«… El judío -en los escritos de Hitler- ya no es un ser humano sino que se ha transformado en una figura mitológica, en un demonio investido de poderes infernales que gesticula y se mofa de todo, en una verdadera encarnación diabólica hacia la que Hitler proyecta todo lo que odia, teme y anhela. Como en todas sus obsesiones, la que provocó en Hitler el judío no da una explicación parcial de su antisemitismo, sino la explicación completa. El judío está en todas partes, es responsable de todo: del modernismo que tanto disgustaba a Hitler en la música Ÿ en las artes plásticas; de la pornografía y de la prostitución; de la crítica antinacionalista de la prensa; de la explotación de las masas por el capitalismo y de lo opuesto; es decir de la explotación de las masas mediante el socialismo; y aún tendría la culpa de la torpeza de las masas para elevarse…»
Los testimonios sobre la vida de Hitler en Viena pierden continuidad. Uno de sus biógrafos, Payne, asegura que pasó cuatro o cinco meses en Liverpool entre el invierno de 1912 y abril de 1913, vegetando en la casa de su medio hermano Alois, que por aquella época vivía en esa ciudad. La fuente de dicha información son las memorias de la esposa de Alois, una actriz de segunda categoría de origen irlandés de la que se separó hacia 1914. Dos datos avalan la posible autenticidad del relato: la certera descripción del carácter de Adolf, de sus costumbres y modales y el hecho de que estuviera buscado por la justicia austriaca como prófugo, al haber eludido durante años el servicio militar. Estos datos eran muy poco conocidos cuando, en los años treinta, Bridget Elizabeth Hitler escribió sobre la estancia en las islas Británicas de su cuñado, que por entonces se hallaba en la cumbre de su fama como canciller del III Reich. Según su relato, llegó a Liverpool, pobremente vestido, sin equipaje y sin dinero; se pasó la mitad del tiempo tendida en el sofá que le servía de cama, apenas aprendió unas pocas palabras de inglés y sólo parecía interesado en la formidable potencia de las flotas comercial y de guerra del Reino Unido, cuyos barcos veía desfilar por las orillas del Mersey durante sus paseos…
En abril de 1913 se hallaba nuevamente en el Männerheim de Viena, donde celebró su vigésimo cuarto cumpleaños, pero la capital del imperio de los Habsburgo era un lugar poco seguro.para él: corría el peligro de ser detenido, multado, encarcelado y, a continuación, debería iniciar su servicio militar, que llevaba eludiendo desde 1909. Desapareció de Viena en mayo y el 26 de ese mes se encontraba en Munich, como inquilino de una habitación en la modesta casa del sastre Josef Popp.
En la capital de Baviera Hitler prosiguió su vida retirada y oscura. Pintaba postales y acuarelas y realizaba algunos trabajos domésticos en casa de los Popp a cambio de alimentos. Disfrutaba de ciertos ingresos, pues declaró a Hacienda 1.200 marcos al año, cantidad que le permitía vestir bien y comer adecuadamente, aunque mostraba escaso aprecio por los alimentos: era esencialmente vegetariano, no consumía carne ni pescado, pero le gustaban las salchichas y era extraordinariamente goloso. La ciudad le encantó, ensalzándola frente a Viena por su orden, su limpieza y sus habitantes alemanes, frente al caos, la suciedad y la babel de razas y lenguas que convergían en la capital del imperio austro-húngaro. En Munich, según confesión propia, Hitler comenzó a interesarse por la política internacional, teniendo como fuente única de información los periódicos que encontraba en cervecerías y cafés. En ellos podía leer la marcha de la Segunda Guerra Balcánica, saldada con la derrota de Bulgaria y de Turquía y con el engrandecimiento de Serbia, o los incidentes germano-franceses en Alsacia.
