– A todos nos da miedo hacernos mayores. Pero yo también quiero hacerlo. ¿Acaso has olvidado que yo también era una chica bonita? -pregunto. Como no me contesta, utilizo el único argumento infalible-: La que ha recordado lo que pasó en aquella cabaña soy yo.
– Siempre usas esa excusa para salirte con la tuya.
Me aparto un poco, conmocionada por sus palabras.
– No puedo creer que me digas eso.
– Lo que ocurre es que no quieres que yo tenga nada mío -espeta quejumbrosa.
¿Cómo puede decir eso después de lo mucho que me he sacrificado por ella? Mi resentimiento ha crecido con los años, pero nunca me ha impedido concederle todo lo que ella quiere.
– A ti siempre te ofrecen oportunidades -continúa, y su voz va cobrando fuerza.
Ahora entiendo su actitud: si no doy el brazo a torcer, está dispuesta a discutir conmigo delante de todos. Pero esta vez no pienso ceder tan fácilmente.
– ¿Qué oportunidades?
– Mama y baba te enviaron a la universidad…
Eso es remontarse mucho en el tiempo, pero contesto:
– Tú no quisiste ir.
– A todo el mundo le caes mejor que yo.
– Eso es ridículo.
– Hasta mi propio esposo te prefiere. Siempre es muy simpático contigo.
¿Qué sentido tiene discutir con May? Nuestras desavenencias siempre han sido por lo mismo: por si nuestros padres la querían más a ella o a mí, por si una tenía algo mejor que la otra -un helado más rico, unos zapatos más bonitos o un marido más cordial-, o por si una quiere hacer algo a expensas de la otra.
– Sé gritar tan bien como tú -insiste-. Te lo ruego. Por favor, déjame hacerlo.
– ¿Y Joy? -pregunto en voz baja, atacando su punto débil-. Ya sabes que Sam y yo estamos ahorrando para que algún día pueda ir a la universidad.
– Para eso faltan quince años, y estás dando por sentado que alguna universidad americana aceptará a una china. -Y sus ojos, que hace poco resplandecían de alegría y orgullo, me miran de pronto con odio.
Por un instante, retrocedo en el tiempo y me veo en nuestra cocina de Shanghai, cuando el cocinero intentaba enseñarnos a preparar albóndigas. La cosa empezó como un entretenimiento divertido y acabó en una pelea tremenda. Ahora, años más tarde, lo que se presentaba como una experiencia placentera se ha convertido en una situación desagradable. Miro a May y no sólo veo celos, sino también odio.
– Déjame hacer ese papel -insiste-. Me lo he ganado.
«Trabajas para Tom Gubbins -pienso-; no tienes que quedarte todo el día encerrada en ningún establecimiento Golden; puedes venir con mi hija a platos como éste y salir un rato de Chinatown y China City.»
– May…
– No empieces a recordarme tus agravios, porque no quiero oírlos. Te niegas a ver lo afortunada que eres. ¿No te das cuenta de lo celosa que estoy? No puedo evitarlo. Tú lo tienes todo. Tienes un marido que te quiere y con el que puedes hablar. Tienes una hija.
¡Ya está! Por fin lo ha dicho. La respuesta me sale tan deprisa que no tengo tiempo de pensar ni de refrenarla.
– Entonces, ¿por qué pasas más tiempo que yo con ella? -Mientras lo digo, recuerdo el viejo proverbio de que las enfermedades entran por la boca y los desastres salen por la boca, una forma de decir que las palabras pueden ser como bombas.
– Joy prefiere estar conmigo porque la abrazo y la beso, porque le doy la mano, porque la dejo sentarse en mi regazo.
– Así no es como educamos a los niños en China. Tocarse de ese modo…
– No pensabas igual cuando vivíamos con mama y baba.
– Cierto, pero ahora soy madre y no quiero que Joy se convierta en una porcelana resquebrajada.
– Que su madre la abrace no la convertirá en una mujer fácil.
– ¡No me digas cómo tengo que educar a mi hija! -Al oír mi tono cortante, algunos extras nos miran con curiosidad.
