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Instantánea: la fiesta de recaudación de fondos del Año Nuevo chino. Instantánea: la fiesta de recaudación de fondos del 10 de octubre. Instantánea: la Noche de China, con nuestras estrellas de cine favoritas. Instantánea: el Desfile del Cuenco de Arroz, en que las mujeres de Chinatown llevan una gigantesca bandera china, sujeta por los bordes, con la que recogen las monedas que les lanzan los transeúntes. Instantánea: el Festival de la Luna, en el que Anna May Wong y Keye Luke ejercen de maestros de ceremonia. Barbara Stanwyck, Dick Powell, Judy Garland, Kay Kyser y Laurel y Hardy saludan a la multitud. William Holden y Raymond Massey se pasean con aire elegante y desenvuelto, mientras las chicas de la banda de tambores Mei Wah desfilan formando una V de Victoria. Con el dinero recaudado se compra material médico, mosquiteras, máscaras antigás y artículos de primera necesidad para los refugiados, así como ambulancias y aviones, que se envían al otro lado del Pacífico.
Instantánea: Chinatown Canteen. May posa con los soldados, marineros y aviadores que, aprovechando las paradas de sus trenes, salen de la Union Station, cruzan la Alameda y visitan la cantina. Esos muchachos han venido de todos los rincones del país. Muchos de ellos jamás habían visto un chino, y dicen cosas como «¡Atiza!» y «¡Recórcholis!»; nosotros adoptamos esas expresiones y también las utilizamos. Instantánea: yo rodeada de aviadores enviados por Chiang Kai-shek a entrenarse en Los Ángeles. Es maravilloso oír sus voces, tener noticias de primera mano de nuestro país natal, y saber que China sigue luchando con valentía. Instantánea, instantánea, instantánea: Bob Hope, Frances Langford y Jerry Colonna vienen a actuar a la cantina. Muchachas de entre dieciséis y dieciocho años -ataviadas con delantal blanco, camisa roja, zapatos con cordones y calcetines rojos- se ofrecen voluntarias para bailar con los muchachos, repartir bocadillos y escuchar a quien lo necesite.
En mi fotografía favorita aparecemos May y yo en la cantina un sábado por la noche, poco antes de la hora de cierre. Llevamos gardenias en el cabello, que nos cae en suaves rizos alrededor de los hombros. Nuestros pronunciados escotes dejan al descubierto bastante piel, pero al mismo tiempo parecen infantiles y castos. Los vestidos son cortos, y no llevamos medias. Pese a que somos mujeres casadas, parecemos guapas y alegres. May y yo sabemos qué significa vivir una guerra, y no se parece en nada a vivir en Los Ángeles.
En los quince meses siguientes pasa mucha gente por la ciudad: soldados que van al teatro de operaciones del océano Pacífico o vuelven de él; esposas e hijos que viajan para visitar a sus esposos y padres, quienes se recuperan en hospitales militares; y diplomáticos, actores y vendedores de todo tipo que participan en las campañas civiles solidarias. Nunca pienso que veré a alguien conocido, pero un día, en el restaurante, una voz masculina pronuncia mi nombre:
– ¿Pearl Chin? ¿Eres tú?
Me quedo mirando con fijeza al hombre que está sentado a la barra. Lo conozco, pero mis ojos se resisten a reconocerlo, porque siento una profunda y repentina humillación.
– ¿No eres Pearl Chin, la muchacha que vivía en Shanghai? Tú conocías a mi hija Betsy.
Le pongo delante un plato de chow mein, me doy la vuelta y me seco las manos con un trapo. Si este hombre es, verdaderamente, el padre de Betsy -y lo es-, se tratará de la primera persona de mi pasado que vea cuán bajo he caído. Antes, yo era una chica bonita cuyo rostro decoraba las paredes de Shanghai. Era lo bastante lista y elegante para que me dejaran entrar en la casa de este hombre. Convertí a su hija, una joven sin ninguna gracia, en una persona con cierto estilo. Ahora soy la madre de una niña de cinco años, la esposa de un conductor de rickshaw, y la camarera de un restaurante de una atracción turística. Ofrezco una sonrisa forzada y me doy la vuelta de nuevo.
