Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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El crítico había escrito un largo artículo que hacía una semblanza bastante aguda, sin llegar a malintencionada, de ciertos poetas que en ese instante descansaban en sus cuartos, bajo el mismo techo que Nacho. Se notaban sus esfuerzos por ser delicado, pero aun así, sus capacidades retóricas eran insuficientes para lograr encubrir la realidad, o asearla un poco. Después de leer el texto, Nacho se enteró, por ejemplo, de que parecía probado que Fabio Arjona prestó una cantidad respetable de dinero al laureado poeta latinoamericano Rilke Sánchez, y que sin duda cuando lo hizo le constaba que este último no sería capaz de devolvérsela jamás, pero Rilke era miembro permanente de un prestigioso premio literario en su país de origen, uno de los más importantes en lengua española a ambos lados del océano, al que casualmente Fabio Arjona se había postulado con un librito de poemas «que no era lo mejor de lo suyo». Arjona no logró alzarse con el codiciado galardón, ni el año del préstamo ni los tres siguientes. Cuando se resignó a la idea de que no lo conseguiría por mas que lo intentara todos los años, contó a todo el mundo lo del préstamo que le había hecho a don Rilke, que montó en cólera al enterarse y, a la pregunta de un joven espectador, que entre irónico y avergonzado comparó su situación con la deuda externa de algunos países latinoamericanos, Rilke juró ante un auditorio de más de trescientas personas, mientras participaba en una mesa redonda en el Centro Cultural de España en Lima, que algún día le devolvería a Fabio, «a golpe por céntimo», cada uno de los dólares que había recibido del madrileño. Acto seguido calificó a su acreedor de «guataca» y «mojón rítmico», y el público estalló en nerviosas carcajadas.

Por su lado, Pascual Coloma no le había perdonado nunca al difunto Fabio Arjona que no apoyara una solicitud de candidatura oficial al ayuntamiento de Estocolmo para que le fuese concedido el Premio Nobel de Literatura (Nacho se preguntó si eso de la concesión del Premio Nobel funcionaba de manera parecida a lo de los juegos Olímpicos). Una candidatura que, sin embargo, tuvo un apoyo multitudinario y suscribieron incluso varios futbolistas del Real Madrid, que hasta entonces no habían brillado públicamente por su afición a la lírica.

A propósito de Coloma, Fernando le había dicho a Nacho: «Pero si Pascual… ¡hasta se ha casado dos veces con traductoras suecas! Bueno, vale, miento. En realidad, primero se casa con una sueca y luego la convierte en traductora. De su obra, faltaría más. Así combina con naturalidad y sencillez la vida familiar con su carrera hacia el Nobel, asegurándose de que los miembros de la Academia sueca puedan leer sus obras en su propio idioma.» Nacho supuso que Pascual Coloma le habría tenido guardado el agravio a Fabio Arjona desde entonces; bien guardado y a salvo, en la sección de rencores de su magistral pecho.

En cuanto a Jacinta Picón (sintió un ciempiés de caramelo paseándose por su estómago cuando leyó su nombre), había sido acusada por Fabio Arjona, por escrito y no hacía mucho, de ser «la Barbara Cartland de la poesía española. Ella no lo sabe, pero todos esos mordiscos sensuales y coitos placenteros de los que hablan sus versos son pura literatura rosa disfrazada de misticismo clásico, que además está cortada con una regla de medir versos rencos porque el caletre no le da para escribir una novela de quiosco. Debería volver a trabajar como ayudante de notario, así utilizaría ropa que le impediría resfriarse con frecuencia. O bien dedicarse solamente a la televisión, que es un medio lo bastante frívolo y badulaque para venirle como anillo al dedo, dicho en los términos del género literario que ella cultiva, uno de cuyos fines es alcanzar el altar cueste las páginas que cueste. Sí: no poner sus impúdicos versos sobre la pureza de la poesía y concentrarse en la tele le vendría fenomenal a doña Jacinta; a ella y a su tontería sentimentaloide, y a su escote. Aunque, en aras de ser justo, no me cuesta nada añadir que la señora está de muy buen ver, a pesar de su edad, y que todavía tiene un escote espléndido».

