– Me encantaría -respondo-. A May y a mí nos encantaría.
Ella y Z.G. sonríen; es evidente que se sienten aliviados.
– Muy bien -dice el pintor frotándose las manos-. Y ahora, a trabajar.
May se cambia detrás de un biombo. Sale con unos pantalones cortos rojos y una corta camiseta amarilla atada en la nuca. Él le pone un pañuelo en la cabeza y se lo anuda bajo la barbilla. Yo me pongo un bañador rojo con estampado de mariposas; tiene una faldita y un cinturón que ciñe la cintura. Z.G. me anuda un lazo rojo y blanco en el pelo. May se monta en una bicicleta, con un pie en un pedal y el otro en el suelo. Poso una mano sobre la suya, en el manillar; con la otra, sujeto la bicicleta por detrás del asiento. Mi hermana me mira por encima del hombro, y yo la miro a ella. En cuanto Z.G. dice «Perfecto. No os mováis», ya no siento la tentación de mirarlo. Me concentro en May, sonrío y finjo que no hay nada que me haga tan feliz como empujar la bicicleta de mi hermana por una colina cubierta de hierba con vistas al mar, para anunciar el insecticida Earth contra moscas y mosquitos.
Z.G. comprende que cuesta mantener esa postura, y al poco rato nos deja descansar. Se pone a trabajar en el fondo, pintando un velero que navega por el mar, y luego pregunta:
– May, ¿le enseñamos a Pearl en qué hemos estado trabajando?
Mientras ella se cambia detrás del biombo, él guarda la bicicleta, enrolla el telón de fondo y arrastra un diván hasta el centro de la habitación. May regresa con una bata ligera, que deja caer al suelo cuando llega al diván. No sé qué me sorprende más: el hecho de que se quede desnuda o que parezca sentirse perfectamente cómoda. Se tumba sobre un costado, con un codo doblado y la cabeza apoyada en la mano. Z.G. le coloca una pieza de seda diáfana que le cubre parcialmente las caderas y los pechos, pero es tan fina que se le transparentan los pezones. El pintor desaparece un momento y vuelve con unas peonías rosa. Corta los tallos y distribuye las flores cuidadosamente alrededor de May. Luego destapa el cuadro, que hasta ese momento estaba cubierto con una tela en un caballete.
Está casi terminado, y es precioso. La suave textura de los pétalos de las peonías es un reflejo de la piel de May. Z.G. ha empleado una técnica llamada cabi dancai, que consiste en aplicar acuarelas sobre una capa de carboncillo, para conseguir un delicado tono sonrosado en las mejillas, los brazos y los muslos. En el cuadro, da la impresión de que mi hermana acabe de salir de un baño caliente. Nuestra nueva dieta, con más arroz y menos carne, y la palidez producida por los sucesos de los últimos días le dan un aire de languidez y lasitud. Z.G. ya ha aplicado esmalte negro en los ojos, que parecen seguir al espectador, invitándolo y seduciéndolo. ¿Qué vende May? ¿Loción Watson para la fiebre miliar, pomada Jazz para el cabello, cigarrillos Two Baby? No lo sé, pero tras mirar primero a mi hermana y luego el cuadro, veo que Z.G. ha conseguido el efecto hua chin i tsai -un cuadro terminado con emociones que perduran- que sólo los grandes maestros del pasado alcanzaban con sus obras.
Estoy conmocionada, muy conmocionada. He tenido relaciones esposo-esposa con Sam, pero esto refleja algo mucho más íntimo. Sin embargo, constituye una muestra de lo bajo que hemos caído May y yo. Supongo que esto no es más que una parte inevitable de nuestro viaje. Cuando empezamos a posar para pintores, nos invitaban a cruzar las piernas y sujetar ramos de flores en el regazo. Esa pose era una referencia tácita a las cortesanas de la época feudal, que llevaban ramilletes de flores entre las piernas. Más adelante nos pidieron que entrelazáramos las manos detrás de la cabeza y expusiéramos las axilas, una pose utilizada desde los inicios de la fotografía para representar el encanto y la sensualidad de las Flores Famosas de Shanghai. Un pintor nos plasmó persiguiendo mariposas a la sombra de unos sauces; todo el mundo sabe que las mariposas simbolizan a los amantes, mientras que «la sombra de los sauces» es un eufemismo que designa esa parte vellosa de la anatomía femenina. Pero este nuevo retrato va mucho más allá que cualquiera de aquéllos y, por supuesto, que aquel en que bailábamos un tango y que tanto disgustó a mama. Éste es un cuadro hermoso; May debe de haber posado desnuda durante horas ante la mirada de Z.G.
