Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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– Según mis documentos, tengo treinta años, aunque en realidad sólo tengo veintitrés. Estoy sano y dispuesto a morir. ¿Por qué no iban a aceptarme?

Unos días más tarde, Edfred entra en el restaurante y anuncia:

– El Ejército me ha dicho que me compre calcetines. ¿Dónde los venden?

Lleva diecisiete años viviendo en Los Ángeles y todavía no sabe dónde ni cómo conseguir los artículos más indispensables. Me ofrezco a acompañarlo a la May Company, pero él dice:

– Quiero ir yo solo. Ahora debo aprender a apañármelas por mi cuenta.

Regresa un par de horas más tarde, cubierto de rasguños y con agujeros en las rodilleras de los holgados pantalones.

– He comprado los calcetines, pero al salir de la tienda, unos tipos me han llevado a empujones a un callejón. Me han tomado por japonés.

Mientras Edfred está en el campamento de entrenamiento de reclutas, padre Louie y yo revisamos todos los artículos de la tienda y retiramos las etiquetas de FABRICADO EN JAPÓN para sustituirlas por otras de PRODUCTO CHINO 100%. Mi suegro empieza a comprar artículos fabricados en México, y de ese modo empieza a competir directamente con los comerciantes de Olvera Street. Aunque parezca extraño, nuestros clientes no advierten la diferencia entre un objeto fabricado en China, Japón o México. Son todos extranjeros, y con eso les basta.

Nosotros también somos extranjeros, y eso nos convierte en sospechosos. Las asociaciones de familias de Chinatown imprimen letreros que rezan: CHINA: VUESTRA ALIADA, para colgar en los escaparates de nuestros negocios, en las ventanas de nuestras casas y en nuestros automóviles, para dejar claro que no somos japoneses. Hacen brazaletes e insignias, que nos ponemos para que no nos ataquen por la calle ni nos detengan para enviarnos a algún campo de internamiento. El gobierno, consciente de que la mayoría de los occidentales creen que todos los orientales se parecen, emite unos certificados especiales que verifican que somos «miembros de la raza china». No podemos bajar la guardia.

Pero cuando Edfred viene de visita a Los Ángeles después de recibir entrenamiento militar, la gente lo saluda por la calle.

– Cuando llevo el uniforme, sé que no van a apalearme en cualquier esquina. Así la gente sabe que tengo tanto derecho como cualquiera a estar aquí -explica-. Ahora ya tengo una tercera razón: en el Ejército me están ofreciendo una oportunidad justa, y no por ser chino, sino por ser un soldado uniformado que lucha por este país.

Ese día compro una cámara y tomo mi primera fotografía. Todavía tengo escondidas mis fotografías de mama y baba, porque los inspectores de inmigración realizan controles periódicos, pero ver a tío Edfred a punto de irse a la guerra es diferente. Va a luchar por América… y por China. Cuando vuelven los inspectores, les enseño, orgullosa, mi instantánea de tío Edfred: flaco como siempre, con su uniforme, sonriendo a la cámara con la gorra ladeada, después de habernos dicho: «A partir de ahora, llamadme Fred. Se acabó lo de Edfred. ¿Entendido?»

En la fotografía no aparece mi suegro, que estaba a unos metros de tío Edfred, desconsolado y asustado. Mi opinión sobre él ha cambiado en los últimos años. Aquí en Los Ángeles no tiene casi nada: es un ciudadano de tercera clase, se enfrenta a la misma discriminación que sufrimos todos y nunca podrá salir de Chinatown. Ahora su país de adopción, Estados Unidos, también está en guerra con Japón. Como los canales de navegación comercial están cerrados, ya no recibe mercancías de las fábricas de ratán y porcelana que tiene en Shanghai, ni gana dinero trayendo a socios de papel; en cambio, continúa enviando «dinero para té» a sus parientes de Wah Hong, no sólo porque un dólar americano da para mucho en China, sino porque la nostalgia que siente de su país natal nunca ha disminuido. Yen-yen, Vern, Sam, May y yo no tenemos a nadie a quien mandar dinero, así que los envíos de padre Louie son en nombre de todos nosotros, y van dirigidos a los pueblos, los hogares y las familias que hemos perdido.

– Los que no pueden luchar tienen que producir -nos dice tío Charley un día-. ¿Conocéis a los Lee? Se han marchado a la Lockheed a fabricar aviones. Dicen que allí hay sitio para mí, y no precisamente preparando chop suey. Dicen que cada golpe que dé construyendo aviones será un golpe por la libertad de la tierra de nuestros antepasados y por la tierra de nuestro nuevo hogar.

