Mientras Everett y Polly, tomados de la mano, paseaban al perro en dirección a casa con aquel denso y oscuro calor, George bebía el vino de Heidi, le confiaba sus preocupaciones por Polly, trataba de consolarse con las observaciones de la mujer sobre que todo el mundo merecía tener una loca aventura amorosa, se preguntaba por qué él no estaba enamorado de nadie, ni locamente ni de ninguna otra manera, y, con la ayuda de una linterna, contemplaba las acuarelas que la anciana pintaba cuando no podía dormir. Doris miraba con satisfacción las esferas del panel del aire acondicionado hasta que sólo le quedó una octava parte del depósito de gasolina. Simon, mientras tanto, con gran sorpresa y regocijo de su parte, le echaba a Jody un buen polvo.
Llega un momento, incluso en Nueva York, en que la fruta de los árboles empieza a madurar. Un día aparecen las manzanas silvestres, pequeñas y verdes como uvas. La fruta se hace más grande y adquiere un tono rosado de la noche a la mañana, y al día siguiente, parece, las manzanas son ya de color carmesí. Pasa el verano, agotado, polvoriento y pálido, y aparecen las bayas en arbustos que ni sabemos cómo se llaman. Al menos yo no sé cómo se llaman: rojos, morados o naranjas o, como en un arbusto al final de las escaleras de la calle Setenta y seis que van a dar a Riverside Park, de un increíble lavanda de lencería.
Por lo general a Simon le alegraba la aparición de esas frutas rosáceas, las primeras señales de que el largo paréntesis anual pronto daría paso a su verdadera vida. Pero ese año Simon las contemplaba con consternación. Virginia, aquellos verdes y ondulados prados, donde siempre había pensado que residía su corazón, como en una canción de Stephen Foster, estaba muy lejos de donde su corazón parecía sentirse a gusto últimamente, que era ahí, en su calle, con Jody.
Se podría pensar que tenía muchos años a su espalda para haberse enamorado de aquella forma tan completa y profunda. Podría argumentarse que era a la vez demasiado mayor y demasiado joven realmente: demasiado mayor para un apasionado primer amor romántico, y demasiado joven para un desesperado encaprichamiento de la madurez. Pero a veces los números se equivocan, y Simon estaba enamorado. Se despertaba con el inverosímil y nada melodioso nombre de Jody en los labios. Su voz, que sí era melodiosa, le resonaba en la cabeza de manera exquisita.
Algunas veces pensaba que él también le gustaba a Jody. El resto del tiempo confiaba en que así fuera. Pero sobre todo hacía hincapié en su buena suerte, y cada vez que la veía, cada vez que la tocaba, cada vez que ella hablaba y él notaba la cálida dulzura de su aliento, sentía una abrumadora gratitud. No era la primera mujer a la que había querido, pero sí era la primera mujer de la que se había enamorado. La había cortejado, de una manera un tanto fortuita. Y de manera fortuita, también, la había conseguido. Aquel caluroso verano había sido una bendición para Simon. Y el otoño se avecinaba lleno de incertidumbre.
Jody, a su vez, también pensaba en Simon, pero sus pensamientos iban en otra dirección. A Jody, sencillamente, le había sorprendido la brillantez sexual de Simon. Era como el que levanta la vista para mirar el reloj y se da cuenta de que son las cuatro y doce minutos de la tarde, y se le ha olvidado tanto el desayuno como la comida: tenía un apetito enorme y su placer era ilimitado. Parecía extasiado, como un monje ruso, como un niño. Ella había salido al asfalto nocturno durante el apagón sin esperar nada y sin importarle demasiado. Sentía que ya había desaparecido esa noche, desaparecido de la consciencia de Everett y, hasta cierto punto, de la suya propia. Cuando Simon la llevó delicadamente a su cama, pensó Jody: ¿qué importa lo que haga? Después pensó: ¿cómo puedo ser tan voluble? Luego miró a Simon mientras dormía, sonrió y pensó: todos somos humanos.
Se dio cuenta de que estaba cautivada sexualmente. No había otra forma de describir el lazo que la unía a Simon.