Pero no sólo estoy conmocionada. También estoy decepcionada porque May haya permitido que Z.G. la convenza para dejarse pintar así. Estoy enfadada con él por aprovecharse de la vulnerabilidad de mi hermana, y abatida por ver que May y yo tenemos que aceptarlo. Muchas mujeres empiezan así y acaban en la calle comerciando con su cuerpo. Aunque, por otra parte, así es la vida para las mujeres en general. Experimentas un lapsus de conciencia, olvidas el peligro de degradarte y lo que estás dispuesta a aceptar, y enseguida te hallas en el fondo. Te has convertido en una mujer con tres agujeros, la clase más baja de prostituta, como esas que viven en los burdeles flotantes del canal Soochow, donde ofrecen sus servicios a chinos tan pobres que no les importa contraer alguna enfermedad repugnante a cambio de unas monedas.
Pese a lo descorazonada y asqueada que estoy, al día siguiente vuelvo al apartamento de Z.G., y también en días posteriores. Necesitamos el dinero. Y tardo muy poco en quedarme casi desnuda. Dicen que hay que ser fuerte, inteligente y afortunado para soportar los momentos difíciles, la guerra, las catástrofes naturales o la tortura física. Pero yo opino que el maltrato emocional -la ansiedad, el miedo, la culpabilidad y la degradación- es mucho peor y más difícil de sobrellevar. Es la primera vez que May y yo experimentamos algo así, y eso socava nuestra energía. A mí me resulta casi imposible dormir; May, en cambio, se retira en cuanto puede a las profundidades del sueño. Se queda en la cama hasta mediodía. Duerme la siesta. A veces, hasta se queda dormida mientras Z.G. pinta. Entonces él le deja abandonar la pose para dormitar un rato en el sofá. Mientras Z.G. me pinta a mí, yo miro a May, que descansa con una mano tapándole parcialmente la cara, pensativa incluso dormida.
Somos como dos langostas que van muriendo lentamente en una olla de agua hirviendo. Posamos para Z.G., asistimos a fiestas y bebemos frappés de absenta. Vamos a los clubs con Betsy y dejamos que nos paguen las copas. Vamos al cine. Vamos a ver escaparates. No entendemos qué nos está pasando, sencillamente.
Se acerca la fecha en que supuestamente debemos partir a Hong Kong para reunirnos con nuestros maridos, pero no tenemos ninguna intención de subir a ese barco. No podríamos embarcar aunque quisiéramos, porque yo tiré los billetes, pero eso no lo saben nuestros padres. Simulamos hacer las maletas para que ellos no sospechen nada. Escuchamos sus consejos para viajar. La noche anterior a nuestra partida, baba y mama nos llevan a cenar fuera y nos dicen cuánto nos echarán de menos. May y yo despertamos pronto a la mañana siguiente, nos vestimos y salimos antes de que se levante nadie. Cuando volvemos a casa por la noche -mucho después de que el barco haya zarpado-, mama llora de alegría al ver que seguimos aquí, y baba nos grita por no haber cumplido con nuestro deber.
– ¡No entendéis lo que habéis hecho! -exclama-. Vamos a tener problemas.
– Te preocupas demasiado -replica May con voz dulce-. El venerable Louie y sus hijos se han marchado de Shanghai, y dentro de unos días se marcharán de China para siempre. Ahora ya no pueden hacernos nada.
La ira deforma las facciones de baba. Por un instante pienso que va a pegar a May, pero luego aprieta los puños, se dirige al salón y da un portazo. Mi hermana me mira y se encoge de hombros. Entonces nos volvemos hacia mama , que nos lleva a la cocina y ordena al cocinero que nos prepare té y nos dé un par de esas deliciosas galletas de mantequilla inglesas que tiene guardadas en una lata.
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