En el señor Totó, al lado del autógrafo falso de Gloria Grahame, dice: «¡¿Qué chica podría decirte nunca que no?!».
Mirando cómo el copo blanco traza una parábola y desaparece bajo la luz parpadeante de los monitores, la coordinadora de actores dice:
– Uso el champú de ella…
Y señala con la cabeza la película que están pasando en la pantalla de más arriba, donde Cassie Wright está atrapada en un futuro de ciencia ficción distópica. De acuerdo con la premisa, la guerra y los residuos tóxicos han acabado con todas las diosas del sexo salvo ella. En calidad de única buenorra superviviente, tiene que llevar incómodos tangas, sujetador con relleno y tacones altos y follarse o chupársela a todos los tíos del malvado gobierno fascista, cuasirreligioso, teocrático e inspirado en el Antiguo Testamento. La película se llama El cuento sucio de la criada .
Un clásico del porno con contenido social.
– Así es como conseguí este trabajo -dice la coordinadora-. Durante la reunión para venderle el proyecto, la señorita Wright me olió el pelo.
Yo también lo uso, le digo, y me toco el pelo que llevo peinado de un lado a otro del cuero cabelludo.
– Me lo he imaginado -dice ella, con el ceño fruncido-. O eso o te están dando quimioterapia o tienes alguna enfermedad terrible y mortal.
No, le digo. Es nada más el champú.
– Estás equivocado -dice ella.
Vale, le digo, tal vez puse el culo para un ejército de desconocidos en alguna peli nada memorable de gang-bang , pero no tengo ninguna enfermedad terrible. Sepultado en alguna parte entre los papeles que lleva en el portapapeles, ella puede encontrar mi informe médico sobre enfermedades de transmisión sexual.
– No -dice ella. Leyendo los nombres e inscripciones garabateados en la piel de lona blanca del señor Totó, la coordinadora dice-: No fue Martha Graham. Fue Agnes De Mille.
En el señor Totó, escribí su autógrafo con una sola «L». «Agnes de Mile». Lo cual me delata sin remedio.
No pasa nada, le digo. En mi vida he estado equivocado sobre casi todo.
Podéis estar seguros de que no les conté toda la historia de mí, de mi querido padre y de toda esa encantadora, encantadora llanura de Oklahoma, llana hasta donde alcanza la vista. Me podéis preguntar por ella, pero me la estoy guardando para Charlie Rose. Barbara Walters. Larry King. O bien Oprah Winfrey. Nadie que no sea un dios certificado de los programas de tertulias va a diseccionar mis partes íntimas.
Esperando el autobús Greyhound, mi padre no paraba de decirme que le escribiera. Que en cuanto me instalara en California, tenía que mandarles una postal para darles mi dirección postal a él y a mi madre. Por supuesto, me dijo que les telefoneara, que los llamara a cobro revertido si no había más remedio. Y que lo hiciera enseguida, nada más llegar a Los Ángeles, para que mi madre no se preocupara.
Padres. Madres. Con todos sus cuidados y atenciones. Siempre te acaban jodiendo la vida.
La coordinadora de actores se queda muy quieta, con los hombros echados hacia atrás, para que yo le pueda coger con los dedos los copos blancos como virutas de cera que tiene en el jersey. En sus ojos danzan pantallitas diminutas reflejadas con la imagen de Cassie Wright. En calidad de última buenorra del futuro de ciencia ficción, para su propia protección, Cassie solo puede aventurarse en público llevando una capa ondeante y un sombrero de ala ancha. Casi un hábito de monja, pero en rojo.
Una voz dice:
– Asegúrate de que lleva condón, Sheila.
Es una voz de hombre. Branch Bacardi se ha detenido a nuestro lado, metiendo estómago hasta el mismo espinazo, aunque aun así la piel le cuelga por encima de la cintura elástica de los calzoncillos de satén rojo de boxeador.
Sheila no dice palabra. No siquiera se digna mirarlo.
Bacardi me señala con el pulgar y dice:
– Ese es de la acera de enfrente, chata.
