Chuck Palahniuk - Snuff

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Seiscientos hombres, una reina del porno y un récord mundial que hará historia.
Cassie Wright, legendaria actriz porno, decide culminar su carrera batiendo el récord mundial de sexo en grupo al estar con seiscientos hombres y filmarlo. Todos desconocen que la actriz tiene la intención de morir durante la grabación y así desanimar a aquellas que quieran batir su marca. Esta novela incendiaria se basa en todo lo que dicen, piensan y hacen los señores 72, 137 y 600, que esperan su turno en una habitación.

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Volviendo a meter el rotulador debajo de la pinza de portapapeles, ella dice:

– Confío en que tengas muchas camisas de manga larga.

Las piedras y el sol. El autobús Greyhound que no llegaba. Toda mi ropa doblada y bien colocada en mi maleta. Me tendría que haber callado. Tendría que haber cambiado de tema y haberme puesto a hablar del parte meteorológico, o tal vez del precio de la fanega de trigo de invierno. Nos podríamos haber pasado horas hablando de la señora Wellton, que dirigía la oficina de correos, y de su colon espástico. Una línea distinta de diálogo, como por ejemplo los nuevos tractores Massey comparados con los John Deere, un poco de toma y daca sobre lo húmedo que había resultado el verano pasado, y ahora mismo los dos seríamos mucho más felices.

Y aquel autobús Greyhond seguía en alguna parte por debajo del horizonte.

Pero ¿a que no sabes qué? La cagué bien cagada. En los últimos diez minutos antes de irme de casa, le dije a mi padre que era Oklahomo.

Mientras hablo con la coordinadora de actores, me trago otra pastillita. El sudor me cae desde el nacimiento del pelo hasta las cejas, bajándome por las sienes y hasta las mejillas. Las gotas me caen y me dejan manchas oscuras de salpicaduras alrededor de los pies. La piel del cuello me quema de tan caliente que está. La coordinadora de actores me dice:

– Deja esas pastillas. -Dice-: No tienes un aspecto muy saludable.

Yo le digo que no estoy enfermo.

Con el autobús todavía sin venir, mi padre me dijo:

– Es un malentendido, eso que te imaginas que eres. -Escupió sobre la tierra, sobre la grava y la tierra del arcén de la carretera-. Es porque alguien te hizo algo malo cuando eras pequeñito.

Alguien se aprovechó de mí.

– ¿Quién? -dije yo.

– No te pienso dar nombres -dijo mi padre-. Solo te cuento que no eres por naturaleza eso que te imaginas.

¿Quién se aprovechó de mí?, le pregunté yo.

Mi padre se limitó a negar con la cabeza.

Entonces es mentira, le dije yo. Estaba mintiendo con la esperanza de hacerme cambiar. Se estaba inventando una historia para confundirme. Sacándose de la manga una razón por la que yo no podía ser feliz como era. Allí no había nadie que se dedicara a abusar sexualmente de los niños.

Pero él se limitó a negar con la cabeza y dijo:

– No es mentira. -Dijo-: Ya me gustaría que lo fuera.

El autobús seguía sin venir.

– Relájate, tío -dice una voz. Aquí en el sótano, Branch Bacardi me dice-: Como te mueras aquí, como la palmes de un derrame o de un ataque al corazón, esta gente es capaz de tumbarte boca arriba y dejar que Cassie se folle tu polla muerta y tiesa estilo vaquero del revés.

Mientras se aleja, dice:

– No es nada más que un juego de la lotería, esto de hoy.

Sacudiendo copos blancos del jersey de la coordinadora, le comento que existe la posibilidad espantosa de que yo dejara que más de cincuenta desconocidos me follaran el culo solamente para contradecir a mi padre…

El peor de mis temores es que yo dejara que se me follara el equivalente de cinco equipos de béisbol solo para demostrar que mi padre no era un pervertido.

En el mismo instante exactamente en que el autobús aparecía en el horizonte, mi padre me dijo:

– Tienes que confiar en mí.

Yo le dije que estaba mintiendo. Doblé las rodillas lo bastante para agarrar con la mano el asa de la maleta. Luego me incorporé. Le dije que estaba mintiendo para intentar que yo siguiera siendo hetero.

El autobús se hacía más grande con cada palabra.

Él me dijo:

– ¿Me creerías si te contara quién lo hizo?

Quién se aprovechó de mí cuando yo era pequeñito.

Mi otra mano, la que sostenía el billete de autobús, me estaba temblando.

