Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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El 1 de septiembre preparo a Joy para ir al parvulario. Ella preferiría ir a la escuela Castelar de Chinatown, con Hazel Yee y los otros niños del vecindario. Pero Sam y yo no queremos que nuestra hija vaya al centro donde Vern aprobó todos los cursos aunque no aprendiera a leer, escribir ni sumar. Nosotros queremos que Joy progrese. Queremos que estudie fuera de Chinatown, y eso significa que Joy tendrá que decir que vive en otro barrio. También hay que enseñarle la historia oficial de la familia. Las mentiras de padre Louie sobre su ciudadanía pasaron a Sam, a los tíos y a mí. Ahora esas mentiras pasan a la tercera generación. Joy deberá tener mucho cuidado cuando solicite una plaza escolar o un empleo, incluso un certificado de matrimonio. Todo eso empieza ahora. Durante semanas ensayamos con ella como si se dispusiera a ser interrogada en Angel Island: ¿En qué calle vives? ¿A qué altura? ¿Dónde nació tu padre? ¿Por qué regresó a China de niño? ¿En qué trabaja tu padre? No le aclaramos qué es verdad y qué es mentira. Es mejor que Joy sólo maneje una falsa verdad.

– Todas las niñas deben saber estas cosas sobre sus padres -le explico mientras la arropo en su cama la noche anterior a su primer día de clase-. No le digas a tu maestra nada más que lo que te hemos dicho.

Al día siguiente, Joy se pone un vestido verde, un jersey blanco y unas medias rosa. Sam me fotografía con ella en el portal de nuestro edificio. La niña lleva una fiambrera nueva con el dibujo de una sonriente vaquera que saluda con la mano, montada a horcajadas en su fiel caballo. Contemplo a Joy con amor materno. Estoy orgullosa de ella, y de todos nosotros, por haber llegado tan lejos.

Sam y yo la llevamos en tranvía a la escuela de primaria. Rellenamos los formularios y mentimos respecto a nuestro domicilio. Luego acompañamos a Joy hasta su aula. Sam le coge una mano y la acerca a la señorita Henderson, quien se queda mirándola y pregunta:

– ¿Por qué no os volvéis todos los extranjeros a vuestros países?

¡Tal cual! ¿Os imagináis? Tengo que contestar antes de que Sam descifre lo que la maestra acaba de decir.

– Porque éste es su país -respondo, imitando el acento de las madres británicas a las que veía paseando por el Bund con sus hijos-. Joy nació aquí.

Dejamos a nuestra hija con esa mujer. Sam no abre la boca mientras volvemos en tranvía a China City, pero al llegar al restaurante, con voz quebrada por la emoción, me dice al oído:

– Si le hacen algo, nunca se lo perdonaré y nunca me lo perdonaré a mí mismo.

Una semana más tarde, cuando voy a la escuela a recoger a Joy, la encuentro llorando en la acera.

– La señorita Henderson me ha enviado al despacho de la subdirectora -me explica mientras las lágrimas resbalan por sus mejillas-. Me han hecho muchas preguntas. Yo he contestado como me enseñaste, pero ella me ha llamado mentirosa y dice que no puedo volver.

Voy al despacho de la subdirectora, pero ¿qué puedo hacer o decir para que se retracte?

– Estamos muy atentos a estas infracciones, señora Louie -declara la robusta subdirectora-. Además, es evidente que su hija no pinta nada aquí. Llévela a la escuela de Chinatown. Allí será más feliz.

Al día siguiente llevo a Joy a la escuela Castelar, a sólo dos manzanas de nuestro edificio, en pleno corazón de Chinatown. Veo a niños de China, México, Italia y otros países europeos. Su maestra, la señorita Gordon, sonríe al darle la mano a Joy; la acompaña al aula y cierra la puerta. En las semanas y los meses siguientes, Joy -a la que hemos educado para que sea obediente y se abstenga de hacer cosas disparatadas como ir en bicicleta, y a la que nuestros vecinos regañan por reír demasiado fuerte- aprende a jugar a la rayuela y las tabas y a saltar al potro. Está contenta de ir a la misma clase que su mejor amiga, y la señorita Gordon parece una persona encantadora.

En casa hacemos cuanto podemos. Por mi parte, eso significa hablar en inglés con Joy siempre que sea posible, porque tendrá que ganarse la vida en este país y porque es americana. Cuando su padre, sus abuelos o sus tíos le hablan en sze yup, ella contesta en inglés. De paso, así Sam mejora su comprensión, aunque no la pronunciación. Sin embargo, los tíos siempre se ríen de Joy porque va a la escuela.

