Con los ojos cerrados, pestañeando, arqueando las cejas para que yo le pusiera la sombra de ojos, la señorita Wright me contó que el dispara-semillas de Hollywood Tyrone Power cayó muerto de un ataque al corazón mientras filmaba una escena de lucha de espadas en la película Salomón y la reina de Saba .
La señorita Wright me contó que cuando Marilyn Monroe se quitó de en medio, Hugh Hefner compró el nicho del mausoleo de al lado del de ella, porque quería pasar la eternidad acostado junto a la mujer más hermosa que había vivido nunca.
La señorita Wright me contó que el menea-puños Eric Fleming estaba filmando sobre el terreno para su serie de televisión High Jungle cuando su canoa volcó en el Amazonas. La corriente arrastró a Fleming y las pirañas del lugar remataron el trabajo. Con las cámaras todavía rodando.
Créetelo.
Mientras yo me dedicaba a aplicarle el lápiz de ojos, la señorita Wright me contó que al pringa-páginas de Frank Sinatra lo enterraron con una botella de Jack Daniels, un paquete de cigarrillos Camel, un encendedor Zippo y diez monedas de diez centavos para que pudiera hacer llamadas telefónicas. Al humorista Ernie Kovacs lo enterraron con el bolsillo lleno de habanos liados a mano.
Cuando el soba-chichis Bela Lugosi murió en 1956, lo enterraron con su traje de vampiro. Su funeral podría haber sido una de sus películas de Drácula, con sus dientes de vampiro puestos en el ataúd. La capa de satén, todo.
Walt Disney no está congelado, me dijo la señorita Wright. Fue incinerado y sus cenizas selladas en una cripta con las de su mujer. Las cenizas de Greta Garbo fueron echadas al viento en Suecia. Las de Marlon Brando fueron echadas entre las palmeras de su isla privada en los Mares del Sur. En 1988, cuatro años después de morir, Peter Lawford seguía debiendo diez mil dólares a su lugar de descanso final en el Westwood Village Memorial Park, a un tiro de piedra de la mujer más hermosa que había vivido nunca. De manera que fue desahuciado y sus cenizas echadas al mar.
Yo ya le estaba aplicando el colorete con un pincel a la señorita Wright. Perfilando los costados de su nariz con un polvo oscuro. Trazando el contorno de sus labios con lápiz.
Se abrió la puerta que daba al callejón y entraron dos miembros del equipo. Tirando sus cigarrillos detrás de ellos. El técnico de sonido y el cámara, oliendo a humo y a aire frío. La luz del callejón cambió de negro a azul oscuro. Los ecos del ruido del tráfico sonaban como un mar lejano. La hora punta del tráfico matinal.
Mientras yo le aplicaba el color de labios, la señorita Wright me contó que un saca-mantecas llamado Wallace Reid, el apodado «Rey de la Paramount», con su metro noventa de altura, murió intentando quitarse de la morfina en una celda acolchada.
Cuando el cine sonoro le dijo al mundo que la elegante y señorial Marie Prevost hablaba con graznidos de clase baja del Bronx, ella lo dejó todo. Se dio a la bebida hasta matarse. Murió en su apartamento cerrado con llave y su perro salchicha famélico, Maxie, se la estuvo comiendo durante días antes de que el conserje se molestara en llamar a su puerta.
– Marie Prevost pasó de ser la más grande actriz femenina de su momento a ser comida de perro… así -dijo la señorita Wright, y chasqueó los dedos.
El actor de cine Lou Tellegen se arrodilló frente a un saco de sus fotos promocionales y recortes de prensa y se sacó las tripas con unas tijeras. John Bowers se tiró al océano. James Murray se tiró al East River. George Hill se voló los sesos con un rifle de caza. Milton Sills se lanzó con su limusina por la Curva de los Muertos de Sunset Boulevard. La hermosa Peg Entwisde se subió al letrero de Hollywood y se tiró desde lo alto. La modelo de portadas Gwili Andre se quemó viva sobre un montón de sus fotos de revistas.
Una rociada de perfume, unas cuantas pasadas del cepillo y di la tarea por terminada.
