¿Acaso da la impresión de que pasamos semanas encerradas? No; nuestro retiro apenas duró dos días. Como somos jóvenes, nos curamos deprisa. Además, somos curiosas. Oímos ruidos al otro lado de la puerta, pero hicimos caso omiso durante horas. Hemos intentado no prestar atención a los martillazos y golpes que hacían temblar la casa. Oímos voces desconocidas, pero fingimos que eran los sirvientes. Cuando por fin abrimos la puerta, la casa había cambiado. Baba ha vendido casi todos los muebles al prestamista del barrio. El jardinero se ha marchado, pero el cocinero se ha quedado porque no tiene adónde ir y necesita techo y comida. Han dividido la casa y levantado tabiques para hacer habitaciones de huéspedes: un policía, su mujer y sus dos hijas se han instalado en la parte trasera; un estudiante vive en el pabellón del segundo piso; un zapatero remendón ha ocupado el hueco de debajo de la escalera; y dos bailarinas se alojan en el desván. Los alquileres ayudarán, pero no bastarán para mantenernos a todos.
En cierto modo, nuestras vidas vuelven a la normalidad, como pensábamos que sucedería. Mama sigue dando órdenes a todo el mundo, incluidos nuestros huéspedes, así que May y yo no tenemos que sacar el orinal, hacer las camas o barrer. Sin embargo, somos muy conscientes de lo bajo que hemos caído. En lugar de leche de soja, pastelillos de sésamo y palitos de masa fritos para desayunar, el cocinero prepara p'ao fan, sobras de arroz que flotan en agua hervida, con verduras en vinagre para darle un poco de sabor. La campaña de austeridad del cocinero también se refleja en los platos que sirve en la comida y la cena. Antes éramos una familia wu hun pu ch'ih fan, en cuyas comidas siempre hay carne. Ahora seguimos una dieta de culi, a base de judías germinadas, pescado salado, calabaza y verduras; todo acompañado de abundante arroz.
Baba sale cada mañana a buscar trabajo, pero nosotras no lo animamos ni le preguntamos nada cuando regresa por la noche. Como nos ha fallado, se ha vuelto insignificante. Si lo ninguneamos -degradándolo con nuestro desinterés y nuestra indolencia-, su desgracia no nos afectará. Así es como manejamos la ira y el dolor que sentimos.
May y yo también buscamos trabajo, pero no es fácil que te contraten. Necesitas kuang hsi, contactos. Para conseguir una recomendación, has de conocer a las personas adecuadas: un pariente, o alguien a quien lleves años halagando. Además, debes hacerle un regalo sustancioso -una pata de cerdo, un juego de dormitorio o el equivalente a dos meses de sueldo- a la persona que hará la presentación, y otro a la persona que te contratará, aunque sólo sea para hacer cajas de cerillas o redecillas para el pelo en una fábrica. Ahora no tenemos dinero para eso, y la gente lo sabe. En Shanghai, la vida fluye como un río incesante y sereno para los ricos y los afortunados. Para quienes tienen mala suerte, el olor de la desesperación es tan fuerte como el de un cadáver en descomposición.
Nuestros amigos escritores nos llevan a restaurantes rusos y nos invitan a cuencos de borscht y vodka barato. Los playboys -paisanos de buena familia que estudian en América y van de vacaciones a París- nos llevan al Paramount, el club nocturno más grande de la ciudad, donde nos divertimos, bebemos ginebra y escuchamos jazz. Vamos a oscuros cafés con Betsy y sus amigos americanos. Los chicos son atractivos y beben como esponjas. A veces May desaparece varias horas. No le pregunto adónde va ni con quién. Es lo mejor que puedo hacer.
No podemos evitar la sensación de que resbalamos, tropezamos, nos caemos.