«Fiuuu…»

Nacho imaginó que, si Fabio Arjona estuviera todavía vivo, después de leer eso él mismo se hubiese encargado con mucho gusto de partirle los morros.

Sobre Pedro Charrón, el crítico había recogido la noticia, documentada por un periódico de provincias, que aseguraba que el hombre, un misántropo que habitualmente procuraba mantenerse alejado del ruido fatuo de la mundanidad y el relumbre de los círculos sociales, había retado en duelo (¡en duelo, como Pushkin!) a Fabio Arjona y que el encuentro, a pistola y a muerte, estuvo a punto de tener lugar, aunque afortunadamente fue parado a tiempo por la Guardia Civil, alertada por un vecino del pueblo de Pedro. Ni la autoridad ni los allegados a Pedro Charrón pudieron sonsacarle nunca el motivo de la disputa. Fabio Arjona también se lo calló («ahora para siempre», decía el crítico de La Razón , de manera poco afortunada). De modo que nadie sabía por qué los dos hombres estuvieron un día a punto de matarse, aunque se rumoreaba que había sido por un «asunto de honor».

«Vaya, vaya, vaya…»

De repente, doña Agustina entró en la biblioteca y, mientras la miraba, Nacho recordó su cara fotografiada por la webcam del ordenador de Fabio. Se le pusieron los pelos de punta.

– ¡Aaah…! -no pudo evitar exclamar.

– Perdona, muchacho, ¿te he asustado? -La voz de la señora era dulce, pero aun así el meteorólogo se sintió acorralado por fuerzas que ni siquiera era capaz de comprender-. Te has levantado muy temprano, ¿no? Creía que los jóvenes teníais la costumbre de dormir a pierna suelta. Al menos, en mis tiempos solía ser así. Yo ahora duermo poco.

«No me extraña», conjeturó Nacho, algo resacoso.

Se armó de valor y decidió preguntarle a la mujer por el ordenador de Fabio. Sabía que no podía decirle por qué medios había averiguado que era ella quien lo tenía en su poder; no sin confesar que Rodrigo y él, que era el instigador, habían cometido una ilegalidad. No le gustaba dar una imagen de sí mismo como uno de esos tipos sin escrúpulos que creen que el fin justifica los medios. A pesar de sus jugueteos electrónicos (la policía los calificaría sin darle demasiadas vueltas de pura y simple piratería) y de lo que se traían entre manos, no creía pertenecer a esa calaña de gente. No, él no, por supuesto.

Miró a su alrededor, pero aún no habían bajado el resto de sus compañeros, y Carlos y Alina seguirían en la cocina, preparando el desayuno. La casa estaba en calma, apenas se oían ruidos de pájaros provenientes del exterior. El día había amanecido claro y despejado, con tan sólo alguna nube extraviada y subrepticia explorando a sus anchas el cielo. El gato de doña Agustina estaba varado cerca de la puerta, acariciándose la cara con una patita con los movimientos de un viejo que trata de quitarse los anteojos.

– Siéntese, doña Agustina, me gustaría hablar un momento con usted -pidió cortésmente.

La señora se dejó caer sobre una silla.

– ¿Tienes algún problema con tu habitación? ¿Necesitas algo? Carlos puede…

– No, estoy bien, no es eso. Muchas gracias.

– Pues entonces, tú dirás -su voz sonó como un graznido apagado.

Nacho tenía la impresión de que la mujer había encogido en los últimos dos días. Su cuerpo delgado crujió como un tallo seco al sentarse. La cara, por lo común recta, firme y vivaracha, se veía abatida, como si alguien la estuviera desmontando por las noches, poquito a poco. Delataba su cansancio. Tenía la mirada distraída, marcada por una expresión huera.

– Doña Agustina… Verá, creo… No sé cómo decirle esto, pero estoy seguro de que el ordenador que vi a su lado cuando llegué el otro día, ¿se acuerda?, un ordenador portátil que usted mantenía abierto mientras hablaba conmigo, pues… Creo que se trata del ordenador del difunto Fabio Arjona.

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