Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una niña es abandonada en un barco con destino a Australia. Una misteriosa mujer llamada la Autora ha prometido cuidar de ella, pero la Autora desaparece sin dejar rastro…
Un terrible secreto sale a la luz…
En la noche de su veintiún cumpleaños, Nell O’Connor descubre que es adoptada, lo que cambiará su vida para siempre. Décadas más tarde, se embarca en la búsqueda de la verdad de sus antepasados que la lleva a la ventosa costa de Cornualles.
Una misteriosa herencia que llega en el siglo XXI…
A la muerte de Nell, su nieta Casandra recibe una inesperada herencia: una cabaña y su olvidado jardín en las tierras de Cornualles que es conocido por la gente por los secretos que estos esconden. Aquí es donde Casandra descubrirá finalmente la verdad sobre la familia y resolverá el misterio, que se remonta un siglo, de una niña desaparecida.

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Más tarde, reflexionando sobre los hechos pasados, Cassandra supo que había sido la maleta la que la encontró a ella, tal como lo había hecho la primera vez.

Después de una noche que pasó rastreando los cuartos desocupados y repletos de Nell, distrayéndose, a pesar de sus mejores intenciones, con este o aquel recuerdo, acabó terriblemente cansada. No sólo física, sino también mentalmente. El fin de semana se había cobrado su precio. Le vino de pronto y de modo intenso el cansancio de los cuentos de hadas, un deseo mágico de rendirse al sueño.

En vez de bajar a su cuarto, se acurrucó debajo de la manta de Nell, todavía vestida, y dejó que su cabeza se hundiera en la mullida almohada. El olor era descorazonadoramente familiar -talco con perfume a lavanda, limpiaplata, jabón Palmolive- y se sintió como si estuviera apoyando la cabeza en el pecho de Nell.

Durmió como los muertos, oscuramente y sin sueños. A la mañana siguiente, cuando despertó, tuvo la sensación de haber dormido mucho más que una noche.

El sol entraba en la habitación a través de las cortinas -como la luz de un faro- y observó, mientras yacía allí, las partículas de polvo, flotando. Podía haber extendido la mano para atraparlas con la punta de los dedos, pero no lo hizo. En cambio, permitió que su mirada siguiera el rayo de luz, volviendo su cabeza hacia el lugar sobre el que caía. El lugar, en lo alto del armarlo, cuyas puertas se habían abierto durante la noche para mostrar, en el estante superior, debajo de un batiburrillo de bolsas de plástico llenas de ropa para la iglesia de San Vicente, una vieja maleta blanca.

11

Océano Índico, novecientas millas más allá del cabo de Buena Esperanza, 1913

Le había llevado mucho tiempo llegar a América. En los relatos que su padre le contaba, había dicho que estaba más lejos que Arabia, y la pequeña sabía que eran necesarios cien días y sus noches para llegar allí. La pequeña había perdido la cuenta de los días, pero sabía que había transcurrido bastante tiempo desde que subieron al barco. Tanto, que se había acostumbrado a la sensación de estar siempre en movimiento. Adquirir piernas de marinero, se decía. Había aprendido todo sobre el tema en los relatos de Moby Dick.

Pensar en Moby Dick hizo que la niña se entristeciera mucho. Le recordaba a su papá, a las historias que le leía sobre la gran ballena, los dibujos que le dejaba mirar en su estudio, dibujos que había hecho de océanos oscuros y grandes naves. La pequeña sabía que se llamaban ilustraciones, disfrutando con la larga palabra mientras la repetía mentalmente, y que un día serían incluidas en un libro, un libro de verdad que otros niños leerían. Porque eso era lo que hacía papá, ponía dibujos a las historias. O lo había hecho en una ocasión. También hacía cuadros de gente, pero a la pequeña no le gustaban, porque le parecía que sus ojos la seguían por la habitación.

El labio inferior de la pequeña comenzó a temblar como sucedía a veces, cuando pensaba en papá y mamá, y se lo mordió. Al principio había llorado mucho. No había sido capaz de contenerse; extrañaba a sus padres. Pero ya no lloraba tanto, y nunca frente a otros niños. Podían pensar que era demasiado pequeña para jugar con ellos y entonces, ¿qué sería de ella? Además, mamá y papá se reunirían pronto con ella. Estarían esperándola cuando el barco llegara a América. ¿Estaría allí también la Autora?

La pequeña frunció el ceño. En todo el tiempo que le había llevado adquirir las piernas de marinero, la Autora no había regresado. Esto la confundía puesto que la dama le había dado instrucciones muy estrictas sobre cómo tenían que permanecer siempre juntas, y evitar separarse sin importar el motivo. Tal vez se estaba ocultando. Tal vez todo era parte de un juego.