– Para las niñas, la educación sólo es un problema -advierte tío Wilburt-. ¿Qué quieres hacer? ¿Escapar de nosotros?

Su abuelo se convierte en mi aliado. Hace mucho, padre Louie nos amenazó a May y a mí con que si delante de él hablábamos cualquier lengua que no fuera sze yup, tendríamos que poner una moneda de cinco centavos en un tarro. Ahora le dice a Joy una cosa parecida:

– Si te oigo hablar otra cosa que no sea inglés, tendrás que poner una moneda de cinco centavos en mi tarro.

Joy habla inglés casi tan bien como yo, pero sigo sin imaginar cómo podrá liberarse completamente de Chinatown.

A finales de otoño, nos reunimos alrededor de la radio y nos enteramos de que el presidente Roosevelt ha pedido al Congreso que revoque la Ley de Exclusión que afecta a los chinos. «Las naciones, como los individuos, cometen errores. Debemos ser lo bastante honrados para reconocer nuestros errores del pasado y corregirlos.» Unas semanas más tarde, el 17 de diciembre de 1943, quedan revocadas todas las leyes de exclusión, tal como había insinuado el padre de Betsy.

Escuchamos el programa de Walter Winchell, quien anuncia:

«Keye Luke, el Hijo Número Uno de Charlie Chan, no ha podido ser el chino número uno en conseguir la nacionalidad estadounidense.»

Keye Luke está trabajando en una película ese día, así que un médico chino de Nueva York se convierte en el primer chino que consigue la nacionalidad. Sam celebra ese feliz momento tomando una fotografía de su hija con una mano en la cadera y la otra apoyada en la radio. ¡Nada de cheongsams para Joy! Desde que empezó la escuela y le regalamos esa fiambrera, a la niña le encantan las vaqueras y los trajes de vaquera. Su abuelo hasta le ha comprado unas botas camperas en Olvera Street, y una vez que Joy se pone el traje ya no hay manera de quitárselo. Sonríe, alegre. Aunque el resto de la familia no aparece en la fotografía, siempre recordaré que todos sonreíamos con ella.

Después de ese día, Sam y yo nos planteamos solicitar la nacionalidad, pero tenemos miedo, como muchos hijos de papel y las esposas que se colaron en el país con ellos.

– Yo ya tengo la ciudadanía tras hacerme pasar por hijo biológico de padre Louie. Tú tienes tu certificado de identidad por estar casada conmigo. ¿Por qué arriesgarnos a perder lo que tenemos? ¿Cómo vamos a confiar en el gobierno cuando a nuestros vecinos japoneses los envía a campos de internamiento? -me pregunta Sam-. ¿Cómo vamos a confiar en el gobierno si los lo fan nos miran como si fuésemos bichos raros, o como si fuésemos japoneses?

May no se encuentra en la misma situación que nosotros. Ella está casada con un ciudadano americano de verdad, y lleva cinco años viviendo en el país. Se convierte en la primera persona de nuestro edificio que consigue la nacionalidad.

Transcurren los meses y la guerra continúa. Procuramos llevar una vida lo más normal posible pensando en Joy, y nuestros esfuerzos obtienen su compensación. A Joy le va tan bien en la escuela que sus maestras de parvulario y de primer curso la recomiendan para un programa especial de segundo curso. Trabajo con Joy todo el verano para prepararla, y hasta la señorita Gordon -que ha mostrado un gran interés por sus progresos- viene al apartamento una vez a la semana para ayudarla con sus ejercicios de matemáticas y de comprensión de textos.

Quizá le esté exigiendo demasiado, porque la niña sufre un fuerte resfriado de verano. Luego, dos días después del bombardeo de Hiroshima, su resfriado se agrava. Tiene fiebre alta, se le inflama mucho la garganta y tose tanto que vomita. Yen-yen va al herborista, que le prepara una infusión amarga. Al día siguiente, mientras estoy trabajando, Yen-yen vuelve a llevar a Joy al herborista, que le insufla unas hierbas pulverizadas en la garganta. Sam y yo oímos por la radio que han lanzado otra bomba, esta vez sobre Nagasaki. El locutor dice que la destrucción causada por la bomba es terrible y muy extensa. Las autoridades de Washington son optimistas respecto al fin de la guerra.

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