Y mirando su cronómetro, la coordinadora dice:
– Vale.
Dice:
– Muy bien.
Suspira y dice:
– Vuelve a mirar.
En lo alto de la escalera, mirando hacia abajo en dirección a los pocos actores que siguen esperando, les digo: Caballeros. Sin más ropa que los calzoncillos, y doblándome por la cintura para hacer una reverencia, extiendo los dos brazos y les digo: ya no están ustedes mirando a un perfecto homosexual.
Con el señor Totó debajo del brazo, y una patata frita detenida a medio camino de la boca, el joven actor número 72 dice:
– ¿Está muerta?
Branch Bacardi dice:
– ¿De qué te ha servido?
Dándose golpecitos con el dedo en la frente, dice:
– No te han podido filmar la cara. Eso quiere decir que te quedas sin publicidad.
Para prolongar el momento, bajo un peldaño de la escalera. En los monitores, Cassie Wright está cogiendo la mano de un actor sordo y ciego. Le dobla los dedos de una manera determinada y se lleva su mano a la entrepierna, mientras dice: «Agua…». Mi escena favorita de Pichas de un dios menor . Bajo otro peldaño y me tomo otro momento. Una pausa larga y silenciosa, y camino tranquilamente por el cemento hasta donde está Bacardi. Sin decir palabra, le hago un gesto con la cabeza al joven para que me entregue al señor Totó.
Todavía en silencio, sonrío y levanto una mano para apartarme el pelo de la cara, dejando al desnudo la piel, sobre la que hay escrito «desVIrHame» en letra de Cassie Wright y con su autógrafo.
Al joven actor número 72 le digo:
– Idea de ella. -Llevándome los dedos de una mano a los labios, tiro un beso en dirección a las escaleras y al set y digo-: Tu madre es un ángel de verdad.
Con el pecho afeitado desnudo, vacío, Branch Bacardi pone los ojos en blanco. El relicario le ha desaparecido, y me dice:
– O sea que has conseguido follártela.
No es por jactarme, pero lo he hecho tan bien que me estoy empezando a preguntar si mi pobre padre del alma que está en Oklahoma no será de hecho el pervertido que confesó ser.
El actor 72 tiene la mano cerrada en torno a algo: el relicario, con la cadenilla colgando entre los dedos. Mira a Bacardi y dice:
– Yo me estoy empezando a preguntar lo mismo.
Desde su atalaya en lo alto de la escalera, la coordinadora grita:
– Caballeros, préstenme atención, por favor…
La hilera de bolsas alineadas contra la pared, la mía sigue entre ellas. La sala está más oscura que cuando salí de ella. La luz de ambiente de los monitores es menos brillante.
El actor 72 dice:
– ¿Señor Banyan? -Abre el puño y lo levanta hasta ponérmelo debajo de la nariz. Sosteniendo un par de pastillas dentro de la palma ahuecada, me pregunta-: ¿Cuál de estas me ha dado usted para tener una erección?
– ¿Pueden venir los siguientes actores? -grita la coordinadora.
Las dos pastillas se ven iguales.
– Número 471… -dice la coordinadora-. Número 268…
Parpadeo. Frunzo los ojos. Me inclino hacia delante demasiado y demasiado deprisa y me golpeo la cara contra la mano del actor:
– No te muevas… -le digo.
Si cierro el ojo derecho, estoy ciego. Abierto o cerrado, no veo nada con el ojo izquierdo. ¿A que no sabes qué? Es ese miniderrame o lo que sea, sobre el que la coordinadora y Bacardi estaban cascando.
En este momento, ahora que tengo a Bacardi metido en un puño, en este momento mágico y resplandeciente en que él me la come, no pienso darle la razón para nada. Me alejo dando tumbos hasta rozar con la cadera el borde de la mesa del buffet. Sin ver nada, bajo el brazo y agarro el primer aperitivo que mis dedos tocan. Me lo meto en la boca y me pongo a masticar. Relajado. Despreocupado.
La coordinadora dice:
– … y número 72.
El joven actor se señala la mano. Dice:
– Deprisa, por favor. ¿Cuál me tomo?
En la mano del joven actor huelo queso cheddar, ajo, mantequilla y vinagre. Y rosas.
Pero no veo nada. La sala está demasiado oscura. Las pastillas son demasiado pequeñas.