Bacardi cruza los brazos sobre el pecho afeitado. Sonríe, pasándose la lengua por los dientes de encima, guiña el ojo y dice:
– Pero si quieres que te hagan bebés, yo soy tu hombre.
Y el horror de jersey de polialgodón negro tejido en canalé de la coordinadora de actores se estremece. Sus hombros se estremecen y ella cierra los ojos mientras dice:
– Violador.
En Oklahoma, mi graduación del instituto había sido un sábado por la noche, y lo que voy a contar pasó el lunes por la mañana. Acababa yo de entrar en el campo de fútbol americano, vestido con mi toga negra y mi birrete, y de aceptar mi diploma de manos del superintendente Frank Reynolds.
Y poco después me encontraba de pie al lado de mi maleta, regalo de graduación comprado por catálogo. Tanto mi padre como yo contemplábamos la carretera con los ojos fruncidos.
Y mientras esperábamos a que apareciera aquel autobús, mi padre dijo:
– Escribe si conoces a alguna chica especial.
Un par de copos de caspa después de que Branch Bacardi se haya alejado, la coordinadora de actores dice:
– Él la presionó para que abortara. Le dijo que se lo pagaría. Dijo que un bebé le estropearía las tetas y que acabaría con su carrera en el cine.
La coordinadora dice que debe recoger las bolsas de papel marrón de los tres hombres que están con Cassie Wright en el set. Que debe llevarles su ropa y sus zapatos.
Al otro lado de la sala, el joven actor mira la pastilla que tiene en la palma ahuecada de la mano.
Solo para incordiar, le pregunto por qué nunca volvemos a ver a ninguno de los que han sido llamados al set. ¿Acaso esto es una enorme película snuff del rollo viuda negra? ¿Acaso en el set hay alguien que mata a cada uno de los seiscientos actores justo después de que eyaculen?
Es broma, le digo.
Pero la coordinadora se limita a mirarme durante uno, dos, tres copos de caspa, mientras yo se los cojo con las yemas de los dedos y se los sacudo de encima. Cuatro, cinco, seis copos más tarde, ella dice:
– Sí. En realidad esto es un complejo plan para robar ropa usada de hombre.
Mientras voy pellizcando copos blancos, le pregunto a la coordinadora por qué no se limitan a cambiarle el número a un mismo actor y a hacerlo pasar por el set varias veces. Solamente tienen que filmarle el brazo, cada vez con un número distinto. De esa manera, el joven, el número 72, podría marcharse. La producción entera no dependería de mantener a todo el mundo contento y atrapado aquí dentro.
Sosteniendo con la mano su portapapeles de manera que el extremo inferior del mismo le queda apoyado en el vientre, ella saca el grueso rotulador negro de la pinza. La coordinadora blande el rotulador junto a su cara, a un lado de sus ojos, y dice:
– Tinta indeleble.
Aquella mañana de lunes en Oklahoma, mirando al sol y a lo lejos con los ojos guiñados, con las lágrimas saltándole bajo el olor ondulante del asfalto recalentado, mi padre dijo:
– ¿Sabes cómo va, no? Lo de estar con una chica… -Dijo-: Me refiero a lo de protegerte.
Le dije que lo sabía. Lo sé.
Y él me dijo:
– ¿Lo has hecho?
¿Llevar condón?, le pregunté. ¿O estar con una chica?
Y él se rió, dándose una palmada en el muslo, levantando una nubecilla de polvo de los vaqueros, y dijo:
– ¿Para qué ibas a llevar condón si no has estado con una chica?
Oklahoma nos rodeaba por completo, el mundo se extendía alrededor del punto donde estábamos de pie, del arcén de grava de la carretera, a solas él y yo, y entonces le conté a mi padre que nunca iba a conocer a la chica adecuada.
Y él me dijo:
– No digas eso. -Sin dejar de mirar el horizonte, dijo-: Solo tienes que darte un poco de ánimos.
Este rotulador negro, dice la coordinadora, no se puede lavar. No se va frotando. En cuanto ella te escribe un número en la piel, ya es tan permanente como un tatuaje durante lo que tarda aproximadamente en gastarse una pastilla entera de jabón de tu ducha.
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