Por el camino, he pensado en las diferentes formas en que él podría reaccionar. He pensado que podría decir algo como: «No creo en el matrimonio, pero te amo, y quiero que vivas aquí conmigo.» He pensado que podría mostrarse valeroso: «Nos casaremos. Todo se arreglará.» He pensado que podría preguntarme por May e invitarla a vivir con nosotros. «La quiero como a una hermana», diría. Hasta he pensado que podría enfurecerse, salir corriendo en busca de baba y darle la paliza que se merece. Al final, dice la única cosa que no había previsto:
– Tienes que casarte. Parece un buen partido, y tu obligación es obedecer a tu padre. Cuando seas una niña, obedece a tu padre; cuando seas una esposa, obedece a tu esposo; cuando seas una viuda, obedece a tu hijo. Todos sabemos que así es como debe ser.
– ¡Yo no creo en nada de eso! Y creía que tú tampoco. Esa forma de pensar es propia de mi madre, no de ti. -Estoy dolida, pero sobre todo furiosa-. ¿Cómo puedes decirme algo así? Nos queremos. A la mujer que se ama no se le dicen esas cosas.
Z.G. no responde, pero su rostro logra expresar hastío y enfado por tener que tratar con una joven tan infantil.
Como estoy herida e indignada, y como soy demasiado joven para comportarme como es debido, me marcho precipitadamente. Bajo la escalera pisando fuerte, llorando, y me pongo en ridículo ante la casera de Z.G. actuando como una joven tan mimada como mi hermana May. No tiene ningún sentido, pero muchas mujeres -y también hombres- tienen arrebatos y se comportan de forma irreflexiva. Pienso… No sé qué pienso. Que Z.G. bajará corriendo detrás de mí. Que me abrazará, como en las películas. Que esta noche me raptará de la casa de mis padres y nos fugaremos. Que, en el peor de los casos, me casaré con Sam y luego tendré una relación que durará el resto de mi vida con la persona que amo, como hacen muchas mujeres de Shanghai hoy en día. Ése no sería un mal final, ¿verdad?
Cuando le cuento a May lo que ha pasado con Z.G., ella palidece, compadecida.
– No sabía que sintieras eso por él. -Habla con una voz tan débil y reconfortante que apenas la oigo.
Me abraza mientras lloro. Cuando paro de llorar, noto un temblor que proviene de lo más hondo de mi hermana. Estamos muy unidas. Pase lo que pase, juntas sobreviviremos.
Llevo mucho tiempo soñando con mi boda con Z.G., pero mi boda con Sam no se parece en nada a lo que había imaginado. No hay encaje de Chantilly, ni velo de ocho metros, ni fragantes cascadas de flores para la ceremonia occidental. Para el banquete chino, May y yo no nos ponemos vestidos rojos bordados y tocados de ave fénix que tiemblan al caminar. No hay una gran reunión familiar, no se intercambian cotilleos ni chistes; no hay niños correteando, riendo y chillando. A las dos de la tarde vamos al juzgado, donde nos esperan Sam, Vern y su padre. El venerable Louie es tal como lo recordaba: enjuto y de expresión adusta. Entrelaza las manos a la espalda y mira cómo las dos parejas firmamos los papeles: casados, 24 de julio de 1937. A las cuatro vamos al consulado americano a rellenar unos formularios para obtener nuestros visados. May y yo marcamos las casillas que indican que nunca hemos estado en la cárcel, en una casa de beneficencia ni en un manicomio; que no somos alcohólicas, anarquistas, mendigas profesionales, prostitutas, idiotas, imbéciles, débiles mentales, epilépticas, tuberculosas, analfabetas, ni padecemos inferioridad psicopática (signifique eso lo que signifique). En cuanto firmamos los impresos, el venerable Louie los dobla y se los guarda en el bolsillo de la chaqueta. A las seis, nos reunimos con baba y mama en un hotel anodino para chinos y extranjeros en mala racha, y luego cenamos en el comedor principal: los cuatro recién casados, nuestros padres y el venerable Louie. Baba se esfuerza en animar la conversación, pero ¿qué podemos decir? Hay una orquesta, pero nadie baila. Los platos vienen y van, pero hasta el arroz se me atraganta. Baba nos dice a May y a mí que sirvamos el té, como marca la tradición, pero el venerable Louie rechaza el ofrecimiento con un ademán.
