Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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– ¿Con quién vamos a comunicarnos? -pregunto, y Croze dice que ha de haber más gente en alguna parte.

Entonces me cuenta acerca de los locoadanes. Estaban trabajando con Zeb hasta que los localizó Corpsegur gracias a un locoadán con el nombre en código de Crake, y terminaron como esclavos cerebrales en un lugar llamado la cúpula del Proyecto Paraíso. La opción era eso o ser pulverizados, así que aceptaron los trabajos. Más tarde, cuando llegó el Diluvio y los vigilantes desaparecieron, desactivaron la seguridad y salieron, pero no fue demasiado difícil para ellos porque eran cerebritos.

Me había contado parte de eso antes, pero no había dicho «Proyecto Paraíso» ni «Crake».

– Un momento -digo-. ¿En eso estaban trabajando en la cúpula? ¿En la inmortalidad?

Sí, dice Croze: todos estaban ayudando a Crake con ese gran experimento: una especie de híbrido genético humano perfecto y hermoso que podía vivir eternamente. Eran los mismos que habían hecho el trabajo difícil con la BlyssPluss, pero a ellos no les dejaron tomarla. Tampoco es que les tentara demasiado: te daba el mejor sexo jamás soñado, pero tenía graves efectos secundarios, como la muerte.

– Así es como se inició la pandemia -dice Croze-. Dijeron que Crake les ordenó ponerlo en la pastilla supersexual.

Volví a sentirme afortunada por haber estado en el Cuarto Pringoso porque podría haberme tragado a escondidas la pastilla BlyssPluss aunque Mordis decía que no había drogas para las scalies. Sonaba genial, como una realidad completamente distinta.

– ¿Quién haría algo así? -digo-. ¿Una pastilla sexual envenenada?

Fue Glenn, tuvo que ser él. Era la clase de cosas de las que hablaba al capitoste de Rejoov en el Scales. No habló de la parte del veneno, claro. Recordaba esos apodos, Oryx y Crake. Pensé que era sólo charla de sexo, con Glenn y su amante principal: mucha gente usaba nombres de animales entonces. Pantera, tigre y glotón, minino y chucho. Así que no era charla de sexo, sino nombres en clave. O quizá las dos cosas.

Por una fracción de segundo pienso en contarle todo esto a Croze: que sabía muchas cosas de Crake de una vida anterior. Pero entonces tendría que contarle qué hacía en el Scales: no sólo la danza de trapecio, ni siquiera que Glenn nos hacía maullar y cantar como pájaros, sino las otras cosas, las cosas de la habitación con el techo de plumas. A Croze no le gustaría oírlo: los hombres odian imaginarse a otros hombres haciendo contigo cosas que ellos mismos desearían hacerte.

Así que pregunto:

– ¿Y la gente híbrida? ¿Los perfectos? ¿Llegaron a hacerlos? -Glenn siempre quiso que todo fuera más perfecto.

– Sí, los hicieron -dice Croze, como si fuera algo cotidiano, hacer gente.

– Supongo que murieron con todos los demás -digo.

– No -dice Croze-. Viven en la costa. No necesitan ropa, comen hojas, maúllan como gatos. No es mi idea de la perfección. -Ríe-. ¡La perfección se parece más a ti!

Lo dejé pasar.

– Te lo estás inventando -digo.

– No, lo juro -dice Croze-. Tienen esas enormes…, se les ponen las pollas azules. Y hacen sexo en grupo con esas mujeres de culo azul. Es perverso.

– Es una broma, ¿no? -digo.

– Lo vi con mis propios ojos -dice Croze-. Se supone que no tenemos que acercarnos por si acaso la cagamos. Pero Zeb dice que los podemos ver a distancia, como en el zoo. Dice que no son peligrosos: somos nosotros los que somos peligrosos para ellos.

– ¿Cuándo podré verlos?

– Cuando nos ocupemos de esos painballers -dice Croze-. Tendré que ir con vosotros. Hay otro tipo allí abajo, duerme en un árbol, habla solo, loco como una cabra, sin ofender a las cabras. Lo dejamos solo, supongo que podría estar infectado. No quiero que te moleste.

– Gracias -digo-. Este Crake del Proyecto Paraíso, ¿qué aspecto tiene?

– Nunca lo vi -dice Croze-. Nadie me lo dijo.

