– ¿Cuál de las dos? -pregunta Horace, impaciente.
– No lo sé. El acta no lo dice.
– Entonces, ¿cuál es la respuesta?
– Pues la respuesta aquí es un jurado dividido; uno en cada bando. Tendréis que dirimirlo entre vosotros.
– Yo no voy a dirimir con Maud -dice Horace-. Es una chica. ¿Cuál es la respuesta correcta?
– Oh, el tribunal correccional de Lille falló a favor de la compañía ferroviaria. Payelle tuvo que abonar la diferencia de precio.
– ¡He ganado! -grita Horace-. Maud estaba equivocada.
– Nadie se ha equivocado -contesta George-. Cualquiera de las partes podría haber ganado el caso. Para empezar, por eso los pleitos van a los tribunales.
– Pero yo he ganado -dice Horace.
George está complacido. Ha despertado el interés de su jurado juvenil, y en tardes de sábado sucesivas les expone nuevos casos y problemas. ¿Tienen derecho los pasajeros de un vagón a mantener cerrada la puerta para impedir que entren los que aguardan en el andén? ¿Hay alguna diferencia jurídica entre encontrar un monedero en el asiento y encontrar una moneda suelta debajo del almohadón? ¿Qué debería ocurrir si el último tren que coges para volver a casa no se detiene en la estación y no te queda más remedio que caminar bajo la lluvia los ocho kilómetros de regreso?
Cuando nota que la atención de los jurados disminuye, George les divierte con hechos interesantes y casos extraños. Les habla, por ejemplo, de los perros en Bélgica. La normativa en Inglaterra estipula que a los perros hay que ponerles un bozal y meterlos en el furgón, mientras que en Bélgica un perro, siempre que tenga billete, puede tener categoría de pasajero. Cita el caso de un cazador que llevaba en un tren a su perro de caza y presentó una demanda cuando expulsaron al animal del asiento contiguo para que lo ocupara un ser humano. La justicia -para júbilo de Horace y decepción de Maud- falló a favor del demandante, sentencia que significaba que en lo sucesivo, si cinco hombres y sus cinco perros ocupaban en Bélgica un compartimento de diez asientos y los diez tenían su correspondiente billete, a efectos legales ese vagón estaría lleno.
A Horace y a Maud les sorprende George. En el aula está investido de una autoridad nueva, pero también de una especie de ligereza, como si estuviese a punto de contar un chiste, algo que hasta ahora, que ellos sepan, nunca ha hecho. A George, a su vez, le sirven como jurado. Horace llega enseguida a posiciones rotundas -por lo general en favor de la compañía ferroviaria- de las que no se mueve un ápice. Maud tarda más en formarse una opinión, hace las preguntas más pertinentes y simpatiza con cualquier contratiempo que pueda acontecerle a un pasajero. Aunque sus hermanos apenas son una muestra representativa del público viajero, George piensa que son típicos en su ignorancia casi absoluta de sus derechos.
Había actualizado el mundo detectivesco. Se había desembarazado de los representantes de la vieja escuela, aquellos mortales ordinarios que cosechaban aplausos por descifrar pruebas palpables colocadas justo delante de su camino. Arthur los había suplantado por una figura fría y calculadora que veía una pista de un asesinato en una madeja de estambre y una determinada prueba en un platillo de leche.
Holmes proporcionó a Arthur una súbita fama y dinero: esto último no se lo hubiese dado la capitanía del equipo de Inglaterra. Compró en South Norwood una casa de tamaño aceptable cuyo amplio jardín tapiado tenía espacio para una pista de tenis. Puso el busto de su abuelo en el recibidor y alojó sus trofeos del Ártico encima de una librería. Encontró un despacho para Wood, que parecía haber cobrado apego a su condición de empleado fijo. Lottie había regresado de trabajar de institutriz en Portugal y Connie, a pesar de ser la hermana decorativa, demostró que era inestimable como mecanógrafa. Arthur había adquirido una máquina en Southsea pero nunca había conseguido manipularla con provecho. Era más hábil con el tándem en el que pedaleaba con Touie. Cuando ella volvió a quedarse embarazada, Arthur lo cambió por un triciclo conducido sólo por tracción masculina. Las tardes de buen tiempo proyectaba excursiones de cincuenta kilómetros por las colinas de Surrey.
