– Sus pulmones están gravemente afectados. Tiene todos los indicios de una tuberculosis rápida. En vista de su estado y del historial familiar… -El doctor Dalton no necesitó continuar, excepto para decir-: Querrá un segundo dictamen.
No sólo un segundo, sino el mejor. Douglas Powell, especialista en tisis y enfermedades del pecho en el hospital Brompton, viajó a South Norwood el sábado siguiente. Powell, un hombre pálido y ascético, bien afeitado y correcto, confirmó, a su pesar, el diagnóstico.
– Tengo entendido que es usted médico, ¿verdad, señor Doyle?
– Me reprocho mi negligencia.
– ¿El sistema pulmonar no era su especialidad?
– Los ojos.
– Entonces no tiene nada que reprocharse.
– No, más todavía. Tenía ojos pero no vi. No detecté el maldito microbio. No presté a mi esposa suficiente atención. Estaba demasiado atareado con mi… éxito.
– Pero usted era oftalmólogo.
– Hace tres años fui a Berlín a informar sobre los presuntos descubrimientos de Koch sobre esta misma enfermedad. Escribí un artículo al respecto para Stead, en la Review of Reviews.
– Ya.
– Y, sin embargo, no reconocí un caso de tisis galopante en mi propia esposa. Peor aún, la dejé participar en actividades que la empeoraron. Andábamos en triciclo con cualquier clima, viajábamos a países fríos, practicaba conmigo deportes al aire libre…
– Por otra parte -dijo Powell, y sus palabras levantaron fugazmente el ánimo de Arthur-, en mi opinión hay signos prometedores de un aumento fibrilar alrededor de la sede de la dolencia. Y el otro pulmón se ha ensanchado un poco para compensar. Pero es lo mejor que puedo decir.
– ¡No lo acepto!
Arthur susurró estas palabras porque no podía aullarlas a voz en cuello.
Powell no se ofendió. Estaba acostumbrado a pronunciar las más delicadas y corteses condenas de muerte, y habituado a la reacción de los afectados.
– Por supuesto. Si quisiera el nombre de…
– No. Acepto lo que me ha dicho. Pero no lo que no me ha dicho. Usted daría a mi esposa meses.
– Sabe tan bien como yo, señor Doyle, lo imposible que es predecir…
– Sé tan bien como usted, doctor Powell, las palabras que empleamos para dar esperanzas a los pacientes y a sus familiares. También conozco las que oímos en nuestro fuero interno cuando procuramos levantar el ánimo. Unos tres meses.
– Sí, a mi juicio.
– Le repito, doctor, que no lo acepto. Cuando veo al diablo, lo combato. No se la llevará, no importa adonde tengamos que ir ni lo que tenga que gastar.
– Le deseo toda la suerte del mundo -contestó Powell-. Y estoy a su disposición. Hay, sin embargo, dos cosas que debo decirle. Quizá sea innecesario, pero el deber me obliga. Confío en que no se ofenda.
Arthur enderezó la espalda, como un soldado listo para cumplir órdenes.
– Tengo entendido que tiene hijos.
– Dos, un chico y una chica. De un año y de cuatro.
– No hay posibilidad, debe entenderlo…
– Entiendo.
– No estoy hablando de la capacidad de su esposa de concebir…
– Señor Powell, no soy un idiota. Y tampoco soy un animal.
– Tiene usted que entender que estas cosas hay que dejarlas claras como el cristal. La segunda cuestión es quizá menos obvia. Es el efecto, el efecto probable, sobre la paciente. Sobre la señora Doyle.
– ¿Sí?
– Según nuestra experiencia, la tisis es distinta de otras enfermedades consuntivas. En conjunto, el enfermo sufre muy poco dolor. A menudo la dolencia sigue su curso con menos molestias que un dolor de muelas o una indigestión. Pero lo que la distingue es el efecto que causa sobre los procesos mentales. El paciente es con frecuencia muy optimista.
– ¿Quiere decir que está aturdido? ¿Que delira?
