El chaval niega con la cabeza.
El tío del peluche mira a Sheila.
Y Sheila dice:
– Peor.
Yo le tiro el rotulador de vuelta a Sheila y digo:
– ¿No quiere publicidad? Eso le dará algo de publicidad.
Sheila deja que el rotulador aterrice en el suelo junto a sus pies. Al lado del rotulador, el tío ha dejado caer el peluche que siempre lleva agarrado, y lo que había escrito en el mismo se queda todo emborronado y desdibujado por la loción infantil del suelo.
El tío del peluche se escupe en los dedos y se frota la frente.
– Tú -dice-. Tú violaste a la madre de este chaval. La drogaste y le arruinaste la vida.
El chaval número 72 dice:
– ¿Cómo es eso?
Sheila levanta una mano para mirarse el reloj de pulsera y dice:
– Caballeros, ¿me pueden prestar atención…?
Y claro, todos los tíos levantan la vista. Los tíos miran para oír mejor. Levantan los brazos para quitar el sonido de algunos de los televisores. El ruido de ladridos y de sirenas desaparece.
El tío del peluche se larga al baño echando humo, apartando a codazos a todo el mundo. Chapoteando en el suelo con los pies descalzos.
– Necesito a los siguiente actores -dice Sheila, contemplando su lista.
Y el chaval número 72 me pregunta:
– ¿A quién drogaste?
Hablándonos a gritos, vociferando en medio del silencio, el tío del peluche dice:
– Despierta ya, idiota. Ese cabrón es tu padre.
– Número 569… -llama Sheila-. Número 337…
En la puerta del cuarto de baño, el tío del peluche se abre paso a empujones por entre los tíos que hay ahí, resbaladizos de tanta loción infantil que llevan y petrificados como estatuas para oír mejor.
Sheila se agacha para agarrar el rotulador que tiene a los pies. Se pone de pie y dice:
– Y número 137…
Yo le digo al chaval:
– No pienso morir por esto de hoy.
El chaval número 72 se inclina para agarrar el peluche allí donde ha aterrizado sobre el suelo grasiento.
Y en el cuarto de baño, mirándose al espejo que hay encima del pequeño lavabo, el tío del peluche se pone a chillar.
EL SEÑOR 72
La chica del cronómetro no para de llamar al tío que hacía de Dan Banyan hasta que este sale por la puerta del baño con agua cayéndole por la cara, espuma de jabón en la línea de nacimiento del pelo y lo que le queda del pelo pegado a los lados de la cabeza. La chica del portapapeles está de pie en lo alto de las escaleras, perfilada sobre el fondo de la puerta abierta. Sobre esas luces del decorado que son demasiado fuertes para mirarlas directamente. Por detrás de ella, la luz danza alrededor de su silueta oscura. La chica no para de llamar a Dan Banyan por su número, el 137, hasta que él empieza a subir las escaleras, sin dejar de restregarse contra la frente puñados de toallitas de papel mojadas.
Todos los tíos miran a otra parte, apartando la vista de la luz y de la imagen del Detective Dan Banyan sorbiéndose la nariz, secándose los ojos con las dos manos, con los hombros caídos hacia delante y temblorosos, mientras dice «… no es verdad…» entre inhalaciones profundas que se le entrecortan y se le atascan en la garganta.
Para mirar a otra parte, yo me agacho, estiro una mano hasta el suelo y recojo el perro de los autógrafos de donde se le ha caído. Pero es demasiado tarde, y la loción que alguien llevaba en los pies, o bien algún refresco derramado, o bien los meados fríos traídos a rastras del lavabo, algo ha empapado el perro de peluche y ha emborronado los nombres de Liza Minnelli y Olivia Newton-John. La piel del perro está llena de manchurrones y de formas oscuras y manchas que parecen hematomas.
Cuando no mira nadie, el número 137, el que hacía de Dan Banyan, se sumerge en la luz y desaparece, con la frente todavía hecha un desastre como resultado de que el señor Bacardi ha escrito en ella las siglas «VIH».
