Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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Once días más tarde, llueve por la mañana y el calor y la humedad son más soportables que de costumbre. Z.G., en un arranque de despilfarro, contrata un taxi y nos lleva a la pagoda Lunghua, en las afueras de la ciudad, para remontar su cometa. No es el sitio más bonito del mundo. Hay una pista de aterrizaje, un campo de ejecución y un campamento de soldados chinos. Caminamos con dificultad hasta que Z.G. encuentra un lugar adecuado. Unos soldados -llevan zapatillas de tenis gastadas y rotas, y uniformes con desgarrones e insignias prendidas con alfileres en los hombros- dejan a un cachorro con el que están jugando y vienen a ayudarnos.

Cada oropéndola está atada mediante un hilo y un gancho al hilo principal. May coge la oropéndola guía y la levanta. Con ayuda de los soldados, yo engancho otra al hilo principal. Las oropéndolas van despegando una a una, hasta que, al poco rato, las doce de la bandada zumban, descienden en picado y revolotean por el aire. Parecen libres allí arriba. La brisa agita el cabello de May, que contempla el cielo haciéndose visera con una mano. La luz reluce en las gafas de Z.G., quien sonríe. Me indica que me acerque y me cede el control de la cometa. Las oropéndolas están hechas de papel y madera de balsa, pero el viento tira con fuerza; Z.G. se coloca detrás de mí y pone sus manos sobre las mías para ayudarme a sujetar el carrete. Sus muslos se pegan a los míos, y mi espalda a su torso. Disfruto con la sensación de estar tan cerca, convencida de que sabe lo que aún siento por él. A pesar de que Z.G. está allí para sujetarme, el tirón de la cometa es tan fuerte que temo salir volando con las oropéndolas más allá de las nubes.

Mama solía contarnos un cuento sobre una cigarra posada en la rama de un árbol. La cigarra canta y bebe rocío, sin reparar en la mantis religiosa que tiene detrás. La mantis arquea una pata delantera para golpear a la cigarra, pero no ve que detrás tiene a una oropéndola. El pájaro estira el cuello para atrapar a la mantis, a la que pretende zamparse, pero no sabe que un niño ha salido al jardín con una red. Tres animales -la cigarra, la mantis y la oropéndola- codician una presa sin saber que los amenaza otro peligro, mayor e ineludible.

Esa misma tarde, los soldados chinos y japoneses intercambian los primeros disparos.

Flores blancas de ciruelo

Al día siguiente, 14 de agosto, nos despierta un ruido inusual en la calle. Retiramos la cortina y vemos pasar una riada de gente por delante de casa. ¿Sentimos curiosidad? En absoluto, porque nuestro pensamiento está ocupado en cómo sacarle el máximo partido al dólar que tenemos para ir de compras. No es ninguna frivolidad. Como chicas bonitas, necesitamos conjuntos a la moda. Hemos hecho todo lo posible para mezclar y combinar las prendas occidentales que no se llevó el venerable Louie, pero necesitamos ponernos al día. No pensamos en la moda del otoño venidero, porque los pintores para los que trabajamos ya están pintando calendarios y anuncios para la próxima primavera. ¿Qué cambios introducirán los diseñadores occidentales en la ropa del año que viene? ¿Añadirán un botón a los puños, acortarán las faldas, bajarán el escote, estrecharán la cintura? Decidimos ir a la calle Nanjing a mirar los escaparates para adivinar las nuevas tendencias. Luego pasaremos por el departamento de mercería de los altísimos almacenes Wing On y compraremos cintas, encaje y otros adornos para arreglar nuestros trajes.

May se pone un vestido con estampado de flores blancas de ciruelo sobre un fondo azul verdoso. Yo escojo unos holgados pantalones blancos de lino, y una camiseta azul marino de manga corta. Pasamos el resto de la mañana revisando lo que queda en nuestro armario. A May le encanta arreglarse; tarda horas en elegir el pañuelo más adecuado para el cuello o el bolso que mejor combina con sus zapatos, así que va diciéndome qué necesitamos y yo lo anoto.

