«Todo esto me sorprendió, pues creía que la vocación de artista era para él la más alta de las metas, algo por lo que valía la pena luchar. Pero comenzaba a hablar de un mando que algún día recibiría del pueblo para liberarlo de la esclavitud y conducirlo hasta las cumbres de la libertad.»
Cuando ambos amigos se despidieron eran ya las tres de la madrugada.
Por entonces se empeñó en cursar estudios de piano, para los que tenía aptitud pero carecía de constancia y de paciencia. Los ejercicios recomendados por su profesor le parecían una pérdida de tiempo, pensados para seres inferiores. Su madre, atenta a todos sus caprichos, le compró un buen piano, pero sólo perseveró un año en su estudio.
De la misma época es su amor por Stefanie, a la que vio mientras paseaba con Kubizek en la primavera de 1906. Un amor romántico, imposible porque Hitler nunca se acercó a la muchacha para confesárselo; un amor desesperado, que le hizo sufrir mucho porque era inviable: Adolf tenía dieciocho años, escasa hacienda familiar, no estudiaba y carecía de trabajo. Ya fuese por esos motivos, por la timidez juvenil o por el propio orgullo del personaje, lo cierto es que se limitó a escribirle poemas de amor, tan desesperanzados como poco originales, que jamás le envió. Stefanie se casó años después con un capitán de la guarnición de Linz y casi medio siglo más tarde recordó una carta que recibió de un anónimo admirador que la pedía en matrimonio, rogándole que le esperase hasta que terminara su carrera de arte en Viena. Stefanie nunca pudo conocer la apariencia de su rendido enamorado, puesto que jamás se identificó. Kubizek trataba de que Hitler fuera razonable y se condujera como todo el mundo, presentándose a la muchacha. Pero Adolf estaba empeñado en que ella conocía su amor, gracias a la transmisión del pensamiento. Una mente tan poderosa como la suya podía comunicar ideas y sentimientos sin necesidad de formularlos y Stefanie, que sin duda también se hallaría dotada de una inteligencia privilegiada, estaría recibiendo sus mensajes.
Los poderes extrasensoriales y mágicos, que fueron una constante en su vida, comenzaron a grabarse en la personalidad de Hitler en esta época. Los escenarios exóticos y las ficciones de las novelas de Karl May, la fantasía y el mundo mágico de las óperas wagnerianas, las abundantes lecturas no siempre asimiladas, los muchos libros de seudociencia que pasaron por sus manos en esos años y en los de Viena y su propia situación, llena de sueños grandiosos sólo realizables mediante un milagro, le llevaron a confiar en los prodigios para solucionar sus problemas y, esperando esos milagros, solía adoptar una posición pasiva, a merced del destino.
De la posición económica de la familia y de los intereses de Adolf da idea su viaje a Viena en la primavera de 1906, donde permaneció dos meses viendo monumentos y asistiendo a la Ópera. La vida, sin embargo, le iba a proporcionar en breve su mayor dosis de amargura. En enero de 1907 se le diagnosticó a su madre un cáncer de pecho; fue operada el mismo mes y, como el mal no fue atajado, Klara languideció mientras la metástasis le arrebataba la vida. En el curso de ese proceso llegó el otoño y Adolf decidió hacer algo: alquiló una habitación en Viena y comenzó a preparar su examen de ingreso en la Academia de Bellas Artes. Los exámenes duraron dos días y Adolf fue rechazado: «Prueba de dibujo no satisfactoria.» Su decepción fue tan grande que le duraría toda la vida, reflejándola vívidamente en su Mein Kampf En su descargo hay que decir que los candidatos al ingreso eran 113 y que sólo 28 fueron admitidos; Hitler logró pasar la prueba eliminatoria, pero suspendió en la segunda: «Pocas figuras…» fue el veredicto de los examinadores y es que, efectivamente, Hitler, que tenía buena mano con los escenarios, era muy deficiente en el trabajo de la figura humana, mostrándose incapaz de dar expresividad a los rostros. El presidente del tribunal le recomendó que probase en Arquitectura, donde podría desarrollar su talento, pero carecía de la titulación adecuada para ello.
