– Sí, padre.
– Naoroji fue durante muchos años profesor de gujarati en la Universidad de Londres. Me carteé con él durante una breve temporada y me enorgullece decir que tuvo palabras de elogio para mi Gramática de la lengua gujarati.
– Sí, padre.
George ha visto más de una vez sacar a colación la carta del profesor.
– Su elección fue el honroso desenlace de una época sumamente deshonrosa. El primer ministro, lord Salisbury, dijo que los negros no debían ser elegidos para el Parlamento, y que no lo serían. Hasta la reina le reprendió por decir esto. Y sólo cuatro años después, los votantes de Finsbury Central decidieron que estaban de acuerdo con la reina y no con lord Salisbury.
– Pero yo no soy un parsi, padre.
A la cabeza de George retornan las palabras: el centro de Inglaterra, el corazón palpitante del Imperio Británico, la fluida línea de sangre de la Iglesia anglicana. El es inglés, es estudiante de Derecho en Inglaterra y un día, Dios mediante, se casará de acuerdo con los ritos y ceremonias de la Iglesia de Inglaterra. Es lo que sus padres le han enseñado desde el principio.
– Eso es bien cierto, George. Eres inglés. Pero puede que otros no estén totalmente de acuerdo. Y donde vivimos…
– El centro de Inglaterra -responde George, como en el catecismo de dormitorio.
– El centro de Inglaterra, sí, donde nos encontramos y donde he ejercido durante casi veinte años, el centro de Inglaterra…, a pesar de que todas las criaturas son iguales ante Dios, es todavía un poco primitivo, George. Y además tropezarás con gente primitiva donde menos lo esperes. Existe en capas de la sociedad de las que cabría esperar algo mejor. Pero si Naoroji ha llegado a ser profesor universitario y diputado, entonces tú, George, puedes llegar y llegarás a ser abogado y miembro respetable de la sociedad. Y si ocurren injusticias, incluso si ocurren maldades, tendrás que acordarte de la fecha del 6 de julio de 1892.
George reflexiona un rato y repite, en voz baja pero firme:
– Pero yo no soy un parsi, padre. Es lo que usted y madre me enseñaron.
– Recuerda la fecha, George, recuerda la fecha. Arthur
Arthur empezó a escribir de un modo más profesional. A medida que adquiría nervio literario, sus relatos se transformaban en novelas, las mejores situadas, casi de una forma natural, en el heroico siglo XIV. Después de cenar leía en voz alta a Touie cada página acabada, y el texto completo se lo enviaba a su madre para que lo comentara. Arthur contrató también a un secretario y amanuense: Alfred Wood, un maestro de la escuela de Portsmouth, un individuo discreto y eficiente con el aspecto honrado de un farmacéutico, y además un deportista completo, con un brazo muy decente para el criquet.
Pero la medicina seguía siendo el oficio con que Arthur se ganaba el sustento. Y para prosperar en su profesión sabía que había llegado la hora de especializarse. En todos los aspectos de la vida, siempre se había preciado de mirar con detenimiento, así que no le hizo falta la voz de un espíritu ni una mesa brincando en el aire para deletrear la especialidad que elegía: oftalmólogo. Y como no le gustaba andarse con evasivas y rodeos, supo al instante el mejor lugar para formarse.
– ¿Viena? -repitió Touie, extrañada, porque nunca había salido de Inglaterra. Era noviembre, se acercaba el invierno; la pequeña Mary empezaba a andar, siempre que la sujetasen de la faja-. ¿Cuándo nos vamos?
– Inmediatamente -dijo Arthur.
Y Touie -la bendita- se limitó a recoger sus labores de costura y murmuró:
– Entonces tengo que apurarme.
