Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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Más tarde, Fabio habló en la cafetería de la facultad delante de un grupo de alumnos, entre los que se contaba Fernando, sobre las nuevas canciones de Dylan. «Sencillas y suaves, seres errantes y vagabundos con implicaciones morales o con dejes religiosos», aseguró ante unos boquiabiertos chavales ansiosos de un líder al que admirar que los condujera a la libertad, la revolución y el supremo conocimiento. (Hasta mucho tiempo después, Fernando no supo que Fabio estaba citando casi textualmente la crítica que había hecho Time del último disco del cantante.)

Ese mes de mayo estaba siendo agitado en muchos lugares del mundo. Fernando se enteró a través de Fabio, que lo introdujo en la política asamblearia de la facultad, y lo arrastró a la vida nocturna de Madrid cuando su trabajo de estibador se lo permitía, lo que no sucedía muy a menudo. Fue Fabio quien le prestó el libro Revolution in the revolution , la versión inglesa del ensayo de Régis Debray, un jovenzuelo intelectual francés fascinado por la revolución cubana. Por primera vez, Fernando se alegró de saber idiomas, y eso lo hizo sentirse un poco mejor. Desde que había llegado a Madrid se notaba acobardado por un tremendo complejo de inferioridad cada vez que ponía los pies en la universidad, y tenía la sensación de que incluso su ropa estaba pasada de moda (algo que, por otra parte, era cierto). También fue Fabio quien lo inició en la lectura de Hermann Hesse, un pacifista alemán que lo sedujo con su novela El lobo estepario , y quien lo convenció de que debía ser «hijo de una nueva era», como quien gana un feligrés para una insólita religión. Fernando, envuelto en la borrachera del mundo que empezaba a descubrir, se dejó llevar por Fabio y por el embriagador ambiente estudiantil dando tumbos, movido por un impulso de emulación, de afirmación y de ruptura con su pasado. Sus raíces. Su pobre madre muerta. El hombre de acción que siempre había deseado ser estaba naciendo ante sus ojos.

Le echó un vistazo a su reloj Citizen mientras caminaba por la Cuesta de Moyano, ojeando los libros de segunda mano de los puestos, y sonrió satisfecho. Era joven, y la luz del día, hermosa. Las nubes parecían una rasgadura en el azul malogrado del cielo. Hacía fresco, pero la primavera atravesaba el aire y le hacía sentir la emoción del mundo en cada respiración. Había quedado con Fabio. Luego irían a reunirse con otros compañeros en casa del maestro -así lo llamaban muchos-, y más tarde a una cafetería de Callao.

Alguien aseguró que, en 1968, todo el mundo quería ser poeta. Fernando volvió a sonreír, dichoso como un niño ante un plato de patatas fritas, porque se dijo que él ya lo era, que poseía un arte al que mucha gente aspiraba, incluido Eugene McCarthy, senador y candidato a la presidencia de Estados Unidos. Le había enseñado algunos de sus poemas a Fabio. ¡Cielo santo!, nadie imaginaría nunca el miedo que pasó esperando su veredicto. La vergüenza le había forrado por dentro el estómago con una capa fría y deslustrada de tizne. Se lo sentía pintarrajeado con rotulador, como la cara de una de esas chicas que desfilaron el primero de mayo en Praga (Fabio le había enseñado una foto sacada de un periódico francés) portando un cartel que decía «Club de soul de los hippies de Checoslovaquia», y que llevaban los mofletes embadurnados con flores de trazado infantil.

Al cabo de dos semanas, Fabio le devolvió el manuscrito. Su boca esbozó una mueca que tal vez pretendía ser natural y afable, pero Fernando tuvo la sensación de que se la habían sacado a golpes.

– ¿Qué te han parecido? -se atrevió a preguntar, haciendo un penoso esfuerzo.

Por un momento, creyó que Fabio iba a escupir. Fernando lo tenía en una enorme consideración. Estimaba tanto su criterio que se habría cortado las manos si él hubiera afirmado que no servían para agarrar. No lo conocía lo bastante como para haberle perdido el respeto, todavía.