Derrotado, regresó a Linz, donde su madre agonizaba. Klara falleció el 21 de diciembre de 1907, sumiendo a su hijo en la desesperación más negra. El doctor Bloch, que atendió a la enferma durante todo el proceso, escribió: «A lo largo de toda mi carrera no he visto a nadie tan postrado por el dolor como a Adolf Hitler.» Algunos investigadores han querido buscar el antisemitismo de Hitler en la ascendencia judía de este médico, que le trató siempre con cariño y que atendió con auténtica abnegación a su madre; cabe, sin embargo, que Bloch se equivocara en el tratamiento de la enfermedad y que Hitler se enterase tiempo después, concibiendo un odio feroz contra el médico y contra los judíos, pero esta historia no pasa de ser una conjetura.
Tras las ceremonias fúnebres, Adolf hubiera deseado huir a Viena, pero se vio obligado a permanecer en Linz hasta bien entrado el mes de febrero de 1908 para arreglar la testamentaría de su madre. En ella le quedaba una renta mensual de 58 coronas durante veinte meses, a las que debían añadirse 25 coronas mensuales más de pensión de orfandad hasta 1913. Paula, con una pensión similar, fue acogida por su medio hermana Angela Raubal. La familia de Alois Hitler había quedado disuelta. Adolf, más solo que nunca y sin esperanza alguna, se sumergió en el tumulto de Viena.
Tenía, efectivamente, 83 coronas como todo capital; lo que Hitler no dice en la tan mentada carta, ni luego en Mein Kampf es que ésa era una renta mensual más o menos similar al sueldo de un teniente de infantería recién salido de la Academia. Un sueldo más que suficiente para un estudiante disciplinado, pero Hitler no era ni una cosa ni otra. Logró que su amigo Kubizek se trasladara a estudiar música a Viena; éste aprobó su ingreso en el conservatorio y ambos compartían una habitación alquilada, un cubículo bastante espacioso pero donde apenas podían revolverse los dos a causa del piano de cola de Kubizek y de la mesa de dibujo de Hitler. Esta amistad constituye uno de los argumentos utilizados por Lothar Machtan ( El secreto de Hitler , 2001) para tratar de demostrar la homosexualidad de Hitler. La verdad es que no aporta ninguna prueba concluyente, llegando a la extravagancia de suponer que la no confesión de relaciones homosexuales por parte de Kubizek en sus memorias significaría que, en efecto, habían existido. Ambos acudían a la Ópera dos y hasta tres veces por semana y, a veces, a uno o dos conciertos. Cuando llegaban a la pensión, Kubizek caía rendido en la cama, mientras Hitler se ponía a leer durante horas. Por la mañana Kubizek salía temprano hacia el conservatorio y regresaba entrada la tarde; Hitler, por su lado, se quedaba durmiendo por la mañana y habitualmente le estaba esperando dispuesto a salir a dar un paseo o a un espectáculo musical.
– ¿Pero cuándo vas a clase tú? En esa academia no pegáis ni golpe -le manifestó extrañado en una ocasión; Hitler se puso furioso:
– Métete en tus asuntos.
La verdad es que Hitler no iba a academia alguna, ni tenía un trabajo. No fue albañil, ni obrero, ni jornalero. Vivía pobremente porque sus ingresos mensuales los gastaba en la Ópera, de modo que no podía renovar el vestuario que se había traído de Linz y apenas si le llegaba para comer, consistiendo su alimento básico en pan y leche. De esa primera época vienesa es su empeño en componer una ópera, Wieland, el herrero ; como carecía de conocimientos musicales para llevarla a cabo empleaba a Kubizek como copista de sus acordes. Aunque parece que tenía ideas interesantes, la obra naufragó antes de su conclusión por las dificultades del trabajo y su inconstancia.
Sin embargo, desordenadamente, desaforadamente, Hitler desplegaba una gran actividad. Leía cuanto caía en sus manos; Kubizek creía que se interesaba por cuanto estuviera de acuerdo con sus ideas; Cartier, por el contrario, supone que se estaba proveyendo de un poderoso arsenal dialéctico. Dibujaba compulsivamente: un día rediseñaba el teatro de la Ópera; otro, recorría los suburbios miserables de Viena y dibujaba la ciudad ideal de los obreros o replanteaba grandes sectores de la ciudad, terminando con los dédalos de callejuelas y sustituyéndolos por grandes avenidas de trazado geométrico. Preocupaciones estéticas, sociales, urbanísticas y las primeras inquietudes políticas: un día llevó a Kubizek al Parlamento y le demostró un notable conocimiento de su mecánica, dejándole claro dónde pasaba buena parte de su tiempo.
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