– No, quiero decir optimista. Tranquilo y alegre, diría.
– ¿Gracias a los fármacos que prescribe?
– En absoluto. Está en la naturaleza de la enfermedad. Es independiente de la conciencia que tenga el enfermo de la gravedad de su caso.
– Bueno, es un gran alivio para mí.
– Sí, puede serlo al principio, señor Doyle.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que cuando un paciente no sufre y no se queja y afronta con un semblante alegre su grave enfermedad, el sufrimiento y las quejas tienen que recaer en otra persona.
– Usted no me conoce, señor.
– Es cierto. Pero aun así le deseo el valor necesario.
En lo bueno y en lo malo; en la riqueza y en la pobreza. Había olvidado: en la salud y en la enfermedad.
El manicomio le envió el cuaderno de bocetos de su padre. Los últimos años de Charles Doyle habían sido desdichados, pues nadie le visitaba en su triste y postrer domicilio; pero no murió loco. Algo estaba claro: había seguido dibujando y pintando acuarelas; también llevaba un diario. A Arthur le sorprendió que su padre hubiera sido un artista notable, subestimado por sus iguales y digno, en efecto, de una exposición póstuma en Edimburgo y quizá incluso en Londres. Arthur no pudo por menos de advertir el contraste entre sus respectivos destinos: mientras el hijo disfrutaba del abrazo de la fama y la sociedad, el padre abandonado sólo conocía el abrazo en ocasiones de la camisa de fuerza. Arthur no se sentía culpable; sólo sentía una incipiente compasión filial. Y había una frase en el diario del padre que apenaría el corazón de cualquier hijo: «Creo que me tachan de loco -había escrito- únicamente debido a la idea falsa que los escoceses tienen de las bromas».
En diciembre de aquel año, Holmes encontró la muerte en brazos de Moriarty; la mano impaciente del autor empujó a los dos al abismo. Los periódicos de Londres no habían publicado necrológicas de Charles Doyle, pero abundaron en protestas y consternación por la muerte de un inexistente detective asesor cuya popularidad había empezado a incomodar y hasta asquear a su creador. Arthur pensó que el mundo estaba enloqueciendo: su padre estaba recién sepultado y su mujer desahuciada, pero los jóvenes de la City, al parecer, ataban cintas negras a sus sombreros en señal de luto por Sherlock Holmes.
Otro suceso tuvo lugar durante el final de aquel año funesto. Un mes después de la muerte de su padre, Arthur solicitó el ingreso en la Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas.
En los exámenes finales de licenciatura, George obtiene honores de segunda clase y el Colegio de Abogados de Birmingham le concede una medalla de bronce. Abre un bufete en el 54 de Newhall Street con la promesa inicial de que Sangster, Vickery y Speight le cederá los clientes a los que no pueda atender. Tiene veintitrés años y su mundo está cambiando.
A pesar de ser hijo de un vicario, a pesar de una vida de atención filial al púlpito de San Marcos, George ha pensado a menudo que no comprende la Biblia. No toda la Biblia ni todo el tiempo; de hecho, no una comprensión y un tiempo suficientes. Ha sido incapaz de dar ese salto, que siempre es necesario, desde los hechos a la fe, desde el conocimiento a la comprensión. En consecuencia, se siente un farsante. Los principios de la Iglesia anglicana se han ido haciendo preceptos cada vez más lejanos. No los percibe como verdades próximas ni ve sus efectos día tras día, un momento tras otro. Naturalmente, no se lo dice a sus padres.
En la escuela le expusieron más historias y explicaciones de la vida. La ciencia dice esto, la historia esto otro; la literatura dice… George se habituó a responder a preguntas sobre estas cuestiones, aun cuando careciesen de una vivacidad real en su mente. Pero ha descubierto el Derecho y el mundo por fin comienza a tener sentido. Conexiones invisibles hasta entonces -entre personas, entre cosas, entre ideas y principios- se revelan poco a poco.
Читать дальше