– No están mal… -concedió Fabio.

– ¿De verdad? ¿Lo dices en serio? Me han dicho que también eres editor. Que tienes una pequeña editorial con un socio que… No sé, tal vez… A lo mejor, si te parece, podrías ver si…

– Sí. Hummm… No están del todo mal. -Se acarició la barbilla; se estaba dejando barba, como Fidel Castro, aunque los pelos no le salían con fuerza, y daba la impresión de que le irritaban la piel, porque se rascaba a menudo-. Lo que no entiendo, permíteme que te lo diga, compañero, lo que no comprendo es por qué escribes poemas de amor y hablas de ella todo el tiempo. Ella esto y ella lo otro. Ella una y otra vez…

Fernando lo miró, desconcertado. Fabio continuó hablando.

– Se nota a distancia que eres maricón -dijo. Su voz tenía un eco irritante y bajo. Se acercó al oído de Fernando, resolló un poco y seguidamente le soltó-: Asúmelo, coño, pedazo de nenaza. Muñequita linda .

Luego le rozó la oreja con la lengua, un lametón blando y húmedo que le dejó la piel encerada de saliva caliente y el pulso acelerado de un ternero de rodillas ante su matarife. Fernando se quedó plantado en medio del pasillo de la facultad, con los folios manuscritos con una pulcrísima letra de escolar colgando de su mano igual que un ramo de flores mustio.

Fabio se dio media vuelta y se largó sin mirar atrás. Y a partir de entonces, Fernando no dejó de pensar en aquel contacto físico. Nunca había tenido una intimidad semejante con nadie. Jamás había besado en la boca a otro ser humano. Era virgen, y estaba convencido de que a Dios no le parecería mal que lo fuese, dados sus gustos sexuales. Pero después de aquel beso -pues llegó a considerarlo un beso, el primero de su vida-, no fue capaz de pensar en otra cosa más que en la lengua de Fabio.

Los hindúes -Fernando se informó de ello leyendo un libro de la Biblioteca Nacional- creían que existían distintas clases de besos: beso nominal, palpitante, tierno (propio de jóvenes esposas, de modo que ése no podía ser su caso, o quizás sí, pero bueno…). Para ciertos poetas orientales existían cuatro clases de besos: directo, inclinado, invertido y apretado. El joven pasó noches enteras, de insomnio casi febril, tratando de clasificar el suyo, el que Fabio le había dado a él, su beso, sin darse cuenta de que quizás no se trataba más que de una simple lamedura con afán más despectivo que acariciador.

Consumió horas enteras pensando en Fabio, apelando a la razón y a la lógica, diciéndose, entre pucheros propios de una nenaza : «Él no es de ésos, tú lo sabes, lo presientes en el fondo de tu corazón. No des un mal paso con él, o te arrepentirás…» Pero al final su deseo se impuso a su cordura, como sucede a menudo con la juventud, y no sólo con ella.

Ahora Fernando paseaba arriba y abajo por la Cuesta de Moyano, esperando a Fabio, preguntándose si de verdad lo amaba, y si su amor lo ofendería. El amor era una especie de enfermedad contagiosa -una soriasis, una sífilis del sentimiento- que no evitaba infectar la mirada. Cualquiera que reparara en él se daría cuenta de que estaba enamorado sólo con verle los ojos.

Ese día, Fernando ni siquiera sospechaba que terminaría aborreciendo a Fabio lentamente, tras convertirse en objeto preferente de su sadismo. Lo que sucedió esa noche, junto a él, no fue sino el comienzo de una larga y desagradable serie de incidentes de humillación que lo dejaron exhausto y resentido como un viejo perro al que apalean con regularidad durante años.

Cuando llegó Fabio decidieron ir a su casa, donde había quedado más tarde con otra gente de la facultad. Vivía en un apartamento alquilado en la plaza de Oriente, minúsculo, con humedades, sin ascensor, y por lo habitual sin agua caliente, pero desde donde podían contemplarse los jardines de Sabatini, y las estatuas de los reyes cansadas de ver pasar el tiempo y los errores de la civilización a su lado.

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