Cathleen Schine - Neoyorquinos
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Neoyorquinos: краткое содержание, описание и аннотация
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Lo que une a Everett, Jody, Simon y Polly es su pasión por los perros. Y son sus adorables mascotas las que terminan por convertirse en tiernos cumplidos que lanzan flechas a sus amos… aunque suelan equivocarse de objetivo.
Go Go Grill, el restaurate a la par que ONG del barrio, será la cocina donde se cuezan los enredos en los que se verán envueltos los protagonistas de esta deliciosa comedia coral.
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– Es una vergüenza -le acababa de decir en aquel momento.
Él suspiró, ella siguió presionando, él suspiró varias veces más y finalmente ella se impuso. Doris iba a acompañarle en un recorrido por la zona aquella tarde a las cinco y media, cuando los perros y sus dueños en pleno estarían en la calle.
Cuando terminó la ronda de la mañana recordó que quería impresionar al concejal con lo sucia que estaba la calle, y se preguntó si no debería dejar otra vez en su sitio las cuatro o cinco botellas que había recogido. Pero no tenía el valor de cometer el delito por el que protestaba y, en su lugar, decidió guardar las botellas a modo de prueba. Volvió a casa y le contó el plan a Harvey.
– ¿Debería colocarlas encima de la mesa del comedor? Pero entonces tendré que lavarlas. Quedarían mucho más convincentes de esa manera que si están en el fondo de una bolsa de basura.
– ¿Qué vas a servir? -preguntó Harvey.
– No había pensado en eso.
– Es una broma, Doris.
Pero Doris no bromeaba. Se decidió por Perrier.
– No querrá tomar alcohol estando de servicio, por supuesto -comentó-. Creo que le ofreceré un café y unas pastas.
– ¿Y si está siguiendo la dieta Atkins o algo así?
– Calla ya, Harvey. No tiene que comérselas. Con que estén ahí basta.
Y Doris, al igual que Polly, se fue a trabajar llena de esperanza y expectación.

«Sin arrepentimientos»
Esa noche, Polly y Chris quedaron a cenar en el Café Luxembourg, y Polly insertó comas en el número de su revista con más generosidad de lo que lo hacía normalmente. El mundo estaba lleno de posibilidades. Su jefe le elogió el bolso -que a Polly le dio vergüenza reconocer que había adquirido en un puesto callejero- y luego le pidió que se pensara cuándo quería cogerse sus dos semanas de vacaciones. ¿Quién sabe?, pensó Polly. Puede suceder cualquier cosa. Al salir del trabajo fue a cortarse el pelo. La peluquería estaba en la segunda planta de un edificio en la esquina de la calle Sesenta y una con Madison, frente a Barneys. Cortarse el pelo era una de las actividades favoritas de Polly, así que caminó alegremente por Madison Avenue, a pesar del calor, alejándose de su oficina y mirando escaparates por el camino. Su idea era llegar con tiempo suficiente para coger el ascensor hasta la séptima planta de Barneys, donde estaban los artículos menos caros, luego ir a la zona de rebajas y pasar una apasionante media hora de compras, con la tranquilidad de no tener tiempo para probarse nada, y mucho menos para comprarlo. A Polly le encantaba el sordo bullicio de los demás compradores, la magnífica simetría de los percheros cargados de ropa, la excepcional y embriagadora sensación de conseguir una ganga. Pero nada de gangas en Barneys ese día, así que Polly bajó en el ascensor, deteniéndose en cada planta de lujosas exquisiteces con sensación de serenidad y virtud, y cruzó la calle para sentarse cómodamente en una silla grande, cerrar los ojos y relajarse a la vez que el agua templada y unas manos competentes cumplían con su función de arreglarle el pelo.
Mientras Gian Carlo, su peluquero, cortaba y hablaba de la casa que acababa de comprarse en Italia, Polly se sumía en un mar de tranquilidad con el zumbido de los secadores y el chasquido de las tijeras. Fuera el sol era cegador y hacía bochorno, pero dentro había aire acondicionado y unas chicas ofrecían café o empujaban enormes y silenciosas escobas.
– Quiero parecer más sofisticada -dijo.
– Quieres decir más interesante.
– Bueno, no exactamente.
Él le cortó el pelo como siempre.
– ¡Sin arrepentimientos! -dijo.
– Sin arrepentimientos -replicó Polly.
Le parecía maravilloso el ruido del salón, la húmeda tarde de verano cerniéndose al otro lado de los ventanales de cristal, el grueso cepillo redondo deslizándose por su cabello, las tijeras arañando con suavidad. Había un cuenco con caramelos en el mostrador que tenía delante. Recordó las veces que acompañó a su padre a la barbería de pequeña. Le gustaba ver los peines a remojo en un tarro lleno de un líquido color aguamarina. Procuraba no pensar en la cena con Chris. Estaba demasiado emocionada para su amor propio.
Gian Carlo empezó a secarle el pelo, moviendo el aparato alrededor de su cabeza, sumergiéndola en su bramido y en la ráfaga de aire caliente que interrumpía el delicioso frescor de la habitación.
– Bellissima -dijo Gian Carlo.