Se acostumbró al éxito, a que le reconocieran y le inspeccionasen; también a los diversos placeres y molestias de las entrevistas de prensa.
– Dice que eres un hombre feliz, cordial y hogareño. -Touie sonrió y volvió a mirar la revista-. Alto, de hombros anchos y con un apretón de manos efusivo que, en la sinceridad de su bienvenida, hace daño.
– ¿Quién dice eso?
– El Strand Magazine.
– Ah. Un tal How, recuerdo. Sospeché al conocerlo que no era un deportista. Una mano de caniche. ¿Qué dice de ti, querida?
– Dice… Oh, no puedo leerlo.
– Insisto. Ya sabes que me encanta que te ruborices.
– Dice… que soy «un verdadero encanto». -Y en ese momento se sonrojó y se apresuró a cambiar de tema-. How dice que «el doctor Doyle siempre concibe primero el desenlace de la historia y que la escribe pensando en ese final». No me lo habías dicho, Arthur.
– ¿No? Quizá porque es más simple que respirar. ¿Cómo va a tener sentido el principio si no conoces el final? Si lo piensas, es totalmente lógico. ¿Qué más dice nuestro amigo?
– Que las ideas te vienen en cualquier momento; cuando das un paseo, vas en triciclo, juegas al criquet o al tenis. ¿Es así, Arthur? ¿Eso explica tus lapsos de distracción en la pista?
– Puede que me diese un poco de pisto.
– Y mira…, aquí está la pequeña Mary, de pie en esta misma silla.
Arthur se inclinó.
– Un grabado de una fotografía mía…, mira. Me aseguré de que pusieran mi nombre debajo.
Arthur ya era una cara conocida en los círculos literarios. Entre sus amigos figuraban Jerome y Barrie; le habían presentado a Meredith y a Wells. Había cenado con Oscar Wilde, que le pareció muy civilizado y agradable, y no sólo porque el hombre había leído y admirado Micah Clarke. Arthur confesó que continuaría la serie de Holmes durante no más de dos años, tres a lo sumo, antes de matarlo. Después se concentraría en sus novelas históricas, que siempre había sabido que eran las mejores.
Estaba orgulloso de sus logros hasta entonces. Se preguntaba si lo estaría aún más de haberse cumplido la profecía de Partridge de que acabaría capitaneando el equipo inglés de criquet. Estaba muy claro que tal cosa jamás ocurriría. Era un bateador diestro decente, y lanzaba golpes lentos con un efecto que desconcertaba a algunos. Podría ser un jugador muy bueno y completo del Marylebone Cricket Club [2], pero su ambición última era ya más modesta: que inscribieran su nombre en las páginas del Wisden.
Touie le dio un hijo, Alleyne Kingsley. Arthur siempre había soñado con que su familia llenase una casa entera. Pero la pobre Annette había muerto en Portugal; su madre, por su parte, seguía tan testaruda como siempre y prefería apegarse a su casa campestre dentro de la finca de aquel individuo. No obstante, a Arthur le quedaban hermanas, hijos, esposa, y su hermano Innes no estaba lejos, en Woolwich, preparándose para la vida castrense. Arthur era el que ganaba el sustento y un cabeza de familia al que le gustaba ejercer liberalidad y extender cheques en blanco. Una vez al año lo hacía formalmente, disfrazado de Papá Noel.
Sabía que el orden correcto debería haber sido: esposa, hijos, hermanas. ¿Cuánto tiempo llevaban casados: siete, ocho años? Touie encarnaba todo lo que se podía desear en una esposa. Era, en efecto, un encanto de mujer, como había señalado el Strand Magazine. Era tranquila y había aprendido a desenvolverse; le había dado un hijo y una hija. Ella creía en sus escritos hasta el último adjetivo y apoyaba todas sus iniciativas. A él le atraía Noruega; visitaron el país. Le gustaban las cenas; ella se las organizaba a su gusto. Se había casado con ella en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza. Hasta entonces no había habido males ni pobreza.
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