Pienso en El embrujo de Shanghai, una película que May, Sam, Vern y yo vimos hace meses en el Million Dollar. Como Josef von Sternberg, el director, había vivido un tiempo en Shanghai, creímos que íbamos a ver algo que nos recordara a nuestra ciudad natal; pero no era más que otra historia en que una mujer fatal introduce a una muchacha blanca en el juego, el alcohol y quién sabe qué otros vicios. Los carteles de la película nos hicieron reír; rezaban: «La gente vive en Shanghai por muchas razones, la mayoría, infames.» En mi última época en Shanghai, hasta yo habría estado de acuerdo con esa opinión; pero aun así, me duele ver mi ciudad natal -el París de Asia- retratada bajo esa maléfica luz. Hemos visto ese enfoque en un sinfín de largometrajes, y ahora colaboramos en uno.
– ¿Cómo puedes participar en esto, May? ¿No te da vergüenza? -pregunto.
Mi hermana me mira, confundida y dolida.
– ¿Participar en qué?
– Aquí los chinos están representados como retrasados. Nos hacen reír como idiotas mostrando los dientes. Nos hacen gesticular porque se supone que somos estúpidos. O nos hacen hablar un inglés rudimentario.
– Sí, ya lo sé. Pero no me digas que esto no te recuerda a Shanghai.
– ¡No se trata de eso! ¿Acaso no sientes ni pizca de orgullo por el pueblo chino?
– No sé por qué tienes esa manía de quejarte por todo -replica, disgustada-. Te he traído aquí para que vieras qué hacemos Joy y yo. ¿No estás orgullosa de nosotras?
– May…
– ¿Por qué no te relajas y lo pasas bien? ¿Por qué no disfrutas viendo cómo Joy y yo ganamos dinero? Aunque no sea tanto como esos de ahí. -Señala a un grupo de falsos conductores de rickshaw-. Les he conseguido siete cincuenta al día durante una semana, siempre que lleven la cabeza completamente rasurada. No está mal para…
– Conductores de rickshaw, fumadores de opio y prostitutas. ¿Te gusta que la gente piense que somos eso?
– Si con «gente» te refieres a los lo fan, ¿por qué iba a importarme lo que piensen?
– Porque esto es insultante.
– ¿Para quién? No son insultos contra nosotras. Además, esto no es más que parte de un camino. Hay personas -explica, refiriéndose a mí, por supuesto- que prefieren no tener trabajo a aceptar un empleo que consideran un menoscabo. Pero un trabajo como éste nos ofrece un principio, y de nosotros depende progresar a partir de ahí.
– Ya. Y esos hombres que hoy interpretan a conductores de rickshaw mañana serán los dueños del estudio, ¿no? -digo con escepticismo.
– Por supuesto que no -contesta, ya sin disimular su enojo-. Lo único que quieren es conseguir un papel con texto. Ya sabes que eso está muy bien pagado, Pearl.
Bak Wah Tom lleva un par de años cautivando a May con el sueño de un papel con texto, pero el sueño todavía no se ha hecho realidad, aunque Joy ya ha dicho algunas frases en diferentes películas. La bolsa donde guardo sus ganancias ha engordado mucho, y sólo es una cría. Entretanto, la tía de Joy está ansiosa por ganar sus propios veinte dólares por una frase, la que sea. De momento, se contentaría con algo tan sencillo como «Sí, señora.»
– Si pasarte toda la noche sentada por ahí, fingiendo ser una mala mujer, te ofrece tantas oportunidades -digo con cierta vehemencia-, ¿cómo es que todavía no has conseguido un papel con texto?
– ¡Ya sabes por qué! ¡Te lo he explicado mil veces! Tom dice que soy demasiado guapa. Cada vez que un director me elige, la protagonista femenina me rechaza. No quieren competir con mi cara, porque saben que ganaré. Ya sé que suena a inmodestia, pero es lo que dice todo el mundo.