Con el autobús casi delante, en ese último momento que pasamos hablando en Oklahoma, mi padre dijo:

– Fui yo.

Fue él quien se aprovechó de mí.

Mientras hablo con la coordinadora de actores, y le quito copos del jersey, en lugar de una pastilla me meto por accidente un copo de caspa entre los labios. Su piel muerta, correosa por la grasa o la cera. Lo escupo.

Suspendida por encima de nosotros en los monitores, Cassie Wright se pone a rasgar su hábito de monja de ciencia ficción, haciendo tiras largas que a continuación empieza a trenzar con sujetadores y tangas de color rosa pastel y amarillo, formando así una soga para escapar descolgándose por la ventana.

Lo pregunto a la coordinadora si le puedo quitar los copos de caspa del pelo.

Y la coordinadora se encoge de hombros y me dice:

– Solo los que se ven…

En Oklahoma, el autobús Greyhound se detuvo frente a nosotros, yo y mi padre en el centro llano de nuestro estado, y él me dijo:

– Fue una equivocación puntual, chico. -Dijo-: Pero no hagas que dure el resto de tu vida.

Los frenos de aire comprimido pararon el vehículo. La portezuela metálica se abrió como un acordeón. Un peldaño, dos, tres y yo ya tenía los pies a bordo y el conductor ya me estaba cogiendo el billete. Le dije:

– Los Ángeles.

Desde abajo, mi padre me gritó:

– Escribe tal como has prometido. -Dijo-: No vivas algo que no es culpa tuya, chico.

Mis oídos oyendo todo aquello.

La coordinadora de actores mira a Branch Bacardi, no le quita la vista de encima. Solo aparta la vista cuando él le devuelve la mirada, y entonces ella dice:

– Sí, los padres siempre te joden la vida…

Mis pies me llevaron por todo el pasillo del autobús Greyhound hasta atrás del todo. Mi culo me sentó en un asiento.

Mi culo ha trabajado mucho desde entonces.

Mi culo es una estrella de cine.

Pero ¿a que no sabes qué? Nunca escribí a casa.

20

SHEILA

En 1944, mientras estaba rodando la película Kismet , Marlene Dietrich se bronceó las piernas con pintura de cobre. Pintura de color cobre con base de plomo. Y el plomo se le filtró a través de la piel. A punto estuvo de morir de envenenamiento. La señorita Wright me contó esto mientras yo me dedicaba a remover la cera que se estaba derritiendo en un par de cazos.

La señorita Wright se fue quitando de cualquier modo la camiseta de manga larga, los vaqueros y las bragas. Desnuda, la señorita Wright se inclinó para extender una toalla de baño por encima de la mesa de su cocina. Su apartamento de dos habitaciones, con las paredes desnudas atiborradas de agujeros de clavos. Ni un solo mueble salvo un sofá blanco y sucio que se desplegaba para hacer de cama. Dos sillas de cocina de cromo moldeado y una mesa a juego. La señorita Wright extendió una segunda y una tercera toalla sobre la mesa. Y todavía extendió una más encima, hasta formar un colchón grueso de toallas.

Los armarios estaban vacíos. Dentro de su nevera encontrarías tal vez algo de comida para llevar, envuelta en papel de aluminio del restaurante griego que había en la primera planta. Apoyado sobre el depósito de su retrete, su último rollo de papel higiénico.

Con su culo desnudo sentado en el borde de la mesa de la cocina, la señorita Wright me contó que la actriz Lucille Ball se había negado a hacerse la cirugía estética. Nada de liftings para Lucy. Lo que hizo fue dejarse crecer el pelo de las sienes, unos mechones largos y tupidos de pelo que le crecían por encima de las orejas. Antes de hacer cualquier aparición en público, de cualquier trabajo en la televisión o en el cine, Lucy se enrollaba aquellos mechones largos de pelo alrededor de unos palillos de madera. Con un gorro de rejilla bien ceñido sobre la coronilla, Lucy tiraba de ambos palillos hacia arriba y hacia atrás, tensando y estirando la piel caída de las mejillas. Se clavaba los palillos en la rejilla del gorro y luego se ponía una peluca cardada pelirroja para esconder todo el artefacto. Pasada cierta edad, siempre que uno ve a Lucille Ball en las reposiciones de la televisión, haciendo muecas y vociferando para arrancar la risa, sonriendo y con un aspecto maravilloso para su edad, la mujer estaba sufriendo una agonía.

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