– ¿De verdad tiene la prueba de que existieron tales viajes? -preguntó Thornsten, receloso.
Su voz había cambiado. Acercó su silla a Keira y apoyó la mano en la mesa, arañando la madera con las uñas.
– No le mentiría -afirmó Keira.
– ¿Quiere decir que no me mentiría dos veces seguidas?
– Antes es que quería ganarme su confianza, dicen que no es fácil acercarse a usted.
– ¡Vivo recluido, pero no soy un animal!
Thornsten miró a Keira fijamente. Sus ojos estaban rodeados de arrugas y su mirada era tan profunda que resultaba difícil sostenerla; se levantó y nos dejó solos un momento.
– Después hablaremos de sus estrellas, no he olvidado nuestro trato -gritó desde el salón.
Volvió con un largo tubo del que sacó un mapa que extendió sobre la mesa. Sujetó las esquinas, que buscaban volver a enrollarse, con nuestras tazas de café y un cenicero.
– Veamos -dijo, y señaló el norte de Rusia sobre el gran planisferio-. Si ese viaje existió de verdad, sus mensajeros pudieron optar entre varios caminos. Uno, subiendo por Mongolia y Rusia para llegar hasta el estrecho de Bering, como sugería usted misma. En esa época, los pueblos sumerios ya sabían fabricar embarcaciones lo bastante resistentes como para poder seguir la ruta de los icebergs y llegar hasta el mar de Beaufort, pero nada demuestra que lo hicieran. Otro camino posible sería pasando por Noruega, las islas Feroe, Islandia, y luego, cruzando o bordeando la costa de Groenlandia y la bahía de Baffin, podrían haber llegado al mar de Beaufort. Siempre y cuando hubieran sobrevivido a temperaturas polares y se hubieran alimentado pescando por el camino sin ser ellos mismos alimento de los osos, pero todo es posible.
– ¿Posible o plausible? -insistió Keira.
– Defendí la tesis de que, más de veinte mil años antes de nuestra era, grupos de hombres caucásicos emprendieron viajes así; también sostuve que la civilización de los sumerios no apareció en las orillas del Tigris y del Éufrates simplemente porque hubieran aprendido a almacenar espelta, y nadie me creyó.
– ¿Por qué me habla de los sumerios? -quiso saber Keira.
– Porque esa civilización es una de las primeras, si no la primera, en haber elaborado la escritura, una de las primeras en haberse dotado de una herramienta que les permitiera escribir su lengua. Con la escritura, los sumerios inventaron la arquitectura y construyeron barcos dignos de ese nombre. Busca pruebas de un gran viaje que tuvo lugar hace milenios, ¿y espera dar con ellas como por encanto, como si Pulgarcito hubiera dejado un rastro de pequeñas piedras? Su ingenuidad resulta insultante. Sea lo que sea lo que de verdad busca, si ha existido, es en los textos donde encontrará rastro de ello. ¿Quiere ahora que le cuente algo más o todavía tiene intención de interrumpirme para no decir nada?
Tomé la mano de Keira y la estreché entre las mías, era mi manera de suplicarle que lo dejara proseguir su relato.
– Algunos sostienen que los sumerios dejaron de ser nómadas y se instalaron a orillas del Tigris y del Éufrates porque la espelta crecía allí en abundancia y porque habían aprendido a almacenar este cereal. Podían conservar las cosechas que los alimentarían durante las estaciones frías e infértiles, y ya no necesitaban vivir como nómadas para conseguir el alimento cotidiano. Es lo que le explicaba antes, el hecho de que un pueblo se haga sedentario da fe de que el hombre pasa del estado de supervivencia al estado de vida a secas. Y en cuanto se hace sedentario empieza a mejorar su vida cotidiana; es entonces, y sólo entonces, cuando empiezan a evolucionar las civilizaciones. Si un incidente geográfico o climático destruye este orden, si el hombre no encuentra ya su pan cotidiano, entonces de inmediato vuelve a ponerse en camino. Éxodos o migraciones, se trata de la misma lucha, el mismo motivo: la eterna supervivencia de la especie. Pero los conocimientos de los sumerios estaban ya muy desarrollados como para que se tratara de simples granjeros que de pronto se hubieran vuelto sedentarios. Avancé la teoría según la cual su civilización, notablemente evolucionada, nació de la reunión de varios grupos, portador cada uno de su propia cultura. Unos procedían del subcontinente indio, otros llegaron por el mar bordeando el litoral iraní y, por último, un tercer grupo vino de Asia Menor. Azov, Negro, Egeo y Mediterráneo, esos mares no estaban nada lejos unos de otros, cuando no se comunicaban entre sí. Todos esos emigrantes se unieron para fundar esa extraordinaria civilización. ¡Si pudo un pueblo emprender el viaje del que me habla, sólo pudo ser éste! Y, si así fue, entonces tienen que haberlo narrado. Encuentre las tablillas de esas escrituras y tendrá la prueba de que lo que busca existe.