En su perro, ya no se puede leer cuánto le quiere Julia Roberts. El cuerpo de lona está mojado, frío y pegajoso al tacto, y allí donde lo toco se me ponen negros los dedos.
Dirigiéndome al señor Bacardi, le digo que Dan Banyan va a querer su perro. Para que mi madre le escriba un autógrafo, le digo.
El señor Bacardi se limita a mirar la puerta después de que esta se cierre, la cima de las escaleras donde acaba de desaparecer Dan Banyan. Sin dejar de mirar esa puerta, el señor Bacardi dice:
– Chaval, tu viejo, ¿alguna vez tuvo la clásica conversación sobre sexo contigo?
Yo le digo que no es mi padre. Y le sigo ofreciendo el perro, pero él no lo coge.
Sin dejar de mirar la puerta, el señor Bacardi dice:
– El mejor consejo que me dio nunca mi viejo fue el siguiente. -Y sonríe, sin quitar la vista de la puerta-. Si te afeitas el pelo que rodea la base de la polla, la tengas blanda o dura, te parecerá cinco centímetros más larga. -El señor Bacardi cierra los ojos y niega con la cabeza. A continuación los abre y se me queda mirando, mira el perro que tengo en la mano y dice-: ¿Quieres ser un héroe?
En el perro, la humedad sigue disolviendo las palabras, convirtiendo a Meryl Streep en un mero amasijo de tinta roja y azul, en moretones purpúreos del color de las manchas de la madera, como las marcas de pinchazos y el cáncer de piel que mi padre adoptivo pintaba en los yonquis diminutos de sus maquetas ferroviarias.
Extendiendo los dedos de una mano, haciendo un gesto con la mano para mostrarme todo el sótano, el señor Bacardi dice:
– ¿Quieres salvar a todos estos tíos que hay aquí?
Yo solo quiero salvar a mi madre.
– Entonces -dice el señor Bacardi-, dale esto a tu madre. -Y se da un golpecito con el dedo en el corazón de oro que le cuelga del cuello. La cadenilla tensada al máximo, rígida como el alambre, para rodearle el cuello enorme, y el corazón apoyado en su garganta, tan prieto que cuando habla sus palabras hacen que el corazón de oro traquetee y dé saltos-. Dale esto -dice el señor Bacardi, haciendo bailar el corazón-, y saldrás de aquí convertido en un hombre rico.
Ya, seguro.
Cometí la equivocación de contarles a mis padres adoptivos lo de este rodaje de hoy y ellos me pusieron de inmediato la bota sobre el cuello, diciéndome que si me atrevía a salir hoy de casa me desheredaban. Que cambiarían la cerradura y llamarían a Goodwill para que mandaran un camión a buscar mi ropa y mi cama y mis cosas. La cuenta bancaria que tengo necesita la firma de ellos para que yo pueda sacar dinero, ya que se supone que es para pagar la universidad. Después de que mi madre adoptiva contara que me había sorprendido con la muñeca inflable de segunda mano de Cassie Wright, esa fue la condición que pusieron para dejarme tener una cuenta de ahorro. Todo el dinero que ganara cortando céspedes o paseando perros lo tenía que meter en esa cuenta, donde no lo puedo gastar sin el visto bueno de ellos.
Mientras le cuento esto al señor Bacardi, me dedico a avanzar hacia la comida que nos han puesto. Las salsas y las golosinas. Después de comprarle estas rosas a mi madre, no me queda lo bastante para una pizza grande. Mientras me atiborro de nachos y de palomitas al queso, le cuento que mi plan era aparecer hoy aquí y rescatarla, salvar a mi madre y mantenerla para que no se vea obligada a hacer porno, lo que pasa es que ahora mismo no puedo ni pagarme la cena.
Untando galletas saladas de crema de queso, mojando barritas de apio en salsa ranchera, continúo hablando, diciéndole al señor Bacardi que lo que hay en esa bolsa de papel marrón que tiene mi número escrito, el 72, es lo único que poseo en el mundo.
Manteniendo en equilibrio el ramo de rosas, me dedico a pinchar salchichitas de Frankfurt con palillos.
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