El aperitivo que tengo en la boca, y que intento masticar con los dientes, es un condón sin estrenar y enrollado. Lubricado, a juzgar por el sabor, por el sabor amargo de la crema espermicida. Esa sensación resbaladiza del gel lubricante K-Y en la lengua.
La coordinadora grita:
– Número 72, lo necesitamos en el set… ahora. Ya.
Branch Bacardi, todos, esperando.
Así que… señalo una.
– Esa -le digo, sin dejar de masticar, atragantándome con el sabor amargo diseñado para matar el esperma, para impedir la vida, y me limito a señalar una pastilla. Una cualquiera. No importa.
SHEILA
Inclinándome sobre la señorita Wright, con unas pinzas de cromo en los dedos, cerré las puntas afiladas de las mismas alrededor de un pelo de la ceja. Mordiéndome la lengua. Cerrando los ojos con fuerza al tirar del pelo. Cerrando las pinzas en torno a otro pelo fuera de sitio.
La señorita Wright ni siquiera parpadeó. No se inmutó ni se echó hacia atrás en la silla para apartarse. Me contó que cuando alguien llamado Rodolfo Valentino murió de apendicitis, dos mujeres de Japón se tiraron dentro de un volcán activo. Aquel mancha-pañuelos de Valentino era una estrella del cine mudo, y cuando murió en 1926 una chica de Londres se envenenó encima de una colección de fotos de él. Un ascensorista del hotel Ritz de París se envenenó sobre una colcha donde había una colección parecida. En Nueva York, dos mujeres se plantaron delante del Polyclinic Hospital, donde había muerto Valentino, y se cortaron las venas. En su funeral, una multitud de cien mil personas se desmadró y tiró abajo los ventanales del depósito de cadáveres, destruyendo las coronas y los ramos de flores funerarias.
Algún estruja-plátanos llamado Rudy Vallee grabó una canción de éxito sobre ese enciende-mangueras de Valentino. Titulada «There's a New Star in Heaven», «Hay una estrella nueva en el cielo».
Créetelo.
Cuando sus cejas se vieron igualadas, eché un chorro de hidratante en una esponjita y se lo extendí por la frente. Le pasé la esponjita por las mejillas y alrededor de los ojos.
Nuestro equipo de clava-taladros, nuestros seiscientos lanza-sorbetes, seguían en casa, dormidos, a falta de una hora para que les sonaran los despertadores. El día de hoy todavía era oscuro, apenas era el día de hoy. La iluminación ya estaba lista. La película en su sitio. Las cámaras preparadas. Los uniformes nazis alquilados y en sus perchas, todavía enfundados en el plástico de la lavandería. Aquí no estábamos más que la señorita Wright y yo.
Con los ojos cerrados y con la esponja de hidratante dándole tironcitos de la piel en distintas direcciones, la señorita Wright me contó que los empleados de pompas fúnebres arreglan los cadáveres, les aplican maquillaje y los peinan desde el lado derecho, porque es el lado que la gente va a ver en los funerales de ataúd abierto. El director de pompas fúnebres lava el cadáver a mano. Moja bolitas de algodón en insecticida y te las mete por los orificios nasales para evitar que se aposenten ahí los bichos. Con los dedos abre un conducto de ventilación anal para que no se acumule el gas ahí dentro. Debajo de los párpados mete coquillas de plástico, parecidas a pelotas de ping-pong cortadas por la mitad, para evitar que se abran. Aplica cera fundida con un pincel en los labios para que no se despellejen.
Yo me dediqué a ponerle base de maquillaje con una esponja. A aplicarle un tono de bronceado medio alrededor de la boca. A armonizar los contornos de debajo de la mandíbula.
Acomodada en la silla blanca de la sala de maquillaje, con el babero de papel sujeto con pinzas alrededor del cuello, la señorita Wright me contó que un escupe-leches llamado Jeff Chandler estaba filmando una película titulada Invasión en Birmania en 1961, en las Filipinas, cuando se le salió un disco de la columna. Aquel aprieta-salchichas era un tío famoso, rival de Rock Hudson y de Tony Curtis. Grabó un álbum de éxito y varios singles para la Decca. Entró en el quirófano para una rápida operación de disco. Los médicos le cortaron una arteria. Le metieron veintiún litros de sangre, pero aun así aquel mete-churros murió haciendo aquella película.
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