– He disociado la tabla de las memorias… -dijo Keira en voz baja.
– ¿Qué dice? -preguntó Thornsten.
– Hemos encontrado un texto que empieza por esta frase: He disociado la tabla de las memorias.
– ¿Qué texto?
– Es una larga historia, pero fue redactado en lengua gueze y no sumeria.
– ¡Pero mire que es usted tonta! -exclamó Thornsten, dando un puñetazo en la mesa-. Eso no quiere decir que se retranscribiera en la misma época que el periplo del que me habla. ¡Nadie diría que ha estudiado usted en la universidad! Los relatos se transmiten de generación en generación, atraviesan fronteras, los pueblos los transforman y se los apropian. ¿Acaso desconoce usted la cantidad de préstamos de ese tipo que se dan tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento? Fragmentos de historias robadas a otras civilizaciones mucho más antiguas que el judaísmo o el cristianismo, que las adoptaron como si fueran propias. El arzobispo anglicano James Ussher, primado de Irlanda, publicó entre 1625 y 1656 una cronología que situaba el nacimiento del Universo el domingo 23 de octubre del año 4004 antes de Jesucristo. ¡Valiente tontería! Dios había creado el tiempo, el espacio, las galaxias, las estrellas, el Sol, la Tierra y los animales, el hombre y la mujer, el infierno y el paraíso. ¡La mujer creada a partir de una costilla del hombre!
Thornsten se echó a reír. Se levantó para ir a buscar una botella de vino, la descorchó, sirvió tres vasos y los dejó en la mesa. Se bebió el suyo de un trago y volvió a servirse en seguida.
– Si supieran la cantidad de cretinos que todavía creen que los hombres tienen una costilla menos que las mujeres, se reirían un rato… Y, sin embargo, esa fábula está inspirada en un poema sumerio, nació de un simple juego de palabras. La Biblia está llena de préstamos de ese tipo, entre ellos, el famoso diluvio y el arca de Noé, que no es sino otro relato escrito por los sumerios. Así que olvídese de los pelasgos, va desencaminada. Como mucho, no habrán sido más que un equipo de relevo en la carrera; ¡sólo los sumerios podrían haber concebido las embarcaciones capaces del periplo del que me habla, ellos lo inventaron todo! Los egipcios lo copiaron todo de ellos, la escritura, de la que se inspiraron para sus jeroglíficos, el arte naval y el de construir ciudades de ladrillo. Si el viaje del que me habla se llevó a cabo de verdad, ¡ahí fue donde empezó! -declaró Thornsten, señalando el Éufrates.
Se levantó y se dirigió al salón.
– Quédense aquí, voy a buscarles algo y en seguida vuelvo.
Durante el corto momento en que nos quedamos solos en la cocina, Keira se inclinó sobre el mapa y siguió con el dedo el curso del río. Sonrió y me confió en voz baja:
– Ahí es donde nace el shamal, en el lugar preciso que nos ha señalado Thornsten. Tiene gracia pensar que me echó del valle del Omo y ahora regreso a él.
– El batir de alas de la mariposa… -contesté, encogiéndome de hombros-. Si no hubiera soplado el shamal, efectivamente no estaríamos aquí ahora.
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