La señorita Wright abrió los ojos.
Nada de algodón con insecticida en sus narices. Nada de conducto de ventilación anal. Las lentes de contacto azules, del color del cielo del desierto, le flotaban en los ojos. Nada de pelotas de ping-pong cortadas por la mitad.
El rubio perfecto de Hitler, el estereotipo de muñeca sexual de ojos azules.
La señorita Wright contempló su reflejo en el espejo de encima del tocador. Torció el cuello para ver su perfil derecho y luego el izquierdo. Y dijo:
– Siempre hay formas peores de diñarla… -Su mano sacó un pañuelo de papel de la caja y sus labios dijeron-: He vivido toda mi vida para mí misma. -Con ambas manos tensó el pañuelo y juntó los labios estrujándolos sobre el mismo. Secándoselos. Diciendo-: No es que tenga ni punto de comparación con Joan Crawford.
Sus labios se despegaron del pañuelo de papel, dejando un beso perfecto, y dijo:
– Pero tal vez me ha llegado la hora de hacer algo para el chico.
Extendiendo la mano para coger el pañuelo, yo le pregunté:
– ¿Para su hijo?
Y la señorita Wright no dijo nada. Cogió el pañuelo de papel que había besado con sus labios perfectos. Y me entregó el pañuelo sucio.
EL SEÑOR 600
El tío del peluche se gira de costado hacia mí y tuerce la cabeza hacia el otro lado. El tío se cree que no lo puedo ver, pero de entre los labios pintados se saca un condón masticado y usado. Algún condón viejo que ha llevado puesto o que ha encontrado en el set, no lo quiero saber. Después de ver todas las pelis porno de maricones que he visto, no me sorprende que les ponga cachondos comerse sus propias corridas. O las de cualquiera.
El chaval le está enseñando las dos pastillas, la pastilla para empalmarse y la de cianuro.
El tío del peluche señala. Se encoge de hombros, señala con un dedo y dice:
– Esa, supongo.
Sheila aguanta la puerta abierta, con las luces del set cegándonos. Sheila dice:
– Número 72, únase a nosotros si no le importa… por favor.
El chaval devuelve ese peluche empapado de meados. El chaval tiene los dedos manchados de negro, la piel de los bíceps y los laterales, los oblicuos manchados de negro azulado, del color de esas lesiones que a uno le salen con el sarcoma de Kaposi, el cáncer gay. Los nombres escritos a mano de Barbra Streisand y Bo Derek diluyéndose por toda la mano del chaval. Y el chaval dice:
– Gracias.
En los televisores, es toda mi vida entera lo que me pasa ante los ojos. En uno de ellos, soy un tío rollo presidente taladrando con mi herramienta a la primera dama y a Marilyn Monroe hasta que alguien me vuela la cabeza de un tiro en un descapotable que recorre la calle. En otro televisor soy un repartidor de pizzas adolescente que le trae extra de salami a la residencia de una hermandad femenina de estudiantes universitarias.
El chaval número 72 sube la escalera en dirección a Sheila, que espera en la puerta. En el peldaño superior, se detiene y mira hacia atrás, rodeado de todas esas luces que le hacen parecer flaco. El chaval se mete algo en la boca y echa la cabeza hacia atrás. Sheila le da una botella llena a medias de agua y él se la lleva a los labios, cada trago visible por las burbujas. La puerta se cierra y él desaparece.
El tío del peluche está agarrado al borde de la mesa del buffet, apoyado en ella.
Yo le pregunto si su viejo alguna vez tuvo alguna clase de conversación sobre sexo con él.
El tío del peluche dice:
– ¿Me puedes prestar tu teléfono móvil?
¿Para qué?, le digo yo.
Y el tío del peluche se pone a palpar la mesa con una mano, coge un condón, se lo mete en la boca y lo escupe. Y dice:
– Me gustaría llamar a los refuerzos.
Por supuesto que tengo un teléfono. En mi bolsa del gimnasio. Se lo doy y le cuento que en el instituto yo salía con una chica llamada Brenda, una tía tremenda, estaba buenísima, pero por entonces era una auténtica dama.
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