Lo vendieron todo, dejaron a Mary con su abuela Hawkins y viajaron a Viena para una estancia de seis meses. Arthur se matriculó en un curso de oftalmología en el Krankenhaus, pero enseguida comprendió que el alemán aprendido paseando en compañía de dos colegiales austríacos cuya fraseología no era muchas veces muy selecta no preparaba plenamente a un alumno para una instrucción rápida sembrada de vocablos técnicos. Aun así, el invierno austriaco ofrecía el patinaje sobre hielo y la ciudad, pasteles excelentes; Arthur incluso completó una novela breve, Las actividades de Raffles Haw, que sufragó todos los gastos del matrimonio en Viena. Sin embargo, al cabo de un par de meses admitió que habría sido mejor cursar la especialidad en Londres. Touie reaccionó al cambio de planes con su habitual ecuanimidad y rapidez. Volvieron vía París, donde Arthur se las arregló para inscribirse en un curso de varios días con Landolt.
Pudiendo así afirmar que había estudiado en dos países, alquiló un alojamiento en Devonshire Place, fue elegido miembro de la Sociedad Oftalmológica y abrió una consulta. También confiaba en que le pasaran trabajo sus colegas de renombre, que con frecuencia estaban demasiado ocupados para calcular las refracciones. Algunos las consideraban un trabajo pesado, pero Arthur se sentía competente en este campo y contaba con que le llegaran gran número de encargos.
Devonshire Place constaba de una sala de espera y otra de consulta. Pero al cabo de unas semanas Arthur empezó a bromear diciendo que las dos eran salas de espera y que él era el único que aguardaba en ellas. Como aborrecía la ociosidad, se sentaba a escribir en el escritorio. Ya estaba muy ejercitado en el juego literario y concentró la mente en uno de los aspectos más espinosos: la narrativa en revistas. A Arthur le encantaban los problemas, y el problema consistía en que las revistas publicaban dos tipos de historias: o extensas entregas que atrapaban al lector semana tras semana y mes tras mes, o narraciones únicas e independientes. Lo malo de estas últimas era que a menudo te quedabas con hambre. Lo malo de las entregas era que si te perdías una perdías la trama. Arthur aplicó su cerebro práctico al problema y planeó combinar las virtudes de las dos modalidades: una serie de relatos, cada una completa, pero llena de personajes permanentes que reactivaran la simpatía o la desaprobación del lector.
Necesitaba, en consecuencia, un protagonista de quien se pudiese esperar que tuviese aventuras asiduas y variadas. Estaba claro que la mayoría de las profesiones no servían. Al darle vueltas al asunto en Devonshire Place, empezó a preguntarse si no habría ya inventado al candidato idóneo. En un par de sus novelas de menos éxito aparecía un detective asesor estrechamente basado en Joseph Bell, el médico del hospital de Edimburgo: una observación intensa, seguida de una deducción rigurosa, era la clave de un diagnóstico tanto criminal como médico. El nombre original de aquel detective era Sheridan Hope. Pero no le satisfacía, y primero lo había cambiado por Sherringford Holmes y luego -lo cual, visto después, parecía inevitable- por Sherlock Holmes.
Las cartas y patrañas continúan; la súplica de Shapurji al malhechor de que examine su conciencia parece haber obrado como una provocación más. Los periódicos anuncian que la vicaría es ahora una pensión que ofrece precios irrisorios; que es un matadero; que envía muestras gratuitas de corsetería a quienes las soliciten. Parece ser que George se ha establecido como oculista; también ofrece asesoramiento jurídico gratuito y está cualificado para despachar billetes y hospedaje a viajeros con rumbo a la India y al Lejano Oriente. Les envían carbón suficiente para abastecer a un acorazado; llegan enciclopedias, junto con gansos vivos.
Es imposible seguir en este estado de nervios, y al cabo de un tiempo la familia casi convierte este acoso en una rutina. Con las primeras luces exploran los terrenos de la vicaría; las mercancías se rechazan en la cancela o se devuelven; se dan explicaciones sobre servicios esotéricos a clientes decepcionados. Hasta Charlotte se vuelve hábil en aplacar a clérigos convocados desde condados lejanos por urgentes peticiones de ayuda.
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