Su presencia vino precedida del sonido de un trueno lánguido y lejano. Una de las cosas que más le había gustado aprender a Nacho en la escuela -la asignatura de Ciencias Naturales era su favorita, en la que sacaba mejores notas- fue calcular la distancia a la que se encontraba una tormenta. Bastaba fijarse en la luz del relámpago y luego contar los segundos que tardaba en oírse el trueno. Después se multiplicaban esos segundos por la velocidad del sonido y se obtenía la distancia en metros a la que había caído el relámpago. Así se sabía qué trecho le faltaba por recorrer a la tempestad hasta situarse encima de su cabeza, si el viento no se la llevaba en otra dirección, claro.
A aquel trueno siguió otro, más brioso; pero aún no se distinguía la luz de los relámpagos por ninguna parte. La tronada estaba todavía lejos. Tapada por los montes de Toledo, quizás. A lo mejor no había superado la sierra de las Guadalerzas. Pero debía de ser potente, si su eco se presentía hasta en la ciudad.
El hombre, Carlos, indiferente a los manejos del cielo, se retorcía las manos, las llevaba luego a sus mejillas y se las restregaba nerviosamente. Ofrecía un aspecto sudoroso y lastimero, y figuraba haber empequeñecido aún más de tamaño.
– ¡Señora, señorita! Porfavorsito, señora. No he podido… -dijo Carlos, o más bien gimió-. No puedo, señorita.
Doña Agustina arrugó el ceño y lo interrogó severamente con sus ojos azules de perro.
– ¿Qué pasa, Carlos?
– El señorito, señora. ¡El señorito! Está dormido o, no sé, y no lo puedo despertar. Porfavorsito, señora. Vaya usted. Mírelo usted, si le parece, señorita… Yo no he conseguido nada, señorita. Por favor…
Doña Agustina se puso en pie dando un respingo. En la mesa cayó de pronto un silencio sepulcral, cubriéndolos a todos con una suerte de mantel de hielo.
– ¿Qué estás diciendo? Cálmate -doña Agustina rodeó el comedor y se acercó hasta Carlos, que había empezado a llorar quedamente.
– Vaya usted, señora. Yo no puedo… -sollozó. Hizo un puchero que le afeó la cara porque dio la sensación de que sus rasgos se desbordaban y no cabían en tan poco espacio.
Rocío se llevó las manos a la boca y reprimió un chillido. Luego salió corriendo detrás de doña Agustina, que ya se disponía a subir la escalera hasta la primera planta de la casa, donde se encontraba el dormitorio de Richard.
Nacho también se levantó de su silla y siguió a las dos mujeres dando grandes zancadas. Al pasar al lado de Torres Sagarra, sintió que le daba sin querer un golpe con el codo en todo el cuello. Gritó un apresurado «¡perdón, Margarita!», y salió del comedor sin mirar atrás.
Apenas unos segundos después, los poetas que se habían quedado sentados en el comedor pudieron oír el alarido de dolor de Rocío. Con su vehemencia, retumbó por toda la casa, a pesar de que era enorme.
– ¡Nooo…! ¡No, Dios mío, no, por favor! -La voz de la joven sonó como una cuchillada que rasgara el aire; un aire tan agitado y turbulento que casi tenía la densidad del agua. Del agua sucia.
Richard Vico yacía de medio lado sobre la cama de su dormitorio. Estaba desnudo y, por una vez, tenía el pelo enredado, apelmazado por un sudor frío. En la habitación en penumbra, pues las cortinas estaban corridas y las contraventanas cerradas, se respiraba un olor fuerte y amargo. Su cuerpo delgado, con el estómago plano, el pene pequeño, macilento y arrugado y las piernas laxas extendidas de cualquier manera por la cama revuelta, bajo la poca luz del cuarto, le daban el aspecto del borrón hecho rápidamente a carboncillo de un bocetista desganado. O de un Jesucristo de tamaño natural que acabara de desprenderse de su cruz encima de la cabecera del tálamo.
Doña Agustina encendió la luz, situada cerca de la puerta, en la entrada, y la escena cobró relieve a la vez que el grito de Rocío llenaba la habitación y se expandía por la casa como el humo de un incendio arrollador.
