Chuck Palahniuk - Snuff

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Seiscientos hombres, una reina del porno y un récord mundial que hará historia.
Cassie Wright, legendaria actriz porno, decide culminar su carrera batiendo el récord mundial de sexo en grupo al estar con seiscientos hombres y filmarlo. Todos desconocen que la actriz tiene la intención de morir durante la grabación y así desanimar a aquellas que quieran batir su marca. Esta novela incendiaria se basa en todo lo que dicen, piensan y hacen los señores 72, 137 y 600, que esperan su turno en una habitación.

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– No me propuse nunca ser estrella del porno…

La señorita Wright me contó que un truco francés clásico era empapar una toallita con leche fría y aguantártela varios minutos sobre la cara. A continuación, empapabas una toallita en té caliente y te cubrías la cara. La proteína fría de la leche y los antioxidantes calientes del té aumentaban la circulación sanguínea de la piel y te ponían lustrosa.

Le iban cayendo hilos trenzados de sudor por los muslos desnudos. Dejando manchas de humedad en el colchón de toallas amontonadas. Y la señorita Wright dijo:

– ¿Tú querías a tu mamaíta?

Y yo agarré el borde de la cera azul. Desprendiendo una punta de la misma. A continuación di un tirón de una tira larga de la cera azul oscura y rígida. Arrancando una franja de alfombra rubia con las puntas canosas. Y le di un bofetón fuerte a la piel.

Debió de doler, porque a la señorita Wright se le llenaron los ojos de lágrimas.

De la cintura para abajo, reducida a una niña. Suave como el culito de un bebé.

Por todas partes brotaban motitas de sangre. Cada folículo era un puntito de color rojo.

Di otra bofetada para matar el dolor y una lágrima mezclada con rímel asomó en un ojo de la señorita Wright y le trazó una línea negra por la cara. Así que le di otra bofetada más fuerte, dejándonos a las dos salpicadas de su sangre.

21

EL SEÑOR 600

El tío del peluche y Sheila parecen uña y carne. Culo y mierda. El tío le está tocando las tetas y el pelo. Sheila está rajando de mí con el tío. Señalándome con el dedo. Despotricando a sus anchas.

El tío de la tele no para de tocarse la cabeza y de soltar pelos. Con las venas hinchándosele en la cara, todas ramificadas, rojas y tal. Con los ojos todos saltones, inflados a punto de salirse de las órbitas. Los ojos todos inyectados en sangre, lagrimeando al parpadear. El sudor empapándole la línea de nacimiento del pelo, pegado al cuello y la frente.

El tío del peluche no está muy bien.

Unos síntomas que no consigue cubrir ni siquiera su bronceado oscuro y glaseado de Palm Springs.

Esas pruebas que les ha hecho hacer Sheila a los tíos, esos informes médicos que han tenido que traer la mayoría de los tíos, nada de eso es del todo fiable. Las gomas se rompen. Se rumorea que ni siquiera las gomas son lo bastante gruesas como para detener un virus.

Al caminar, doy los mismos pasos que esos tigres que están en el zoo, serpenteando por entre la gente. Trazando círculos amplios alrededor de la sala, me abro paso por entre nubes de hedor a loción infantil y colonia Stetson, con cuidado de no patinar sobre las pisadas aceitosas que dejan los tíos que intentan ir relucientes.

Al tío del peluche no lo han enculado un millón de tíos enfermos y sedientos de sexo para que después él me pase sus problemas a mí. Vale, puede que yo vaya el último después de seiscientos tíos, pero no pienso ir de comparsa de él. Me parece muy bien que mate a una chati que se quiere morir, pero a mí no me va a matar. No para poder tener trabajo durante los próximos dos años.

Hay un chiste que cuenta la gente. Dice así: «¿Cuántas pelis guarras de maricones terminan siendo películas snuff?». La respuesta es: «Si esperas lo suficiente… ¡todas!».

Pues ese chiste… no es ningún chiste.

Sheila y el tío del peluche me siguen mirando. Rajando entre ellos.

Algo más lejos, el chaval número 72 mira la pastilla para empalmarse que tiene en la mano y se pone a darle vueltas.

