un enorme cuenco de agua que parecía estar sujetando entre las patas delanteras. Jody se quitó una sandalia y metió el pie en el cuenco.
El agua estaba tibia, pero la sensación era agradable. Beatrice le lamió el pie. Jody trataba de prestar atención a lo que Simon le decía, pero se dio cuenta de que estaba un poco bebida y le costaba seguir su largo relato, que tenía que ver con un caballo enorme, un termo que perdía líquido y un zorro acosado por una jauría de perros.
– Acosado -dijo, como si estuviera soñando.
Simon asintió amablemente con la cabeza.
– Bueno, sí. Si eres un zorro.
– Foxy lady -dijo Jody, con una absurda voz a lo Jimi Hendrix.
Simon se río. Le puso un dedo debajo de la barbilla y la atrajo hacia él. Simon se inclinó hacia ella.
Pero cuando Jody levantó la cabeza, Simon vio que miraba por encima de él. La vio sonreír de repente, levantar la mano y agitarla con excitación.
Era Everett, que acababa de aparecer en el pequeño espacio iluminado por la luz de la vela. Simon bajó la mano hacia su vaso.
– Tómate algo con nosotros -dijo con hosquedad, y, para consternación suya, Everett aceptó.
Everett arrastró una silla y la puso entre Jody y Simon. Vio a Polly unas mesas más allá con un atractivo joven. Sintió una punzada de pena y fastidio, luego se recordó que él no andaba tras la muchacha, sino que había sido ella quien le había lanzado miraditas insinuantes. Las chicas eran muy caprichosas. Ya lo sabía. Debería atenerse a su edad. Pensó en su ex mujer. Ella también había sido joven. También le había lanzado miraditas en su momento. Al ver que Jody y Simon estaban tomando cócteles, no le pareció muy probable que se pasaran al vino, y pidió una buena botella de Pinot Noir.
George le llevó el vino. Mientras lo servía, observó a través de la pálida luz de la vela que Chris se levantaba y se marchaba. Ni siquiera había pagado la cuenta. Nunca volveré a jugar con él al billar, decidió George. Porque adivinaba, por la mirada de horror que tenía Polly, lo que había sucedido, o algo muy parecido a lo que había sucedido. Se la veía muy dulce y guapa a la luz de la vela. George se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.
– Se casa -dijo ella-. Soy la primera en saberlo.
– Lo siento.
– Tú eres el segundo en saberlo -siguió-. Enhorabuena.
George vio que Everett les miraba. Pensó en su bonita y vulnerable hermana y en aquel hombre mayor.
– Oye, Polly -dijo rápidamente-, tengo que ver cómo está Heidi. ¿Por qué no vienes conmigo?
– No.
– Anda, ven. Hará que te olvides un poco de todo.
– No.
George conocía ese tono de voz. Era el tono del Juggernaut, el no que arrasa con todo lo que se encuentra a su paso, el no que aplasta a ejércitos enemigos, que no tiene piedad ni perdona a sus enemigos. Se sentó al lado de Polly y le pasó un brazo por los hombros. A George se le presentaba un conflicto de caballerosidad. ¿Debía consolar a su hermana, quien, si no lo hacía, podría echarse en brazos de Everett el pedófilo? ¿O debía ir a rescatar a Heidi, quien podría yacer, indefensa, en el oscuro horno de su apartamento, con su atemorizado perro aullando y lamiéndole impotente la cara?
– Me preguntó si tenía su iPod. Como si yo me hubiera llevado su estúpido iPod. ¿Te lo puedes creer? Ahora tendrá que casarse sin iPod. ¡Ja!
– Si me voy, ¿me prometes que no te marcharás hasta que yo vuelva? Estoy realmente preocupado por ella.
Polly dijo que dónde demonios se iba a ir, de todos modos.
George dio por hecho que le esperaría.
– Vale, entonces vigila el bar por mí. Será un momento. -Si no podía apartarla de la perniciosa influencia de Everett, al menos la mantendría ocupada hasta que él volviera.
Polly se encogió de hombros.
– Venga, Polly. Volveré enseguida.
Polly volvió a encogerse de hombros.
– Acaban de dejarme plantada.
George la besó en lo alto de la cabeza.
– A lo mejor vuelve Chris y puedes envenenarle la bebida.
– Vale -dijo, animándose un poco.
– Por cierto, ¿sabes preparar alguna bebida?
– Claro. Té frío Long Island para todos.
A Everett el fresco periodo posducha le parecía ya muy lejano. Se alegraba de que estuviera oscuro, pues se notaba grandes manchas de sudor en la camisa. Tenía el cuello pegado a la piel. Se sentía solo y no pudo evitar acordarse del apagón anterior, cuando él era joven y vivía sin compañía. Ahora era mayor y vivía sin compañía. Su mujer pronto se casaría con otro. Eso podría servir para una canción. Quizá el quejumbroso cantante folk que estaba calle abajo empezaría a lloriquear esas lastimeras palabras en cualquier momento. Everett trató de pensar en el siguiente verso.
Jody le miraba la cara con aquella luz suave e irregular y se fijó en lo corriente que parecía cuando estaba triste, y lo encontraba conmovedor, tan seductor como su belleza. Le gustaba la camisa que llevaba, perfectamente metida por dentro incluso con aquel calor. Estaba con las manos en la mesa, entrelazadas. Eran unas manos cuadradas, fuertes. Aparte de pedir la botella de vino, Everett no había dicho nada. Jody quería cogerle las manos entre las suyas. Quería oír su voz y tocarle la piel.
Simon intentó hablar. El silencio resultaba violento.
– Everett está alicaído y Jody en las nubes -dijo, pero estaba borracho y hablaba entre dientes, por lo que pareció que ni Everett ni Jody oyeron su queja.
– Mi mujer pronto se casará con otro -cantó Everett en voz baja, con un deje más a lo country-western de lo que había pretendido-. Ya han elegido fecha e invitado a nuestros amigos…
Simon cerró los ojos. No le gustaba Everett, se dijo, e hizo como que Everett no estaba allí.
– Supongo que mi invitación estará al llegar -cantó Jody, sorprendida de sí misma pero bastante satisfecha-. Escrita con la pluma venenosa de mi mujer.
Everett le sonrió, con la sonrisa más amplia y radiante que jamás había visto.
– Oh, ellos se preguntan quién envió todo ese ántrax… -continuó. Éste es el estribillo, observó para sí misma, para justificar el cambio de metro-. Sí, todos están preocupados por la carta-bomba. Pero yo les dije: «Muchachos, respirad tranquilos, porque el culpable es la madre de mi querida hija».
Doris miró por la ventana. Parecía un grotesco barrio del tercer mundo lo que había allí abajo. En aquella oscuridad cavernosa distinguía una hoguera encendida en el depósito de la barbacoa y grupos de mujeres mayores sentadas en la calle en sillas de cocina como viudas calabresas. Los autóctonos daban aullidos. La gente bebía alcohol y, sí, bailaba en la calle. Mel había cumplido su palabra y había permitido que le mostrara a los perros rebeldes y a los dueños que infringen las normas, pero a Doris no se le escapaba que, en medio de un apagón de semejantes proporciones, con hogueras ardiendo, guitarras cencerreando y el tequila corriendo a raudales, su pequeña representación de botellas desechadas y cacas sin recoger había quedado eclipsada.
– Ven a la cama -dijo Harvey.
– Hace demasiado calor.
– Hace demasiado calor para hacer cualquier cosa. Y está demasiado oscuro.
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