Chuck Palahniuk - Snuff

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Seiscientos hombres, una reina del porno y un récord mundial que hará historia.
Cassie Wright, legendaria actriz porno, decide culminar su carrera batiendo el récord mundial de sexo en grupo al estar con seiscientos hombres y filmarlo. Todos desconocen que la actriz tiene la intención de morir durante la grabación y así desanimar a aquellas que quieran batir su marca. Esta novela incendiaria se basa en todo lo que dicen, piensan y hacen los señores 72, 137 y 600, que esperan su turno en una habitación.

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Sosteniendo el perro mojado de los autógrafos debajo de un brazo, me dedico a rebañar salsa de barbacoa con pan al ajo.

El señor Bacardi no me quita el ojo de encima. Está arrugando la frente y frunciendo la boca. Se lleva una mano al pescuezo. Luego se lleva la otra, hasta que sus dos manos se tocan en la nuca y el pelo de los sobacos le queda al descubierto, canoso y mal afeitado.

– Espera -dice, y la cadenilla que lleva alrededor del cuello se afloja y se abre. El señor Bacardi balancea el corazón de oro, meciéndolo de la cadenilla que le cuelga de la mano. Me lo ofrece a mí y dice-: Ahora quédate esto. Es tu pasaporte a la fama y la fortuna.

Meciendo el corazón de tal manera que centellea bajo la luz de la tele, me dice:

– Imagina no tener que trabajar ni un día más en tu vida. ¿Puedes, tío? Imagina ser rico y famoso de hoy en adelante.

Mi madre adoptiva, le cuento, es una hipócrita total. El día que me pilló con la muñeca inflable, ella venía de su taller de decoración de pasteles. Ella y mi padre adoptivo duermen en habitaciones separadas desde hace una eternidad. Mi madre adoptiva no me deja navegar por Internet, por miedo a que me corrompa más todavía, y su taller de decoración de pasteles ha pagado una visita de un pastelero que hace pasteles eróticos, esos pasteles sexuales de gente desnuda que se hacen en plan de broma, donde en lugar de pedir una esquina de una flor glaseada, todo el mundo suelta el chiste de que quiere el testículo izquierdo. Menuda hipócrita. Después, me la encuentro en la cocina practicando escrotos de fondant hervido y ojetes de cuajada al limón, mezclando colorante alimentario para hacer clítoris y pezones. Desperdiciando litros de crema de glaseado de crema de mantequilla para extender hilera tras hilera de prepucios sobre hojas de papel de cera. Abres nuestra nevera y te encuentras láminas de labios vaginales, trozos sobrantes de muslo o nalga, igual que en la cocina de Jeffrey Dahmer.

Entretanto mi padre adoptivo está en el sótano, modificando diminutas enfermeras alemanas, limándoles los pechos para aplanárselos, pintándoles las uñas para que parezcan sucias y ennegreciéndoles los dientes para convertirlas en prostitutas menores de edad. Mi madre adoptiva se dedica a teñir ralladura de coco para que parezca vello púbico, o a retorcer el extremo de una bolsa de masa para trazar venas rojas por el costado de una tarta de chocolate en forma de pene erecto.

El perro mojado de los autógrafos va soltando un reguero de tinta aguada por mi costado, mi pierna y la parte de dentro de mi brazo.

Y el señor Bacardi dice:

– Cógelo.

Sosteniendo el corazón de oro frente a mi cara, dice:

– Mira dentro.

Con los dedos pegajosos de azúcar en polvo y mermelada de donut, sigo sosteniendo en la mano la pastillita que me ha dado Dan Banyan, en la palma ahuecada de la mano, esa droga para cuando tenga que poner la picha dura. Mientras aguanto como puedo el ramo de rosas, la pastilla para empalmarse y el perro mojado, forcejeo con el corazón de oro hasta abrirlo. Desde el interior, un bebé me mira, un montón arrebujado de piel, calvo, con los labios fruncidos, tan arrugado como la réplica sexual inflable. Ese bebé soy yo.

El corazón sigue caliente debido a la garganta del señor Bacardi. Resbaladizo de su loción infantil.

En el interior del otro lado hay una pastillita. Una simple pastillita de aspecto corriente. Dentro del corazón.

– Cianuro de potasio -dice el señor Bacardi.

Mi madre se morirá sin más. Y esta será la última película de récord mundial de gang-bang que se haga jamás. Ella será una heroína muerta y todos nosotros pasaremos a los libros de historia.