Por la tarde, nos ponemos sombrero y cogemos sombrillas para protegernos del sol de agosto. Como ya he dicho, el mes de agosto es terriblemente cálido y húmedo en Shanghai; el cielo suele estar blanco y la atmósfera es asfixiante. Hoy hace calor, pero el cielo está despejado. De no ser por la cantidad de gente que hay en las calles, incluso diría que hace un día agradable. La gente lleva cestos, gallinas, ropa, comida y tablillas funerarias. A las abuelas y madres con pies de loto las ayudan a caminar sus hijos o esposos. Los jóvenes llevan pértigas sobre los hombros, al estilo culi; en las banastas que cuelgan de ambos extremos van sus hermanos pequeños. Los ancianos, los enfermos y los lisiados van en carros y carretillas. Los que pueden permitírselo han pagado a culis para que carguen con sus maletas, baúles y cajas; pero la mayoría es gente pobre, campesinos. May y yo montamos en un rickshaw para no mezclarnos con ellos.

– ¿Quién es toda esta gente? -pregunta mi hermana.

Tengo que pensarlo. Estoy muy desconectada de lo que sucede a mi alrededor.

– Son refugiados -contesto, y reflexiono sobre esa palabra, que jamás había pronunciado en voz alta.

May arruga la frente.

Si da la impresión de que esta turbulencia ha aparecido de la noche a la mañana, es porque a nosotras nos lo parece. May no presta mucha atención a lo que pasa en el mundo, pero yo estoy más al día que ella. En 1931, cuando yo tenía quince años, los bandidos enanos invadieron Manchuria, en el norte, e instauraron un gobierno títere. Cuatro meses más tarde, a principios del nuevo año, entraron en el distrito de Chapei cruzando el canal Soochow, justo al lado de Hongkew, donde vivimos nosotras. Al principio creímos que eran fuegos artificiales. Baba me llevó al final de la calle Norte de Sichuan, y desde allí vimos de qué se trataba. Fue espantoso ver cómo explotaban las bombas, y peor aún ver a los habitantes de Shanghai con traje de noche, bebiendo licor de petacas, comiendo sándwiches, fumando cigarrillos y riendo ante aquel espectáculo. Sin la ayuda de los extranjeros, que se habían enriquecido a costa de nuestra ciudad, el ejército chino repelió el ataque. Japón rechazó el alto el fuego durante once semanas. Después se reconstruyó Chapei y nos olvidamos del incidente.

El mes pasado dispararon contra el puente de Marco Polo, en la capital. Ese fue el inicio oficial de la guerra, pero nadie pensó que los bandidos enanos pudieran llegar tan al sur en tan poco tiempo. «Que tomen Hopei, Shantung, Shansi y un poco de Honan», pensábamos. Los micos necesitarían tiempo para digerir todo ese territorio. No se plantearían avanzar hacia el sur, hasta el delta del Yangtsé, hasta haber tomado el control y sofocado los levantamientos. Los desgraciados que vivieran bajo el dominio extranjero se convertirían en wang k'uo nu , esclavos de la tierra perdida. May y yo no sospechamos que el caudal de refugiados que está cruzando el puente del Jardín con nosotras tiene más de quince kilómetros de largo. Hay muchas cosas que no sabemos.

En gran medida, vemos el mundo como llevan los campesinos viéndolo miles de años. Ellos siempre han dicho que las montañas son altas y que el emperador está lejos, lo cual significa que las intrigas de palacio y las amenazas imperiales no tienen ningún impacto en sus vidas. Siempre se han comportado como si pudieran hacer lo que quisieran sin temor a las represalias ni las consecuencias. En Shanghai también damos por hecho que lo que pasa en otras partes de China nunca nos afectará. Al fin y al cabo, el resto del país es grande y atrasado, y nosotros vivimos en un puerto franco gobernado por extranjeros, de modo que técnicamente ni siquiera formamos parte de China. Además, estamos convencidos de que, aunque los japoneses lleguen a Shanghai, nuestro ejército los rechazará como ocurrió hace cinco años. Pero el generalísimo Chiang Kai-shek tiene otras ideas. Él quiere que los enfrentamientos con los japoneses lleguen hasta el delta, donde podrá suscitar el orgullo nacional y la resistencia, y al mismo tiempo consolidar los sentimientos contra los comunistas, que llevan tiempo hablando de guerra civil.

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