Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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May se tapa la boca con el dorso de la mano, se levanta y sale de la habitación.

– Dile a tu hermana que concertaré una cita para esta tarde -añade mi padre-. Y podéis dar gracias de que haya acordado vuestros matrimonios con dos hermanos. Así siempre estaréis juntas. Y ahora, sube a tu habitación. Tu madre y yo tenemos mucho de que hablar.

Al otro lado de la ventana, los vendedores de desayunos se han retirado y un torrente de mercachifles ha ocupado su lugar. Sus voces nos cantan, hechizándonos, tentándonos:

– ¡ Pu, pu, pu, raíz de junco para dar brillo a los ojos! ¡Dádsela a vuestros hijos y no tendrán sarpullidos en todo el verano!

– ¡ Hou, hou, hou , deja que te afeite la cara, que te corte el pelo, que te corte las uñas!

– ¡ .A-hu-a, a-hu-a, sal a vender tus trastos viejos! ¡Cambio botellas extranjeras y cristal roto por cerillas!

Un par de horas más tarde, a mediodía, llego a la zona de Hongkew conocida como Little Tokyo para dar clase a mi alumno. ¿Por qué no lo he cancelado? Cuando el mundo se derrumba, lo cancelas todo, ¿no? Pero May y yo necesitamos el dinero.

Aturdida, subo en ascensor hasta el apartamento del capitán Yamasaki. Formó parte del equipo olímpico japonés en 1932 y le gusta revivir sus glorias en Los Ángeles. No es mala persona, pero está obsesionado con May. Mi hermana cometió el error de salir con él varias veces, y el capitán me pregunta por ella antes de cada clase.

– ¿Dónde está tu hermana? -me pregunta en inglés cuando termino de revisar sus deberes.

– Está enferma -miento-. Está durmiendo.

– Lo lamento. Todos los días te pregunto cuándo volverá a salir conmigo. Todos los días me contestas que no lo sabes.

– Todos los días no. Sólo nos vemos tres veces por semana.

– Por favor, ayúdame a casarme con May. Te daré…

Me entrega una hoja de papel donde ha anotado las condiciones de la boda. Veo que ha empleado su diccionario japonés-inglés, pero, francamente, es demasiado para mí. Miro el reloj. Todavía me quedan quince minutos. Doblo la hoja y la guardo en el bolso.

– Lo corregiré y se lo devolveré en nuestra próxima clase.

– ¡Dáselo para May!

– Dáselo a May -lo corrijo-. Lo haré, pero tenga en cuenta que ella es demasiado joven para casarse. Mi padre no lo permitirá. -Con qué facilidad salen las mentiras de mi boca.

– Debería. Debe. Son tiempos de amistad, cooperación y prosperidad. Las razas asiáticas deberían unirse contra Occidente. Los chinos y los japoneses somos hermanos.

Eso no es cierto. Nosotros los llamamos «bandidos enanos» y «micos». Pero el capitán siempre insiste en ese tema, y ya domina los eslóganes en inglés y en chino.

Me mira con resentimiento.

– No vas a dárselo, ¿verdad? -inquiere, y como no contesto lo bastante deprisa, frunce el entrecejo-. No me fío de las jóvenes chinas. Siempre mienten.

No es la primera vez que me lo dice, y su afirmación me molesta tanto como las otras veces.

– No le miento -protesto, pese a que lo he hecho varias veces desde que hemos empezado esta clase.

– Las jóvenes chinas nunca cumplen la promesa. Sus corazones mienten.

– Sus promesas. Mienten -vuelvo a corregir. Necesito desviar la conversación hacia otro tema. Hoy se me ocurre fácilmente-: ¿Le gustó Los Ángeles?

– Sí, mucho. Pronto volveré a América.

– ¿Para participar en otro campeonato de natación?

– No.

– ¿Para estudiar?

– No; voy a ir como… -empieza, pero recurre al chino para utilizar una palabra que conoce muy bien en nuestra lengua-: conquistador.

– ¿En serio? ¿Cómo es eso?

– Vamos a marchar hasta Washington -contesta volviendo al inglés-. Las jóvenes yanquis nos lavarán la ropa.

Se echa a reír. Yo también. Seguimos así un rato.