El equipo de rodaje ha colocado a los extras en sus puestos y añadido más elementos de atrezo para la siguiente toma. Se trata de una película «de advertencia» sobre la amenaza japonesa; si los japoneses son capaces de invadir China y desbaratar los intereses extranjeros, ¿no deberíamos preocuparnos todos? Hasta ahora, desde mi perspectiva, tras un par de horas rodando la misma escena callejera una y otra vez, todo esto tiene muy poco que ver con lo que experimentamos May y yo al huir de China. Pero cuando el director explica la siguiente escena, se me encoge el estómago.
– Van a caer bombas -explica por el megáfono-. No son de verdad, pero parecerá que lo son. Después, los japoneses irrumpirán en el mercado. Tenéis que echar a correr por ahí. Tú, el del carro: vuélcalo cuando salgas corriendo. Y quiero que las mujeres griten. Gritad muy fuerte, como si creyerais que vais a morir.
Cuando la cámara empieza a rodar, aprieto a Joy contra mi cadera, suelto un grito bastante conseguido y echo a correr. Lo hago una y otra vez. Por un instante he temido que esto me trajera malos recuerdos, pero no. Las bombas falsas no hacen temblar el suelo. Las explosiones no me dejan sorda. A nadie se le desgarran partes del cuerpo. No salen borbotones de sangre. Todo esto no es más que un juego, y divertido, como las piezas de teatro con que May y yo entreteníamos a nuestros padres. Y May tiene razón respecto a Joy: la niña sabe obedecer las indicaciones, esperar entre toma y toma, y llorar cuando la cámara empieza a rodar, como le han enseñado.
A las dos de la madrugada nos envían otra vez a la tienda de maquillaje, donde nos embadurnan la cara y la ropa con sangre falsa. Cuando volvemos al plató, a algunos los colocan en el suelo, despatarrados, con la ropa ensangrentada y los ojos abiertos e inertes. Ahora hay muertos y heridos tendidos a nuestro alrededor. A medida que avanzan los soldados japoneses, los demás tenemos que correr y gritar. No me cuesta hacerlo. Veo los uniformes color crema y oigo las pisadas de las botas. Uno de los extras -un campesino, como yo- tropieza conmigo, y yo grito. Cuando los falsos soldados avanzan con la bayoneta calada, intento huir pero me caigo. Joy se pone en pie y sigue corriendo entre los cadáveres, y yo me quedo atrás. Un soldado me empuja cuando trato de levantarme. Me quedo paralizada de miedo. A pesar de que los hombres que me rodean tienen cara de chinos, a pesar de que son mis vecinos disfrazados de enemigos, grito sin parar. Ya no estoy en un plató cinematográfico; estoy en una cabaña, en las afueras de Shanghai. El director grita:
– ¡Corten!
May viene hacia mí con cara de preocupación.
– ¿Estás bien? -pregunta mientras me ayuda a levantarme.
Todavía estoy tan alterada que no puedo hablar. Asiento con la cabeza, y ella me mira con gesto interrogante. No quiero hablar de lo que siento. No quise hablar de ello en China, cuando desperté en el hospital, y sigo sin querer hacerlo ahora. Le cojo a Joy de los brazos y la estrecho. Todavía tiemblo cuando el director se acerca con paso decidido.
– Lo has hecho estupendamente -me dice-. Podría haberte oído desde dos manzanas de distancia. ¿Puedes repetirlo? -Me mira como evaluándome-. ¿Varias veces más? -Como no contesto, añade-: Si lo haces, te pagaremos más. Y a la niña también. Para mí, un buen grito es como una frase, y la cara de la niña me viene muy bien.
Noto la mano de May apretándome el brazo.
– ¿Puedes hacerlo? -insiste el director.
Aparto el recuerdo de la cabaña y pienso en el futuro de mi hija. Este mes podría guardar más dinero para ella.
– Lo intentaré -atino a decir.
Los dedos de mi hermana se me clavan en el brazo. Cuando el director vuelve a su silla, May me lleva aparte.
– Lo haré yo -me susurra-. Por favor, por favor, déjame hacerlo.
– La que ha gritado soy yo. Ya que he de pasarme la noche aquí, me gustaría hacer algo de provecho.
– Ésta podría ser mi gran oportunidad…
– Sólo tienes veintidós años…
– En Shanghai yo era una chica bonita -implora-. Pero esto es Hollywood, y no me queda mucho tiempo.
Читать дальше