Con aquellos pocos datos Hitler dejaba volar su fantasía: Alemania debía romper su alianza con Austria y unirse a Inglaterra y Rusia, exterminando a los Habsburgo y poniendo en su sitio a los franceses; Alemania bien podía renunciar a su poderío naval y a sus colonias africanas a cambio del apoyo británico; la vocación alemana era centroeuropea y sus intereses territoriales radicaban en las posesiones del Imperio austro-húngaro, en Polonia y en Rusia. Está claro que cuando Hitler comenzó a interesarse por la política internacional se apropió del viejo programa panalemán de Schoenerer.
No tuvo, sin embargo, mucho tiempo para estas cavilaciones: la policía austriaca le localizó en Munich y, en virtud de los acuerdos de extradición austro-bávaros, el 12 de enero de 1914 le notificaba que el día 20 del mismo mes debería presentarse en Linz para su incorporación al servicio militar. Hitler se manifestó muy angustiado por la citación, pero fiel a su forma de proceder continuó en Munich esperando la milagrosa solución de su problema. El 19 de enero fue detenido por la policía muniquesa y conducido al consulado austriaco. El milagro se hizo: Hitler y su abogado elaboraron un pliego de descargo en el que se justificaba su no comparecencia para cumplir el servicio militar y explicaba su delicada situación física, económica y social, pasada y presente, por lo que solicitaba un trato especial. A alguien le cayó en gracia y se aceptó el alegato, recomendando una revisión médica en Salzburgo, que fue meramente formularia y le declaró «inútil para la guerra y los servicios auxiliares».
Adolf, con veinticinco años de edad, pudo dedicarse a disfrutar de Munich, donde bullían la política, el arte y la cultura. Allí había residido cerca de dos años, en la década anterior, el mismísimo Lenin; allí, Thomas Mann acababa de publicar Muerte en Venecia ; allí, cuatro años antes, había descubierto Kandinsky los secretos de los colores e iniciado su brillante carrera abstracta. Pero esos detalles, probablemente, no los conocía Hitler, que odiaba a los comunistas, sabía poco de novela contemporánea y que en el arte moderno sólo veía «síntomas de la decadencia de un mundo que se descomponía lentamente». Esa visión la tenía también otro pobre y oscuro personaje que luchaba por sobrevivir en Munich: Oswald Spengler, que en esa época trabajaba en La decadencia de Occidente .
En modestas cervecerías muniquesas, rodeado de obreros o bohemios como él, comenzó Hitler a desplegar sus dotes de tribuno. Allí tenía mejor acogida que en el Männerheim de Viena, donde sus compañeros de residencia le miraban como a un loco y no le tenían ningún respeto intelectual. En las cervecerías de Munich su aspecto estrafalario no llamaba la atención: era un artista y como a tal se le tenía; por otro lado, en sus peroratas demostraba un bagaje cultural superior al de su auditorio. En Munich proliferaban desde hacía años los nacionalistas exaltados, pangermanistas, racistas, antisemitas, de forma que sus ideas no sonaban raras. Entre el ruido de las jarras de cerveza su voz apasionada comenzó a cautivar a modestos auditorios y cuando hablaba, su figura poco destacada se crecía, su redonda cara afilaba sus rasgos y sus ojos azules despedían fuego. Con todo, Hitler era por entonces un don nadie.
La voz cantante del nacionalismo exaltado la llevaba un notable poeta, Stefan George, obsesionado por la idea del superhombre, el poder y la violencia. Entre sus principales corifeos estaba Alfred Schuler, un antisemita furioso al que Hitler escuchó en más de una ocasión. Estos hombres, Spengler, George, Schuler y otros más no conocían a Hitler, pero le estaban preparando el camino, sólo que antes deberían ocurrir varias carambolas históricas. La primera de ellas sucedió inmediatamente: poco antes de las once de la mañana del 28 de junio de 1914, el estudiante nacionalista serbio Gabrilo Princip disparó dos tiros contra el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Austria, en una calle de Sarajevo. A cinco metros de distancia no podía fallar el blanco: el primer disparo hirió de muerte al archiduque y el segundo a su esposa, que trató de protegerle.
Читать дальше