Nacho se acercó al cuerpo, que no mostraba ningún signo de vida ni de movimiento, y pudo ver la jeringuilla todavía pegada a la vena de Richard, en el muslo izquierdo, muy cerca de la femoral. Su brazo izquierdo presentaba unos cortes paralelos, aún frescos, como si no hiciera mucho que se había tajado allí con algo.
– No debemos tocar nada, por favor -sujetó a Rocío, que hizo ademán de precipitarse sobre Richard.
Doña Agustina recostó la cabeza en la pared y cerró los ojos. Con voz quejumbrosa dijo:
– Santa María, Madre de Dios…
Rocío se echó a llorar y se escurrió hacia el suelo, donde se acurrucó sujetándose las piernas con los brazos y golpeando la cabeza una y otra vez contra las rodillas.
A los pies del muerto Nacho vio un trozo de papel arrugado. Se aproximó para examinarlo mejor y pudo leer unas palabras escritas por un pulso sin duda tembloroso:
Perdóname, R
El papel era fino, y no parecía tener nada más escrito al dorso, pues se hubiera transparentado. Nacho no lo tocó.
La dueña de la casa recuperó entonces el dominio de sí misma y se reunió con él. Le echó un vistazo también al papelito, y después volvió a sujetarse del vigoroso brazo del meteorólogo, igual que un guacamayo que se encarama a su percha.
– ¿Cómo era aquello que decía Paul Éluard? -preguntó suavemente la vieja señora-. Ah, sí: hay otros mundos, pero están en éste. Bien, yo diría que no es así. Yo diría que hay otros mundos, pero que no salimos de éste.
Nacho señaló los restos de Richard Vico con la mirada.
– Pues yo me atrevería a asegurar que él ya lo ha conseguido. Que ha conseguido escapar de éste -dijo, también en voz baja-. Eso parece, al menos.
– Creo que ya nos podemos hacer a la idea de que no vamos a recibir pasado mañana la visita del ministro -suspiró doña Agustina, y Nacho la observó de arriba abajo, perplejo.
Mientras el juez procedía al levantamiento del cadáver, y la policía hacía su trabajo, el grupo de poetas se reunió en la biblioteca para no molestar, después de haber declarado ante los dos inspectores que ahora rondaban la casa con el gesto preocupado de unos agrimensores de abismos.
Doña Agustina les confesó que, si por ella fuera, clausurarían el encuentro en ese mismo momento y cada uno podría irse a su casa, incluso ella misma, que pensaba abandonar la propiedad en cuanto le fuera posible, pero que el comisario de la policía científica, el comisario general de la policía judicial y los dos inspectores que llevaban el caso de Fabio Arjona, lamentablemente, no eran de su misma opinión.
– Prefieren, ya habéis oído todos al inspector Gámez Osorio, que nos quedemos aquí un poco más por si necesitan interrogarnos de nuevo o… No sé, o algo. De todos modos, el encuentro aún no ha finalizado, según teníamos previsto -les dijo con los ojos segados por la pesadumbre y el cansancio-. Todo indica que esta muerte no es como la de Fabio Arjona. Pero aun así resulta de lo más espantosa. Richard… sin duda ha muerto por una sobredosis de heroína o de… No sé, no entiendo mucho de drogas. Pero, en todo caso, es el forense quien debe decir la última palabra. Y hablando de palabras, ya lo habéis oído: es mejor que ninguno de nosotros hable con la prensa, en caso de que alguien de los presentes reciba la llamada de algún periodista. Mi secretario, Teodorico, cree que sería conveniente hacer público un comunicado. Él mismo se encargará, desde su casa, a pesar de su enfermedad, de enviarlo a varias agencias. En resumen, vendrá a decir que lamentamos mucho los hechos luctuosos que han tenido lugar en esta casa en los últimos días, por las víctimas y por sus familias, y que respetamos la investigación policial y el secreto de sumario, con lo que no tenemos nada más que añadir, a la espera de que concluyan las indagaciones puestas en marcha por la policía. Supongo que lo recibirán a tiempo de recogerlo en los periódicos de mañana.
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