La pequeña no estaba segura. Se sintió agradecida cuando conoció a Will y a Sally en el muelle, aquella primera mañana, de otro modo no habría estado segura de saber dónde dormir, cómo obtener comida. Will y Sally y sus hermanos y hermanas -eran tantos que la pequeña tenía dificultades para llevar la cuenta- sabían todo sobre cómo encontrar comida. Le habían mostrado toda clase de lugares en el barco en donde podía encontrarse una porción extra de carne salada. (A ella no le gustaba mucho el sabor, pero Will se rió y dijo que podía no ser a lo que estaba acostumbrada, pero que servía para una vida de perros.) En general, eran amables con ella. La única vez que se enojaron fue cuando se negó a decirles su nombre. Pero la pequeña sabía muchos juegos, sabía cómo seguir las reglas y la Autora le había dicho que ésa era la regla más importante de todas.

La familia de Will tenía varias literas en las cubiertas inferiores, junto a muchos otros hombres, mujeres y niños, más gente de lo que la pequeña había visto nunca congregada en un solo lugar. También tenían una madre viajando con ellos, aunque la llamaban «Mami». No se parecía en nada a su madre, no tenía su bello rostro ni su encantador cabello oscuro, peinado alto por Poppy cada mañana. «Mami» era más como las mujeres que veía a veces cuando las carretas atravesaban la ciudad, con faldas remendadas, botines estropeados y manos cuarteadas como el par de guantes viejos que Davies usaba en el jardín.

Cuando Will llevó por primera vez abajo a la pequeña, Mami estaba sentada en la litera más baja, dando de mamar a un bebé, mientras otro yacía a su lado.

– ¿Quién es ésta? -preguntó.

– No nos quiere decir su nombre. Dice que espera a alguien, que se supone que está escondida.

– Escondida, ¿eh? -La mujer indicó a la pequeña que se acercara-. ¿De quién te escondes entonces, niña?

Pero la pequeña no dijo nada, sólo sacudió la cabeza.

– ¿Dónde está su gente?

– No creo que tenga a nadie -dijo Will-. Al menos que yo haya visto. Se estaba escondiendo cuando la encontré.

– ¿Es así, pequeña? ¿Tú sola?

La pequeña consideró la pregunta y decidió que era mejor estar de acuerdo que hablar de la Autora. Asintió.

– Bueno, bueno. Una cosita como tú, completamente sola en alta mar. -Mami sacudió la cabeza y acomodó al bebé que lloraba-. ¿Ésa es tu maleta? Tráela y deja que Mami le eche un vistazo.

La pequeña observó cómo Mami abría las hebillas y alzaba la tapa. Hizo a un lado el libro de cuentos de hadas y el segundo vestido nuevo, dejando a la vista el sobre que estaba debajo. Mami pasó el dedo debajo del sello y lo abrió. Tomó una pequeña pila de papeles de su interior.

Los ojos de Will se agrandaron.

– Billetes. -Miró a la pequeña-. ¿Qué haremos con ella, Mami? ¿Avisamos al encargado?

Mami guardó los billetes en el sobre otra vez, lo dobló en tres, y lo guardó en la parte delantera de su vestido.

– No tiene mucho sentido decírselo a nadie a bordo -dijo por fin-, no que yo crea. Se quedará con nosotros hasta que lleguemos al otro lado del mundo, luego veremos quién la espera. Y veremos cómo nos agradecen nuestros esfuerzos. -Entonces sonrió, mostrando huecos oscuros entre sus dientes.

La pequeña no tenía mucho contacto con Mami, y por ello estaba agradecida. Mami se mantenía ocupada con los bebés, uno de los cuales siempre parecía estar enganchado en su pecho. Estaban mamando, o eso decía Will, aunque la pequeña nunca había oído esa palabra. Al menos no aplicada a la gente; había visto a los animales pequeños alimentándose en las granjas de la propiedad. Estos bebés eran como un par de cerditos, no hacían prácticamente nada, salvo llorar, beber y engordar. Y mientras que los bebés mantenían ocupada a Mami, los otros se ocupaban de sí mismos. Estaban habituados a eso, le dijo Will, porque así tenían que hacerlo en casa. Provenían de un lugar llamado Bolton y, cuando no tenía bebés para cuidar, su madre trabajaba en una fábrica de algodón, todo el día. Por eso tosía tanto. La pequeña entendió: tampoco su madre estaba bien, aunque no tosiera como lo hacía Mami.

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