– ¿Tenía un amigo? -pregunto-. En lo de la cúpula. -Cuando Glenn llevó a Jimmy al Scales esa vez, sin duda estaban metidos en algo juntos.

– Rinoceronte Negro dice que no era muy de amigos. Pero tenía un colega allí, además de su novia: se suponía que los dos planeaban el marketing. Rino decía que el tipo era un desperdicio. Contaba un montón de chistes estúpidos y bebía demasiado.

Ese sería Jimmy, pensé.

– ¿Lo consiguió? -digo-. ¿Salir de la cúpula? Con la gente azul.

– ¿Cómo voy a saberlo? Da igual, ¿a quién le importa? -dice Croze.

A mí. No quiero que Jimmy esté muerto.

– Eso es muy duro -digo.

– Eh, tranqui -dice Croze.

Me rodea con un brazo, deja que su mano caiga sobre mi pecho, como por accidente. Yo se la saco.

– Vale -dice con voz decepcionada. Me besa en la oreja.

La siguiente cosa que sé es que Croze me despierta.

– Han vuelto -dice.

Se apresura a salir y yo me visto, y cuando salgo al patio veo a Zeb, y Toby lo está abrazando. Katuro está allí; y el hombre al que llaman Rinoceronte Negro, que es negro. Shackie también está allí, sonriéndome. Aún no sabe nada de los dos painballers y Amanda. Croze tendrá que contárselo. Si lo hago yo me hará preguntas y sólo tengo malas respuestas.

Me acerco muy despacio a Zeb -tengo vergüenza- y Toby lo suelta. Está sonriendo, no es una sonrisa forzada, sino real, y pienso: aún puede ser guapa en ocasiones.

– Pequeña Ren. Has crecido -me dice Zeb.

Tiene el pelo más gris que la última vez que lo vi. Sonríe y me aprieta un momento el hombro. Lo recuerdo cantando en nuestra ducha, con los Jardineros; recuerdo las veces que fue bueno conmigo. Me gustaría que estuviera orgulloso de mí por haberlo logrado, aunque esa parte fue más que nada suerte. Me gustaría verlo más sorprendido y feliz de que estuviera viva. Pero debe de tener mucho en lo que pensar.

Zeb y Shackie y Rinoceronte Negro tienen pulverizadores y mochilas, y ahora han empezado a abrir las mochilas y a sacar cosas. Latas de sojadinas, un par de botellas -parece licor- y un puñado de Joltbars. Tres células para los pulverizadores.

– De los complejos -explica Katuro-. Muchos tienen las puertas abiertas. Han entrado saqueadores.

– CryoJeenyus estaba bien cerrado -dice Zeb-. Supongo que pensaban que podían salvarse dentro.

– Ellos y todas las cabezas congeladas que tienen ahí -dice Shackie.

– No creo que saliera nadie -dice Rinoceronte Negro.

Lamento oírlo, porque Lucerne debía de estar dentro de ese complejo, y a pesar de cómo había actuado últimamente, fue mi madre, y la amaba. Miré a Zeb, porque quizá también él la amaba.

– ¿Encontrasteis a Adán Uno? -dice Pico de Marfil.

Zeb niega con la cabeza.

– Miramos en el Buenavista -dice Zeb-. Estuvieron allí mucho tiempo: ellos, u otros. Había todos los signos. Luego buscamos en varios Ararat, pero nada. Deben de haberse movido.

– ¿Le dijiste que vivía alguien en la Clínica de Estética? -digo a Croze-. ¿En esa pequeña habitación de detrás de las cubas de vinagre? ¿Con el portátil?

– Sí -dice Croze-. Fue él. Y Rebecca y Katuro.

– Vimos a ese tipo loco, renqueando y hablando solo -dice Shackie-. El que duerme en el árbol, cerca de la orilla. Pero él no nos vio.

– ¿No le disparasteis? -dice Pico de Marfil-. ¿Por si es contagioso?

– Para qué malgastar munición -dice Rinoceronte Negro-. No durará mucho.

Cuando el sol baja hacemos un fuego en el patio y preparamos sopa de ortiga con trozos de carne -no sé bien de qué clase- y bardana y parte del queso de leche de mohair. Espero que ellos empiecen la comida con «Queridos amigos, somos las únicas personas que quedan sobre la tierra, demos gracias» o alguna oración Jardinera por el estilo, pero no lo hacen; sólo cenamos.

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