Entonces, como si eso fuera una orden, todos los secadores se pararon. El ruido, todo el ruido de todos los secadores, cesó. Paró la música. Se fue la luz.
Polly notó cómo lentamente les invadía la abrumadora confusión de una emergencia. Empezó a oírse un callado murmullo que fue creciendo hasta convertirse en un fuerte parloteo a medida que las mujeres con trozos de papel de aluminio en el pelo se levantaron a mirar por la ventana. Polly entre ellas. Los semáforos no funcionaban. Salía gente de otros edificios mirando a su alrededor con una extraña expresión de desconcierto. Las mujeres que estaban a ambos lados de Polly sacaron sus teléfonos móviles. Otra vez no, pensó Polly con desesperación. Otra vez no. Cogió también su móvil, preguntándose dónde habrían golpeado los terroristas. Llamó a George, pero su teléfono no tenía línea. Nadie tenía línea en su móvil. Los teléfonos del mostrador no funcionaban. El ascensor no se movía.
Polly permaneció con todas las señoras y todos los peluqueros mirando por los enormes ventanales. Trataba de respirar con normalidad. El pelo húmedo había empapado la toalla. Tenía la espalda mojada y tiritaba.
– A lo mejor es sólo en este bloque -dijo alguien. Pero era evidente que no.
– A lo mejor es sólo en el East Side -dijo alguien más.
– A lo mejor no es nada.
La gente murmuraba incoherencias. A lo mejor esto, a lo mejor aquello. Polly se vio en el espejo, una cara pálida y desconcertada por encima de una bata de nailon marrón.
Alguien del mostrador de entrada había echado a correr escaleras abajo. Polly se quedó paralizada delante de la ventana. Vio a la joven recepcionista, que se llamaba, creía ella, Jiffy, un nombre inolvidable en opinión de Polly, correr hacia un coche y quedarse unos minutos junto a la puerta abierta. Quizá Jiffy entre en el coche, pensó Polly vagamente. Y se vaya a casa.
Jiffy volvió a subir y entró en el salón casi con aires de frenética importancia.
– ¡No son terroristas! Eso han dicho. Lo han dicho por la radio. Eso han dicho.
Hubo más murmullos incoherentes entre las mujeres con el pelo húmedo. Los peluqueros, agitando los cepillos como si fueran batutas, no paraban de hacer preguntas.
– Lo he oído por la radio. Es sólo un apagón, han dicho.
– ¡Sólo! -dijo alguien.
– Es en toda la Costa Este. Y muy al oeste…
Un apagón, pensó Polly, soltando el aire de golpe. Un apagón. Como si la Costa Este entera se hubiera desvanecido.
– Cuánto lo siento -dijo Gian Carlo, mirando el secador inservible cuando Polly volvió a sentarse en la silla. Le aplicó un poco de fijador en el pelo y se lo recogió en una cola de caballo.
– Gracias -dijo Polly. Se sentía aliviada, y un poco aturdida.
Gian Carlo se encogió de hombros.
– Con tanta humedad -advirtió con tristeza- se te encrespará. -Pero él también parecía aliviado.
– Sin arrepentimientos -apuntó Polly. Pagó, preguntándose por qué el lector de tarjetas de crédito sí funcionaba, y bajó las escaleras.
Simon pudo subir a un autobús abarrotado de gente. Agitado, sudando, se puso el maletín entre los pies. El aire acondicionado no era suficiente para combatir el calor generado por aquella multitud de cuerpos nerviosos que hablaba entre dientes. Para cuando llegó a casa, aproximadamente una hora después, tenía la chaqueta empapada y pegada al cuerpo. Había querido quitársela casi en cuanto subió al autobús, pero no se atrevió a empujar a los que tenía a su alrededor para poder hacerlo. Asió la barra de arriba, apoyó la cabeza en el brazo y escuchó el excitado murmullo que había en el autobús. Imaginó a Jody, que daba clases privadas durante el verano, agarrando de la mano a algún chiquillo asustado, ayudándole a bajar las escaleras en penumbra de algún edificio de piedra hasta el caos que reinaba en la calle. ¡Qué preocupados debían de estar sus padres sin poder utilizar los móviles! No podía imaginar al niño sino como un niño genérico, ni chico ni chica, llevando un pequeño estuche de violín con una manita y agarrando con la otra la mano de Jody más grande y tranquilizadora. Era una imagen conmovedora: Jody conduciendo al inocente sin rostro por las oscuras escaleras, y los desesperados padres gritando impotentes a sus teléfonos móviles. La población de la Costa Este de Estados Unidos estaba dividida porque nadie tenía un anticuado teléfono que no necesitara enchufarse a la red eléctrica. Nadie salvo Simon, cuya oficina, que dependía del ayuntamiento de la ciudad, estaba dotada con el equipamiento más viejo y anticuado. Por esa razón él pudo llamar a sus padres a Portland, Oregón, para decirles que no se preocuparan al tiempo que se tranquilizaba a sí mismo. También llamó a Jody, sabiendo que no le funcionaría el teléfono, sabiendo que no podría dejarle un mensaje de ánimo en su buzón de voz.
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