A algunos puede parecerles inexplicable, incluso censurable, que pudiera trasladar su interés de un hombre a otro con tanta rapidez, y al principio era inexplicable y censurable para Jody también. Estás muy desesperada, pensó, pasando de un hombre a otro, tratando de ligar con cualquier viejo, de solterona a puta en una sola noche.
Pero yo no me veo juzgando a Jody con tanta dureza como se juzga a sí misma. Allí estaba ella, en la noche del apagón, abandonada de repente por el hombre al que creía amar. Y allí estaba, ante ella, otro hombre, borracho, con dificultad para expresarse, pero amable y cariñoso. La había cogido de la mano y a través de la oscuridad de la noche la había conducido hasta su cama.
Simon la veneraba como si estuviera ante un altar, a ella, que jamás se le habría ocurrido que tuviera un altar. En los días que siguieron ese amante sustituto la abrumó con la fuerza de sus sentimientos por ella, con su pasión y sus atenciones. ¿No era natural que el suplente empezara, de hecho, a ocupar el lugar del original?
El verano terminó y comenzó el colegio.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó la profesora de arte el primer día de clase.
– Sí. ¿Por qué?
– ¿Duermes últimamente?
Jody se quedó pensativa. ¿Dormía últimamente? ¿Lo que hacían Simon y ella era dormir? Y, sin embargo, se despertaba todas las mañanas, lo cual implicaba dormir. Y cuando se despertaba, el día la recibía con dulzura y amabilidad, y ella saltaba de la cama agradecida por la noche y agradecida por las horas que tenía por delante hasta que diera comienzo la noche siguiente.
– Sí -contestó-. Sí, supongo que sí.
La profesora de arte meneó la cabeza.
– Me sorprende, eso es todo -dijo.
– A mí también -replicó Jody, y cuando fueron a almorzar a la cafetería Pollyanna, ella no defendió la lechuga marchita ni el café aguado. Todo lo contrario.
– ¿Los restos de Snowball? -preguntó, señalando la lechuga y aludiendo al conejito del jardín de infancia-. Esto sabe a agua de fregar -añadió, bajando con asco la taza de café.
La profesora de arte la miró, luego dejó el termo del café que había estado a punto de servirse y cogió una bolsita de té.
Al darse cuenta, Jody se sintió eufórica, con una repentina sensación de poder. Se quedó sin respiración. Qué agradable ser desagradable, pensó.
– ¿Sabes lo que creo? -dijo la profesora de arte, echándose agua hirviendo en la taza y dando vueltas a la hinchada bolsita de té-. Creo que estás enamorada.
Jody no dijo nada. Bebió a sorbos el infame café con aire pensativo. ¿Estaba enamorada? No sabría decir. ¿Y eso qué significaba? ¿Acaso importaba? Estaba de un humor estupendo, y la amaban. Sin duda eso le bastaba a cualquiera.
Para George, el otoño no fue muy distinto del verano. Trabajaba en el Go Go, salía las noches que tenía libres y se sentía vagamente culpable e insatisfecho. Los dos cambios más significativos eran que no tenía novia y que había empezado a pasear a otro perro. El incidente con la chica guapa y el mestizo de rottweiler derivó en un corto romance con Laura, la chica guapa, y en el compromiso a largo plazo de pasear y domesticar a Kaiya, el bonito perro.
El cielo azul de otoño resplandecía con brillantes nubes blancas y el viento era fresco y tonificante cuando George, Howdy y Kaiya llegaron al parque. Los perros daban saltos al otro extremo de la correa, ladrando a las panzudas ardillas que trajinaban de un lado a otro como prósperos burgueses, con sus opulentos abrigos de piel. George les quitó la correa. Los perros se quedaron totalmente quietos, pero enseguida empezaron a saltar como locos en todas las direcciones, dando vueltas en el aire, persiguiendo ardillas, hojas, la vida misma. Un hombre de mediana edad que llevaba a un doguillo sujeto de una correa se paró a charlar con él sobre el tiempo. Pero luego pasó por allí una pareja joven con otro doguillo, y George, con sus dos enormes perros de dudosa raza, se sintió frustrado.
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