– Y el beneficio añadido -dice el señor Bacardi- es que ya nadie tendrá que ir detrás del tío enfermo del peluche. -Dice-: Estarás salvando vidas, chaval.

Lo único que tengo que hacer es esconder el cianuro entre mis flores, darle las flores y decirle que son de parte de Irving.

– De Irwin -dice el señor Bacardi.

Le digo que tenemos un problema gordo.

El perro mojado de los autógrafos me ha impreso el nombre Cloris Leachman en la piel del costado, aunque del revés. Justo al lado me ha impreso: «Lo eres todo para mí», pero del revés.

– Te juro -dice el señor Bacardi- que es lo que más quiere en el mundo.

El bebé nos está mirando a los dos.

Y yo le digo que no. El problema es la luz, la poca luz que hay aquí. En la palma ahuecada de mi mano, la pastilla de cianuro y la pastilla para empalmarse, no sé cuál es cuál. Cuál es sexo y cuál es muerte: no las puedo distinguir.

Le pregunto cuál le tengo que dar.

Y el señor Bacardi se inclina para mirar, y los dos nos quedamos respirando aire caliente y húmedo sobre mi mano abierta.

23

EL SEÑOR 137

La coordinadora de actores hace lo que puede para enseñarme la puerta. Un par de risas, ni dos caladas de un cigarrillo después de eyacular sobre los encantadores pechos de Cassie Wright, y la coordinadora ya me pone bruscamente en las manos una bolsa de papel con mi ropa. Me dice que me vista. Yo le digo a la señorita Wright cuánto me conmovió su interpretación de una esforzada e imparable maestra intentando cambiar la vida de los alumnos con problemas de una dura escuela de barrio degradado. Estuvo inspirada. Simplemente inspirada. La vulnerabilidad y determinación de su personaje fueron lo mejor que se podía ver en Matas peligrosas .

Más tarde reeditada como Qué rosa era mi valle .

Más tarde reeditada como Dentro de la señorita Jean Brodie .

La señorita Wright soltó un chillido. Soltó un chillido de verdad porque yo conociera la película. Porque yo conociera todas sus películas, desde Ángeles de culo sucio hasta La fuerza del rabino .

Su color favorito es el fucsia. Su olor favorito: sándalo. Su helado: vainilla con frutos secos. Cosas que le molestan: las tiendas donde te piden que dejes tus bolsas en la consigna al entrar.

Al olerme el pelo, ella vuelve a chillar.

Los dos nos ponemos a charlar sobre las diferencias entre las sábanas de algodón y las de mezcla de polialgodón. Cotilleamos sobre Kate Hepburn, ¿es bollera o no? La señorita Wright dice que está claro. Cotorreamos sobre nuestras madres. Durante toda nuestra charla, yo me dedico a tirármela, por la vagina, por el culo, en la mano, entre los pechos. Mientras tenemos nuestro festival de cotilleos, dándole a la lengua sin parar, mi erección se dedica a entrar y salir, entrar y salir.

La coordinadora de actores permanece de pie junto a la cámara, fuera de plano, sosteniendo un cronómetro con la mano.

¿A que no sabes qué? La señorita Wright y yo acabamos de sacar el tema de nuestras dietas favoritas cuando la coordinadora pulsa la parte superior del cronómetro con el pulgar y dice:

– Tiempo.

Un momento más tarde tengo una bolsa de ropa en la mano y ya me están llevando hasta una puerta abierta llena de luz del día. Todavía tengo los calzoncillos en los tobillos, o sea que voy andando como un pato, con mi erección todavía meciéndose delante de mí como el bastón de un ciego, y la coordinadora de actores tiene la jeta de decirme:

– Gracias por venir…

A falta de un empujón para encontrarme en el callejón, desnudo, con la piel todavía caliente de las luces del set, miro en la bolsa y veo un jersey de rugby de dos botones sin marca en tela acrílica, con collar de una pieza y rayas de contraste, mangas ribeteadas y nada ceñida en absoluto, y pongo el pie en el quicio de la puerta.

Esta no es mi ropa. Sí, la bolsa lleva el «137», mi número, pero mi ropa, mis zapatos, el señor Totó, todo ello sigue en la sala de espera. La coordinadora necesita dejarme que vuelva atrás. Si no me deja volver atrás a echar un vistazo, le digo a la coordinadora, pienso llamar a la policía. Dando golpecitos con los pies desnudos en el suelo de cemento del pasillo, espero.

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