– Señor Howell. Me alegro mucho de volver a verlo.
Pero él no parece alegrarse mucho de verme. Lo encuentro triste y envejecido. Quizá yo me sienta humillada, pero su pena no tiene nada que ver con lo que yo siento.
– Fuimos a buscarte. -Se inclina sobre la barra y me agarra el brazo-. Creíamos que habías muerto en uno de los bombardeos, pero estás aquí.
– ¿Y Betsy?
– Está en un campo japonés, cerca de la pagoda Lunghua.
El recuerdo del día que May y yo fuimos a volar cometas con Z.G. pasa, fugaz, por mi mente, pero digo:
– Pensaba que la mayoría de los americanos habían salido de Shanghai antes de…
– Betsy se casó -dice el señor Howell con tristeza-. ¿No lo sabías? Con un joven que trabajaba para la Standard Oil. Cuando mi mujer y yo nos marchamos, ellos se quedaron en Shanghai. Ya sabes cómo funciona el negocio del petróleo.
Salgo de detrás de la barra y me siento en un taburete junto a él, consciente de las miradas de curiosidad que me lanzan Sam, tío Wilburt y los otros empleados del restaurante. Me molesta que nos miren de esa forma -con la boca abierta, como mendigos callejeros-, pero el padre de Betsy no parece reparar en ello. Me gustaría decir que no me siento una desgraciada, pero admito que ese sentimiento está oculto bajo mi piel. Llevo casi cinco años en este país y todavía no he aceptado por completo mi situación. Es como si, al ver este rostro del pasado, todo lo bueno de mi vida actual quedara reducido a nada.
Seguramente el padre de Betsy todavía trabaja para el Departamento de Estado, así que quizá se haya percatado de mi desasosiego. Por fin rompe el silencio:
– Tuvimos noticias de Betsy después de que Shanghai se convirtiera en la Isla Solitaria. Pensábamos que estaría a salvo, porque se encontraba en territorio británico. Pero después del ocho de diciembre ya no pudimos hacer nada para recuperarla. Ahora los canales diplomáticos no funcionan muy bien. -Se queda contemplando su taza de café y sonríe con nostalgia.
– Betsy es fuerte -aseguro para animarlo-. Betsy siempre ha sido lista y valiente. -¿Es verdad lo que digo? Recuerdo que ella hablaba muy acaloradamente de política cuando lo único que May y yo queríamos era beber otra copa de champán o danzar un rato más en la pista de baile.
– Eso es lo que nos decimos mi esposa y yo.
– Lo único que pueden hacer es confiar en que todo vaya bien.
El señor Howell suelta un suspiro de resignación.
– No has cambiado nada, Pearl. Siempre le buscas el lado bueno a todo. Por eso te iban tan bien las cosas en Shanghai. Por eso saliste de allí antes de que empeorara la situación. Todas las personas inteligentes salieron a tiempo.
Como no digo nada, él se queda mirándome. Al cabo, dice:
– Estoy aquí por la visita de madame Chiang Kai-shek. La acompaño en su gira americana. La semana pasada estuvimos en Washington, donde pidió al Congreso dinero para ayudar a China en su lucha contra nuestro enemigo común, y recordó a los congresistas que China y Estados Unidos no pueden ser verdaderos aliados mientras siga vigente la Ley de Exclusión. Esta semana hablará en el Hollywood Bowl y…
– Participará en un desfile aquí, en Chinatown.
– Veo que estás al corriente.
– Iré al Bowl. Iremos todos; estamos deseando que ella venga aquí.
Al oírme hablar en plural, el señor Howell se fija en su entorno por primera vez. Advierto cómo sus tristes ojos ven más allá de sus recuerdos de una chica que quizá nunca existió. Repara en las manchas de mi ropa, en las diminutas arrugas que tengo alrededor de los ojos y en mis agrietadas manos. Luego se fija en lo pequeño que es el restaurante, en las paredes pintadas de color amarillo vómito, en el polvoriento ventilador que gira en el techo, y en los hombres enjutos, con brazaletes que rezan NO SOY JAPONÉS, que lo miran boquiabiertos, como si él fuera una criatura surgida del fondo del mar.
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