En los televisores, Cassie está desnuda y bajando por una cuerda de sujetadores y otras cosas enredadas, escapándose por una ventana y aterrizando en la hierba, al aire libre, de noche. Sin más ropa que unos zapatos de tacón de aguja y unos pendientes colgantes, echa a correr perseguida por un grupo de perros Doberman de esos que tienen las orejas puntiagudas y en medio del estruendo de las sirenas. Los reflectores barren la hierba y la noche y tal.

El tío del peluche se ríe. Sheila se ríe. Los dos me están mirando.

No, ya no soy todo lo joven que era, pero no tengo por qué aguantar una falta de respeto tan grande. Mi nombre está ligado a una parte de la financiación de este proyecto. Mis años de trabajo han contribuido a costear los nachos y las demás cosas que se están zampando. El alquiler de este lugar. Han pagado esa cama que los tíos están descuajaringando ahí arriba. Todo lo cual parece indicar que me merezco cierto respeto.

El chaval número 72, el muy atontado, está ahí plantado mirándose la pastilla que tiene en la mano, mirando cómo Cassie corre entre ladridos perseguida por todos esos perros.

Yo me paro al lado del chaval y le digo:

– Eh, ¿has venido aquí hoy planeando morir?

Le digo:

– Pues claro que no. Ni yo tampoco.

Le digo:

– El tío del peluche que hacía de Dan Banyan nos va a mandar a los dos al otro barrio.

Le digo que tengo un plan, y que me siga. Los dos caminamos, con aire inocente, hasta donde el tío y Sheila están charlando. Ella con su portapapeles en la mano. Él aguantando el peluche ese que tiene el nombre de Britney Spears.

Le digo a Sheila que la crema bronceadora ha empezado a cubrirme el número que llevo en el brazo y le pregunto si me deja un momento el rotulador para hacerme un retoque rápido del «600».

Sheila se me queda mirando y tuerce una comisura de la boca para enseñar los dientes de ese lado. Los orificios nasales tan dilatados que los conductos que llevan el aire a su cabeza se ven tan rosados como conchas marinas hasta llegarle al mismo cerebro. Sheila saca el rotulador de la parte superior de su portapapeles y me lo ofrece.

Yo lo cojo y le digo:

– Gracias, cariño.

Sheila no dice nada. Ella y el tío del peluche no dicen ni una palabra. Tampoco se ríen. Esperan a que me aleje para volver a mirarse y rajar.

Para engañarlos, doy un par de pasos, seguido por el chaval. Los dos giramos para ponernos detrás de Sheila, con aire despreocupado. Yo le quito el tapón al rotulador y me escribo un «600» nuevo en el brazo, por encima del viejo. Me lo cambio de mano y me escribo en el otro brazo.

El chaval está mirando cómo su madre intenta trepar por un árbol enorme, desnuda y con tacones altos, la escena filmada desde un ángulo muy bajo, con los perros ladrando alrededor del árbol y los guardias de seguridad llegando al lugar. La línea del bronceado del tanga de Cassie está perfilada con un toque de sol de Acapulco, un par de semanas de bronceado beige de Monterrey y en los bordes los restos de color rojo intenso de un fin de semana perdido en Tijuana.

Con un solo paso, me pego a la espalda del tío del peluche y le meto la mano libre por debajo del brazo, desde detrás. Esa mano mía serpentea hasta su nuca y le rodea el pelo ralo del pescuezo con los dedos. Echándome hacia atrás, lo agarro por la nuca, mientras él manotea con el brazo libre. Los pies del tío resbalan sobre el suelo manchado de aceite infantil, pataleando sin tracción, mientras yo le llevo el rotulador hasta la cara y le escribo lo que tengo planeado. Tres letras enormes en toda su frente de estrella de la tele. Mis músculos se relajan y él se desase y se da la vuelta para plantarme cara.

Todo tarda menos en pasar de lo que se tarda en explicar.

Toda la parte delantera de mi cuerpo, mi pecho y brazos y abdomen, quedan pringados del sudor del tipo.

El tío del peluche, rojo como un tomate, mirando el rotulador que tengo en la mano, dice:

– ¿Qué has escrito?

Se lleva las dos manos a la frente, frotando y buscando el color negro en las yemas de sus dedos. Restregándose con las dos manos, dice:

– Has escrito «GAY», ¿verdad? -Mira al chaval número 72 y dice-: ¿Ha escrito «GAY»?

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