May sigue posando para Z.G., pero a mí me resulta violento volver a su estudio después de la escena que le monté. Están terminando el anuncio de cigarrillos My Dear; May debe trabajar el doble, pues posa en su posición original y luego ocupa la mía detrás de la butaca. Ella me lo cuenta, y me anima a colaborar en otro calendario que le han encargado a Z.G. Yo poso para otros pintores, pero la mayoría sólo me hacen una fotografía y trabajan a partir de ella. Gano dinero, pero no mucho. Ahora, en lugar de conseguir nuevos alumnos, he perdido al único que tenía. Cuando le dije al capitán Yamasaki que May nunca aceptaría su proposición de matrimonio, me despidió. Pero sé que eso sólo fue una excusa. Por toda la ciudad, los japoneses se comportan de forma extraña. Los que viven en Little Tokyo hacen las maletas y abandonan sus apartamentos. Mujeres, niños y otros civiles regresan a Japón. Cuando veo que muchos de nuestros vecinos se marchan de Hongkew, cruzan el canal Soochow y se instalan temporalmente en la Colonia Internacional, lo atribuyo al carácter supersticioso de mis compatriotas, que, sobre todo los pobres, temen lo conocido y lo desconocido, lo de este mundo y lo de otros, a los vivos y los muertos.
Tengo la impresión de que todo ha cambiado. La ciudad que siempre he amado no presta atención a la muerte, la desesperación, el desastre o la pobreza. Donde antes veía luces de neón y glamour, ahora sólo veo gris: pizarra gris, piedra gris, el río gris. El Whangpoo, que antes ofrecía un aspecto festivo con sus buques de guerra de diferentes naciones, cada una con su llamativa bandera, ahora parece asfixiado con la llegada de más de una docena de imponentes barcos japoneses. Donde antes veía anchas avenidas y la luz de la luna, ahora veo montones de basura, roedores correteando y escarbando a su antojo, y a Carapicada Huang y sus matones del Clan Verde apaleando a deudores y prostitutas. El majestuoso Shanghai está construido sobre cieno. Nada permanece donde debería. Los ataúdes enterrados sin pesas de plomo van a la deriva. Los bancos ordenan revisar los cimientos de sus edificios a diario, para asegurarse de que las toneladas de plata y oro que contienen no los hayan inclinado. May y yo nos hemos deslizado de un Shanghai cosmopolita y seguro a un lugar tan inseguro como las arenas movedizas.
Ahora, lo que ganamos nos pertenece, pero ahorrar es difícil. Después de darle dinero al cocinero para que compre comida, no nos queda prácticamente nada. Estoy tan preocupada que no puedo dormir. Si las cosas siguen así, pronto subsistiremos a base de sopa de huesos. Si no puedo ahorrar nada, tendré que volver a trabajar para Z.G.
– Ya lo he superado -le digo a May-. No sé qué veía en él. Está demasiado flaco, y no me gustan sus gafas. Dudo mucho que algún día me case por amor. Eso es de burgueses; todo el mundo lo dice.
No me creo ni una palabra de lo que digo, pero May, que me conoce muy bien, responde:
– Me alegro de que te sientas mejor. De verdad. Estoy segura de que algún día el amor verdadero te encontrará.
Pero el amor verdadero ya me ha encontrado. En el fondo sigo sufriendo por Z.G. y pensando en él, aunque oculte mis sentimientos. Nos vestimos, y pagamos unos peniques para que nos lleven en carretilla hasta el apartamento del pintor. Por el camino, mientras el carretillero recoge a unos y deja a otros, no paro de pensar en que cuando vea a Z.G. en sus habitaciones, donde tuve tantos sueños infantiles, me moriré de vergüenza. Pero cuando llegamos, él se comporta como si no hubiera pasado nada.
– Estoy acabando una cometa nueva, Pearl. Es una bandada de oropéndolas. Ven a verla.
Me quedo a su lado, y me resulta extraño estar tan cerca de él. Z.G. me habla de la cometa, que es exquisita. Los ojos de cada oropéndola están diseñados para que el viento los haga girar. En cada segmento del cuerpo ha enganchado unas alas articuladas, y en las puntas de las alas, pequeñas plumas que temblarán en el aire.
– Es preciosa -digo.
– Cuando esté terminada, iremos los tres a hacerla volar -anuncia Z.G.
No es una invitación, sino que lo afirma. Pienso que, si a él no le importa que yo hiciera el ridículo, no puedo dejar que a mí me importe. Debo ser fuerte para contener mis sentimientos más profundos, que amenazan con abrumarme.
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