– Pero tu inglés…

– Mi inglés no le importa a nadie mientras trabaje duro. Mira, Pearl, tú también podrías emplearte allí. Los Lee se han llevado a sus hermanas a trabajar con ellos. Ahora Esther y Bernice ponen remaches en las puertas de los bombarderos. ¿Quieres saber cuánto dinero ganan? Sesenta centavos por hora durante el día, y sesenta y cinco en el turno de noche. ¿Sabes cuánto voy a ganar? -Se frota los ojos; los tiene muy hinchados a causa de la alergia, y deben de dolerle-. Ochenta y cinco centavos por hora. Es decir, treinta y cuatro dólares por semana. Es un buen salario, Pearl.

En mi fotografía, tío Charley está sentado a la barra, con la camisa remangada, con un trozo de pastel delante y el delantal y el gorro de papel en un taburete vacío.

– ¿Qué va a hacer mi hijo en la guerra? -se pregunta mi suegro cuando Vern, que en junio pasado se graduó en el instituto, donde no lo querían y no se tomaban la molestia de enseñarle nada, recibe su orden de reclutamiento-. Está mucho mejor en casa. Sam, ve con él y asegúrate de que lo entienden.

– Lo acompañaré -dice Sam-, pero yo voy a alistarme. Yo también quiero ser ciudadano de verdad.

Padre Louie no intenta disuadirlo. La ciudadanía es importante, y el riesgo de ser interrogado puede afectar a mucha gente. Sin embargo, todos sabemos qué guerra es ésta. Estoy orgullosa de Sam, pero eso no significa que no esté preocupada. Cuando Sam y Vern regresan al apartamento, comprendo de inmediato que las cosas no han ido bien. A Vern lo han rechazado por razones obvias; en cambio, sorprendentemente, a Sam lo han clasificado como 4-F, no capacitado para el servicio militar.

– Me declaran inútil por tener los pies planos, pero bien que podía tirar de un rickshaw por las calles de Shanghai -se lamenta cuando nos quedamos a solas en nuestra habitación.

Una vez más, se siente denigrado y menospreciado. En muchos aspectos, sigue «tragando hiel».

Poco después, mi hermana toma una fotografía. En ella se aprecia cómo ha cambiado el apartamento desde que las tres llegamos aquí. En las ventanas hay persianas de bambú que pueden bajarse para tener más intimidad. En la pared del sofá hay cuatro calendarios que representan las cuatro estaciones; nos los regalaron hace cuatro años en el mercado Wong On Lung. El venerable Louie está sentado en una silla de madera, con aire ensimismado y solemne. Sam mira por la ventana; tiene la espalda erguida gracias a su ventilador de hierro, pero por su expresión se diría que acaba de recibir un puñetazo. Vern -satisfecho en compañía de su familia- está repantigado en el sofá con un avión en miniatura en las manos. Yo estoy sentada en el suelo, pintando una pancarta para anunciar la venta de bonos de guerra en China City y el Nuevo Chinatown. Joy está cerca de mí, confeccionando una bola de gomas elásticas. Yen-yen estruja trozos de papel de aluminio usado para formar bloques compactos. Más tarde llevaremos todo eso al Instituto Belmont y lo depositaremos en las cajas de colecta.

Para mí, esta fotografía muestra cómo nos sacrificamos, cada uno en su medida. Por fin podemos permitirnos una lavadora, pero no la compramos porque el metal escasea. Promocionamos el boicot a las medias de seda japonesas y llevamos medias de algodón, aplicándonos el lema: «Sé moderna, usa hilo de Escocia.» Por toda la ciudad se ven mujeres que se han unido al Movimiento Anti-seda. Todos padecemos la escasez de café, ternera, azúcar, harina y leche, pero en los bares y restaurantes chinos sufrimos aún más, porque los ingredientes como el arroz, el jengibre, las setas oreja de Judas y la salsa de soja ya no cruzan el Pacífico. Aprendemos a sustituir las castañas de agua por manzana cortada en trozos. Compramos arroz cultivado en Texas en lugar del aromático arroz de jazmín de China. A la margarina le agregamos un chorrito de colorante alimentario amarillo, la amasamos y la ponemos en moldes alargados para que parezca mantequilla cuando la cortamos en porciones en el restaurante. Sam consigue huevos en el mercado negro, a cinco dólares la caja. Guardamos la grasa del beicon en una lata de café, bajo el fregadero, y la llevamos al centro de colectas, donde nos han dicho que la emplearán en la producción de armamento. Ya no estoy resentida por pasar tanto tiempo pelando guisantes y ajos en el restaurante, porque ahora damos de comer a nuestros soldados, y tenemos que hacer cuanto podamos por ellos. En casa empezamos a tomar platos americanos -cerdo con judías, bocadillos calientes de fiambre con queso y rodajas de cebolla, atún con salsa de champiñones, y estofados hechos con polvitos Bisquick- que amplían nuestro abanico de ingredientes.

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