En cuanto pasa la hora de clase, cojo mi dinero, escaso, y me voy a casa. May duerme. Me tumbo a su lado, pongo una mano en su cadera y cierro los ojos. Me gustaría quedarme dormida, pero mi pensamiento me sacude con imágenes y emociones. Me creía muy moderna. Creía que podía tomar mis propias decisiones. Creía que no me parecía en nada a mi madre. Sin embargo, la afición de baba al juego ha dado al traste con todo eso. Van a venderme -a canjearme, como han hecho con tantas jóvenes antes que conmigo- para ayudar a mi familia. Me siento tan atrapada e impotente que casi no puedo respirar.

Intento convencerme de que la situación no es tan grave como parece. Mi padre afirma que no estaremos obligadas a irnos con esos desconocidos a la otra punta del mundo. Si lo preferimos, firmaremos los papeles, nuestros «maridos» se marcharán y la vida seguirá como siempre, con una única gran diferencia: tendremos que dejar la casa paterna y ganarnos la vida. Esperaré a que mi marido salga del país, alegaré abandono y conseguiré el divorcio. Y entonces me casaré con Z.G. (Tendrá que ser una boda más sencilla que la que había imaginado, quizá sólo una fiesta en alguna cafetería, con nuestros amigos pintores y algunas modelos de calendario.) Me buscaré un trabajo serio, de día. May vivirá con nosotros hasta que se case. Nos cuidaremos la una a la otra. Saldremos adelante.

Me incorporo y me froto las sienes. Tengo unos sueños estúpidos. Quizá lleve demasiado tiempo viviendo en Shanghai.

Sacudo suavemente a mi hermana por el hombro.

– Despierta, May.

Abre los ojos, y por un instante veo todo el encanto y toda la ingenuidad que guarda en su interior desde que era una cría. Luego se acuerda de lo que ha pasado y su rostro se ensombrece.

– Tenemos que vestirnos -le digo-. Casi ha llegado la hora de conocer a nuestros maridos.

¿Qué nos ponemos? Los hijos de Louie son chinos, de modo que quizá debamos vestir cheongsams tradicionales. Aunque también son americanos, así que tal vez sea mejor llevar algo que les demuestre que nosotras también estamos occidentalizadas. No queremos complacerlos, pero tampoco estropear el trato. Optamos por unos vestidos de rayón con estampado de flores. Finalmente nos miramos, nos encogemos de hombros como admitiendo lo inútil que nos parece todo esto, y salimos de casa.

Llamamos a un conductor de rickshaw para que nos lleve al lugar que mi padre ha acordado para la cita: la puerta del jardín Yu Yuan, en el centro de la ciudad vieja. El hombre -calvo y con cicatrices de tiña- nos lleva bajo el calor entre la multitud; atravesamos el canal Soochow por el puente del Jardín y recorremos el Bund, la ribera del río Whangpoo. Pasamos al lado de diplomáticos, colegialas con uniforme almidonado, prostitutas, caballeros y sus damas, y miembros del famoso Clan Verde, vestidos de negro. Ayer, esta mezcla resultaba emocionante. Hoy me parece una atmósfera sórdida y opresiva.

El río Whangpoo se desliza a nuestra izquierda como una serpiente indolente; su mugrienta piel se levanta, late y resbala. En Shanghai no se puede huir del río; todas las calles de la ciudad que van hacia el este acaban en él. Por el Whangpoo navegan buques de guerra de Gran Bretaña, Francia, Japón, Italia y Estados Unidos. Los sampanes -en los que cuelgan cuerdas, ropa y redes- se apiñan como insectos sobre el cuerpo de un animal muerto. Se disputan el derecho de paso entre los transatlánticos y las balsas de bambú. Los culis, desnudos hasta la cintura y sudorosos, llenan los muelles, donde descargan opio y tabaco de los barcos mercantes, arroz y grano de los juncos que vienen de río arriba, y salsa de soja, cestos de pollos y enormes fardos de esteras de ratán enrolladas de las gabarras fluviales.

A nuestra derecha se alzan espléndidos edificios de seis plantas, palacios extranjeros de riqueza, avidez y avaricia. Dejamos atrás el hotel Cathay con su tejado en forma de pirámide, la Aduana con su gran torre del reloj, y el Banco de Hong Kong y Shanghai con sus majestuosos leones de bronce, que incitan a los transeúntes a frotarles las garras, un gesto que garantiza suerte a los hombres e hijos varones. Llegamos a la Concesión Francesa, pagamos el trayecto y continuamos a pie por el Quai de France. Unas manzanas más allá, nos alejamos del río y entramos en la ciudad vieja.

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