Los dedos del venerable Louie se detienen en cuanto llegan a una mancha de sangre.
– ¿A qué habitación corresponde esta sábana? -le pregunta a la criada.
– A la trescientos siete -contesta la muchacha.
El venerable Louie mira a sus hijos e inquiere:
– ¿Quién ocupaba esa habitación?
– Yo -contesta Sam.
Su padre suelta la sábana. Entonces coge la de May, e inicia de nuevo su desagradable examen. May despega los labios y respira lentamente por la boca. La sábana sigue moviéndose. La gente que nos rodea nos mira con atención. Bajo la mesa, noto que una mano se posa en mi rodilla. Es la mano de Sam. Cuando el venerable Louie llega al final de la sábana sin encontrar ninguna mancha de sangre, May se inclina hacia delante y vomita encima de la mesa.
Eso pone fin al desayuno. Nos piden un coche, y unos minutos más tarde, May, el venerable Louie y yo nos dirigimos a la casa de mis padres. Cuando llegamos, no hay charla superficial, no se sirve té, no hay palabras de felicitación, sino sólo recriminaciones. Cuando el venerable Louie empieza a hablarle a baba , abrazo a May por la cintura.
– Habíamos hecho un trato. -Utiliza un tono áspero que no deja lugar a la discusión-. Una de tus hijas te ha fallado. -Levanta una mano para impedir que mi padre ofrezca una excusa-. Te lo perdonaré. La muchacha es muy joven, y mi hijo…
Siento un profundo alivio al comprender que el venerable Louie da por sentado que anoche mi hermana y Vern no hicieron lo que se suponía que tenían que hacer, y no que lo hicieron y que mi hermana no era virgen. El resultado de esa segunda posibilidad es tan horripilante que ni siquiera me atrevo a contemplarlo: un examen médico. Si el médico encontrara a May intacta, no estaríamos peor que ahora. En el caso contrario, la obligarían a confesar, se anularía el matrimonio alegando que ella ya había tenido relaciones con otro hombre, mi padre volvería a tener problemas de dinero, quizá peores, y nuestro futuro estaría de nuevo en el aire, por no mencionar que la reputación de May quedaría mancillada para siempre -incluso en estos tiempos modernos- y la posibilidad de que se casara con el hijo de una buena familia -como Tommy Hu- desaparecería.
– Nada de eso importa -le dice Louie a mi padre, pero tengo la impresión de que responde a mis pensamientos-. Lo que importa es que están casados. Como ya sabes, mis hijos y yo tenemos asuntos que atender en Hong Kong. Nos vamos mañana, pero estoy preocupado. ¿Qué garantía tengo de que tus hijas se reunirán con nosotros? Nuestro barco zarpa hacia San Francisco el diez de agosto. Sólo faltan diecisiete días.
Se me hace un nudo en el estómago. ¡ Baba ha vuelto a mentirnos! May se separa de mí y corre escaleras arriba, pero yo no la sigo. Me quedo mirando a mi padre, con la esperanza de que diga algo. Pero no dice nada. Se retuerce las manos y adopta una actitud tan servil como la de un conductor de rickshaw.
– Me llevo sus ropas -decide el venerable Louie.
No espera que baba discuta, ni que yo ponga objeciones. Cuando empieza a subir la escalera, mi padre y yo lo seguimos. El venerable Louie abre una puerta tras otra hasta encontrar la habitación donde está May llorando sobre la cama. Al vernos, mi hermana se mete en el cuarto de baño y cierra de un portazo. La oímos vomitar otra vez. El anciano abre el armario, agarra un montón de vestidos y los lanza sobre la cama.
– No puede llevárselos -protesto-. Los necesitamos para posar.
– Los necesitaréis en vuestro nuevo hogar -me corrige-. A los maridos les gusta ver bien arregladas a sus esposas.
Es frío pero poco sistemático, despiadado pero ignorante. Deja nuestra ropa occidental en el armario o la tira al suelo, seguramente porque desconoce cuál es la moda en Shanghai este año. No coge el chal de armiño porque es blanco, el color de la muerte, pero sí una estola de zorro que May y yo compramos de segunda mano hace unos años.