– Tú no me dejas hacer nada, pero baba me prometió que, si aceptábamos casarnos, podría ir a Haolaiwu.
No es así como lo recuerdo. May está cambiando de tema y tergiversando las cosas.
– Estamos hablando de Joy -digo-, no de tus sueños absurdos.
– Ah, ¿sí? Hace un rato me acusabas de avergonzar al pueblo chino. Ahora dices que esto es malo para mí, pero que Joy y tú sí podéis hacerlo, ¿no?
Mi hermana tiene razón: esta situación me plantea un conflicto que no sé conciliar con mis ideas. No puedo pensar fríamente, pero creo que ella tampoco.
– Tú lo tienes todo -repite, y rompe a llorar-. Yo no tengo nada. ¿Por qué no me concedes este único deseo? ¡Por favor! ¡Por favor!
Cierro la boca y dejo que la ira me abrase por dentro. Me niego a admitir cualquier justificación para que ella -y no yo- represente ese papel en la película, pero luego hago lo que he hecho siempre: cedo ante mi moy moy. Es la única forma de disipar sus celos, de que mi resentimiento vuelva a su escondite y tenga tiempo de pensar cómo sacaré a Joy de este negocio sin provocar más fricciones. May y yo somos hermanas. Siempre discutiremos, pero siempre nos reconciliaremos. Eso es lo que hacen las hermanas: se pelean, señalan la fragilidad, los errores y desaciertos de la otra, muestran la inseguridad que arrastran desde la infancia, y luego hacen las paces. Hasta la próxima vez.
May se queda con mi hija y con mi papel en la escena. El director no advierte que mi hermana me ha suplantado. Para él, todas las chinas vestidas con pantalón negro, manchadas de sangre y barro falsos y con una niñita en brazos son intercambiables. Durante las horas siguientes, oigo gritar a May una y otra vez. El director nunca queda satisfecho, pero tampoco la reemplaza.
El 7 de diciembre de 1941, tres meses después de mi noche en el plató cinematográfico, los japoneses bombardean Pearl Harbor y Estados Unidos entra en guerra. El día 8 los japoneses atacan Hong Kong (el día de Navidad, los británicos entregarán la colonia); y también ese mismo día, a las diez en punto de la mañana, toman la Colonia Internacional de Shanghai e izan su bandera en lo alto del Banco de Hong Kong y Shanghai, en el Bund. Durante los cuatro años siguientes, los extranjeros que han sido lo bastante imprudentes para quedarse en Shanghai viven en campos de internamiento, mientras que en Estados Unidos, el gobierno cede el Centro de Inmigración de Angel Island al ejército para alojar a prisioneros de guerra japoneses, italianos y alemanes. Aquí en Chinatown, tío Edfred -sin dar a nadie ocasión de opinar- es uno de los primeros en alistarse en el ejército.
– Pero ¿qué dices? ¿Por qué? -le pregunta tío Wilburt a su hijo en sze yup.
– ¡Por patriotismo! -contesta tío Edfred con júbilo-. ¡Quiero luchar! Razón número uno: quiero ayudar a derrotar a nuestro enemigo común, Japón. Razón número dos: al alistarme, me convertiré en ciudadano. En ciudadano de verdad. Al final, claro.
«Si sale con vida», pensamos los demás.
– Todos los empleados de lavandería se están alistando -añade al ver nuestra falta de entusiasmo.
– ¡Empleados de lavandería! ¡Bah! Hay personas que harían cualquier cosa para no ser empleados de lavandería. -Tío Wilburt aspira entre los dientes, preocupado.
– ¿Qué has dicho cuando te han preguntado respecto a tu nacionalidad? -inquiere Sam, que siempre teme que descubran a alguno de nosotros y nos deporten a China-. Eres un hijo de papel. ¿Van a venir a buscarnos a todos?
– He admitido mi situación desde el principio. Les dije que llegué aquí con documentos falsos. Pero no mostraron mucho interés por eso. Cuando me preguntaron algo que pensé que podría perjudicaros a los demás, respondí: «Soy huérfano. ¿Quieren que luche o no?»
– Pero ¿no eres demasiado mayor? -tercia tío Charley.
Читать дальше