Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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– Me alegro mucho, Pearl. -Su alegría es un reflejo de la mía-. Cuéntamelo todo. ¿De cuánto estás? ¿Cuándo nacerá el bebé?

– Estoy de dos meses.

– ¿Ya se lo has dicho a Sam?

– Eres mi hermana. Quería contártelo a ti primero.

– ¡Un hijo! -exclama, y sonríe-. ¡Vas a tener un precioso hijo varón!

Todo el mundo tiene ese deseo, y me sonrojo de placer con sólo oír esa palabra: varón.

Luego el rostro de May se ensombrece.

– ¿Estás segura de que puedes?

– Creo que sí, aunque el médico dice que soy demasiado mayor, y además están mis cicatrices.

– Hay mujeres mayores que tú que tienen hijos -replica ella, pero eso no es lo mejor que podría decirme, teniendo en cuenta que muchas veces achacamos los problemas de Vern a la edad de Yen-yen. May esboza una mueca al reparar en la falta de tacto de su comentario. No me pregunta nada sobre mis cicatrices, porque nunca hablamos de cómo me las hice, así que empieza a hacerme preguntas más típicas sobre mi estado-. ¿Tienes mucho sueño? ¿Tienes mareos? Recuerdo que… -Sacude la cabeza, como si quisiera deshacerse de esos recuerdos-. Dicen que la vida sólo se prolonga si tienes hijos. -Estira un brazo y me toca el brazalete de jade-. Piensa en lo contentos que se habrían puesto mama y baba. -De pronto sonríe, y nuestros pensamientos tristes se desvanecen-. ¿Sabes qué significa esto? Que Sam y tú debéis compraros una casa.

– ¿Una casa?

– Llevas muchos años ahorrando.

– Sí, pero ese dinero es para que Joy vaya a la universidad.

Ella lo descarta con un ademán.

– Ya tendrás tiempo de ahorrar para eso. Además, padre Louie os ayudará con la casa.

– No veo por qué. Tenemos un acuerdo con él…

– Sí, pero ha cambiado. ¡Y esto es para su nieto!

– Quizá sí, pero, aunque él decidiera ayudarnos, yo no querría separarme de ti. Eres mi hermana y mi mejor amiga.

May esboza una sonrisa tranquilizadora.

– No vas a perderme. No podrías perderme aunque quisieras. Ahora tengo coche. Vayas a donde vayas, iré a visitarte.

– Pero no será lo mismo.

– Claro que sí. Además, vendrás a trabajar a China City todos los días. Yen-yen querrá cuidar a su nieto. Y yo necesitaré ver a mi sobrino. -Me coge las manos-. Tenéis que compraros una casa, Pearl. Sam y tú os lo merecéis.

Sam está emocionadísimo. Aunque una vez me dijo que no le importaba no tener ningún hijo varón, es un hombre, y sé que lo deseaba y necesitaba. Joy se pone a dar saltos de alegría. Yen-yen llora, pero le preocupa mi edad. Padre Louie quiere comportarse como corresponde a un patriarca, intenta encerrar sus emociones en los puños, pero no puede evitar sonreír de oreja a oreja. Vern se planta a mi lado, un amable pero pequeño protector. No sé si parezco más alta y erguida porque me siento feliz o si lo que pasa es que Vern se vuelve tímido a mi lado, porque lo encuentro más bajo y robusto, como si su columna vertebral se encogiera y su pecho se ensanchara. Ya debería haber abandonado el encorvamiento de la adolescencia, pero a menudo advierto que se inclina hacia delante y pone las manos sobre los muslos, como si necesitara apuntalarse para soportar la fatiga o el aburrimiento.

El domingo, los tíos vienen a cenar para celebrarlo. Nuestra familia -como muchas de Chinatown- está creciendo. La población china de Los Ángeles se ha doblado desde que May y yo llegamos aquí. Y no se debe a que hayan revocado la Ley de Exclusión. Cuando se anunció, pensamos que era una noticia maravillosa, pero con el nuevo cupo sólo dejan entrar en el país a ciento cinco chinos cada año. Como siempre, la gente encuentra formas de burlar la ley. Tío Fred se ha traído a su mujer gracias a la Ley de Reagrupamiento Familiar. Mariko es una muchacha atractiva y tranquila; es japonesa, pero no se lo tenemos en cuenta. (La guerra terminó y ahora ella forma parte de nuestra familia, qué remedio.) Algunos se han traído a sus esposas gracias a otras leyes, y cuando hay hombres y mujeres juntos, nacen niños. Mariko ha tenido dos hijas, una detrás de otra. Todos queremos a Eleanor y Bess, pese a ser mestizas, aunque no las vemos tanto como nos gustaría. Fred y Mariko no viven en Chinatown. Han sabido aprovechar las leyes de ayuda a los veteranos para comprar una casa en Silver Lake, cerca del centro.