– Pruébatelos -me ordena, tendiéndome un montón de sombreros que ha cogido del estante superior del armario, y yo obedezco-. Ya basta. Puedes quedarte con el verde y esa cosa con plumas. El resto me lo llevo. -Mira con desdén a mi padre-. Enviaré a buscar todo esto más tarde. Espero que ni tú ni tus hijas toquéis nada. ¿Me has entendido?
Baba asiente con la cabeza. El venerable Louie se vuelve hacia mí y me mira de arriba abajo.
– Tu hermana está enferma. Sé buena y ayúdala -dice, y se marcha.
Llamo a la puerta del cuarto de baño. May abre un poco, y entro. Está tumbada en el suelo, con la mejilla contra las baldosas. Me siento a su lado.
– ¿Te encuentras bien?
– Creo que me ha sentado mal el cangrejo de la cena. No es temporada de cangrejo, y no debí comerlo.
Me apoyo en la pared y me froto los ojos. ¿Cómo es posible que dos chicas bonitas hayan caído tan bajo en tan poco tiempo? Dejo las manos en el suelo y me quedo mirando el dibujo de azulejos amarillos, negros y azul turquesa que trepa por la pared.
Más tarde, unos culis vienen a llevarse nuestra ropa en cajones de madera. Los suben a un camión bajo la mirada de nuestros vecinos. En medio de todo eso, llega Sam. En lugar de dirigirse a mi padre, viene directamente hacia mí.
– Tenéis que coger un barco el siete de agosto para reuniros con nosotros en Hong Kong -me dice-. Mi padre ha comprado billetes para que viajemos juntos a San Francisco tres días más tarde. Éstos son vuestros documentos de inmigración. Mi padre dice que todo está en orden y que no tendremos problemas para entrar, pero quiere que también estudiéis este manual, por si acaso. -Lo que me entrega no es un libro, sino unas hojas dobladas y cosidas a mano-. Aquí están las respuestas que debéis dar a los inspectores si surge algún problema al bajar del barco. -Hace una pausa y frunce el entrecejo. Seguramente está pensando lo mismo que yo: ¿por qué debemos estudiar ese manual si todo está en orden?-. No te preocupes -agrega en tono confidencial, como si yo necesitara que me tranquilizara y su voz fuera a reconfortarme-. En cuanto hayamos pasado por inmigración, cogeremos otro barco que nos llevará a Los Ángeles.
Miro los papeles.
– Lo siento -añade Sam, y casi lo creo-. Lo siento mucho, por todo.
Se da la vuelta para marcharse, y mi padre -que de pronto recuerda que es el anfitrión- le pregunta:
– ¿Quieres que te busque un rickshaw ?
Sam me mira y contesta:
– No, no. Me parece que iré a pie.
Lo miro hasta que dobla la esquina, y entonces entro en casa y tiro a la basura los papeles que me ha dado. El venerable Louie, sus hijos y baba se equivocan mucho si creen que esto va a llegar muy lejos. Pronto los Louie estarán a bordo de un barco que los llevará a miles de kilómetros de aquí. Ya no podrán engañarnos ni obligarnos a hacer nada que no queramos hacer. Todos hemos pagado un precio por las apuestas de mi padre. Él ha perdido su negocio. Yo he perdido la virginidad. May y yo hemos perdido nuestra ropa y quizá, como consecuencia, nuestro sustento. Nos han hecho daño pero, según el estándar de Shanghai, todavía no somos pobres ni desgraciados.
Una vez superado este episodio tan terrible y agotador, May y yo volvemos a nuestra habitación, orientada hacia el este. Gracias a ello, normalmente resulta más fresca en verano, pero hace tanto calor y tanta humedad que vamos prácticamente desnudas, con sólo una fina combinación de seda rosa. No lloramos. No recogemos la ropa que el venerable Louie ha tirado al suelo ni el revoltijo que ha dejado en nuestro armario. Tomamos la comida que el cocinero deposita en una bandeja frente a nuestra puerta, pero no hacemos nada más. Estamos demasiado conmocionadas para expresar con palabras lo que ha ocurrido. Si pronunciamos esas palabras, tendremos que afrontar el cambio que se ha producido en nuestra vida y pensar qué hacer; pero mi mente es un torbellino de confusión, desesperación y rabia, y siento como si una niebla gris llenara mi cráneo. Nos tumbamos en la cama y procuramos… ni siquiera sé cuál es la palabra adecuada… ¿recuperarnos?
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