Finalmente llega la hora de retirarnos a nuestras respectivas cámaras nupciales. Mi padre me susurra al oído:
– Ya sabes qué tienes que hacer. Una vez hecho, todo esto habrá terminado.
Sam y yo vamos a nuestra habitación. Él parece más tenso que yo. Se sienta en el borde de la cama, encorvado, y se mira las manos. He dedicado muchas horas a imaginar mi boda con Z.G., y también a imaginar nuestra noche de bodas y lo romántica que sería. Ahora pienso en mi madre, y por fin comprendo por qué siempre ha dado tan poco valor a las relaciones esposo-esposa. «Haces lo que tienes que hacer, y luego te olvidas», le he oído decir muchas veces.
No espero a que Sam se acerque, me abrace o me ablande con besos en el cuello. Me planto en medio de la habitación, me desabrocho el alamar del cuello, paso al alamar del pecho, y luego suelto el de la axila. Sam levanta la cabeza y me mira mientras yo desato los treinta alamares que recorren todo mi costado derecho. Dejo que el vestido resbale por mis hombros. Me balanceo un poco, insegura; pese a que hace una noche calurosa, siento frío. Mi coraje me ha traído hasta aquí, pero no sé qué hacer ahora. Él se levanta. Me muerdo el labio.
Todo resulta muy incómodo. Me da la impresión de que Sam no se atreve a tocarme, pero ambos hacemos lo que se espera de nosotros. Una punzada de dolor, y todo ha terminado. Mi marido se queda un momento encima de mí, apoyado en los codos, y me mira a los ojos. Yo no le devuelvo la mirada: observo la banda trenzada que sujeta la cortina. Estaba tan deseosa de terminar con esto que no he echado las cortinas. ¿Me convierte eso en una descarada o una desesperada?
Se separa de mí y se tumba de lado. Yo no me muevo. No quiero hablar, pero tampoco puedo dormir. Quizá esta noche y este momento pierdan toda importancia tras una vida entera de noches con mi verdadero esposo, quienquiera que sea. Pero ¿y May?
Me levanto cuando la habitación todavía está a oscuras, me doy un baño y me visto. Luego me siento en una silla, junto a la ventana, y contemplo dormir a Sam. Él despierta, sobresaltado, justo antes del amanecer. Mira alrededor como si no supiera dónde se halla. Entonces me ve y parpadea. Imagino lo que siente: un bochorno enorme por estar en esta habitación, y una especie de pánico al constatar que está desnudo, que yo estoy sentada a escasa distancia de él y que tiene que levantarse y vestirse. Desvío la mirada, como hice anoche. Sam se desliza hacia mi lado de la cama, sale de entre las sábanas y se dirige rápidamente al cuarto de baño. La puerta se cierra y oigo correr el agua del grifo.
Cuando llegamos al comedor, encontramos a Vern y May sentados a la mesa con el venerable Louie. El cutis de May ha adquirido el color del alabastro: blanco y con un tinte verdoso bajo la superficie. Vern estruja el mantel entre los puños; no levanta la cabeza cuando Sam y yo nos sentamos, y caigo en la cuenta de que todavía no lo he oído hablar.
– Ya he pedido -dice el venerable Louie, y se dirige al camarero-: Asegúrese de que nos lo traigan todo a la vez.
Bebemos el té a pequeños sorbos. Nadie hace comentarios sobre el paisaje, sobre la decoración del hotel ni sobre lo que estos chinos americanos van a visitar hoy.
El venerable Louie chasquea los dedos. El camarero vuelve a nuestra mesa. Mi suegro -qué extraña resulta esa palabra- le hace una seña para que se incline y le susurra algo al oído. El camarero se endereza, frunce los labios y sale del comedor. Regresa unos minutos más tarde con dos sirvientas, cada una de las cuales lleva una tela doblada.
El venerable Louie le hace señas a una de ellas para que se acerque, y le coge el fardo. Empieza a desplegar la tela y comprendo, horrorizada, que se trata de la sábana bajera de mi cama o la de May. Los clientes que se encuentran en el comedor muestran diferentes grados de interés. La mayoría de los extranjeros no parecen entender qué está pasando, aunque hay una pareja que sí, y se muestra consternada. Los chinos, en cambio -tanto los clientes como el personal del hotel-, parecen divertidos y curiosos.
Читать дальше