Los hombres llevan camiseta de tirantes y beben cerveza de la botella. Yen-yen -con unos holgados pantalones negros, una chaqueta negra de algodón y un collar de jade precioso-juega con Joy y las hijas de Mariko. May revolotea por la sala con un fino vestido de algodón de estilo americano, de falda amplia con cinturón. Padre Louie chasquea los dedos y nos sentamos a la mesa. Todos cogen sus mejores bocados con los palillos y me los ponen en el cuenco. Todos tienen algún consejo que darme. Y, curiosamente, todos están de acuerdo en que deberíamos buscar una casa donde criar al nieto de los Louie. May tenía razón: padre no sólo se ofrece a ayudarnos a pagarla, sino que nos propone pagarla a medias con la única condición de que su nombre aparezca también en las escrituras.

– Las parejas casadas están empezando a vivir separadas de sus suegros -comenta-. Parecería raro que no tuvierais vuestro propio hogar.

(Después de diez años, ya no teme que huyamos. Ahora somos su verdadera familia, y Yen-yen y él son la nuestra.)

– En este apartamento no se respira bien -interviene Yen-yen-. El niño necesitará un sitio donde jugar al aire libre, no un callejón.

(Pero para Joy estaba bien.)

– Espero que haya sitio para un poni -suspira Joy.

(No va a tener ningún poni, por mucho que aspire a ser vaquera.)

– Ahora que ha terminado la guerra, han cambiado muchas cosas -tercia tío Wilburt, manifestando, por fin, un optimismo sincero-. Puedes ir a bañarte a la piscina Bimini. Puedes sentarte donde quieras en el cine. Hasta podrías casarte con una lo fan.

– Pero ¿quién querría casarse con una lo fan? -pregunta tío Charley.

(Las leyes han cambiado, pero eso no significa que hayan cambiado las actitudes, ni en los orientales ni en los occidentales.)

Joy alarga un brazo sobre la mesa, sujetando los palillos, para coger un trozo de carne de cerdo. Su abuela le da un manotazo.

– ¡Come sólo de la bandeja que tienes delante!

Joy retira la mano, pero Sam mete sus palillos en la bandeja de la carne de cerdo y le llena el cuenco a su hija. Sam es un hombre -y pronto será el padre de un precioso varón-, por lo que Yen-yen no le corrige sus modales, pero más tarde le echará un sermón a Joy sobre la necesidad de ser virtuosa, elegante, cortés, educada y obediente, lo cual significa, entre otras cosas, aprender a coser y bordar, ocuparse de la casa y utilizar correctamente los palillos. Y todo eso lo dirá una mujer que no sabe hacer ninguna de esas cosas.

– Se han abierto muchas puertas -afirma tío Fred. Ha vuelto de la guerra con una caja llena de medallas. Su inglés, que ya era bastante bueno al principio, ha mejorado durante el servicio, pero con nosotros todavía habla en sze yup. Pensábamos que volvería a trabajar en el Golden Dragon Café, pero no-. Miradme a mí: el gobierno me ayuda a pagarme la universidad y la vivienda. -Levanta su botella de cerveza-. ¡Gracias, Tío Sam, por ayudarme a ser dentista! -Da un sorbo y añade-: El Tribunal Supremo dice que podemos vivir donde queramos. A ver, ¿dónde os gustaría vivir?

Sam se pasa una mano por el cabello y luego se rasca la nuca.

– Donde nos acepten. Tampoco quiero vivir donde no nos quieran.

– Por eso no te preocupes. Ahora los lo fan son mucho más tolerantes con nosotros. Muchos han pasado por las Fuerzas Armadas. Han conocido a gente de los nuestros y han combatido a su lado. Os recibirán bien en todas partes.

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