Me apresuro a decir que aquel cojín no fue lo único que me llevé del Sparkling Cyanide. Media hora más tarde, cuando estaba a punto de cerrar la maleta, reparé en otro objeto. Me refiero al libro que alguien (Olivia ¿quién si no?) había dejado sobre mi cama la noche anterior. Distraídamente hice correr entonces mi pulgar sobre el filo de las hojas abriéndolo en abanico y entonces me di cuenta de que había en él una dedicatoria:
Para Ágata, que sabe encontrarme siempre que juego al escondite.
Eso decía. Luego, más abajo, al pie de esa misma página, escrita con la caligrafía tan particular de mi hermana, podían verse cuatro palabras y una flecha que señalaba hacia el interior del libro: «El que busca, encuentra.»
Sonreí tristemente. Qué típico de Oli era aquella recomendación. «Ya buscaré otro día», me dije, porque esas tres palabras no tenían significado alguno para mí, al menos en ese instante, y tampoco durante varios días. No lo tuvieron, por ejemplo, durante la ceremonia de cremación, que fue triste y solitaria. Apenas acudieron una docena de personas, y del barco sólo tres, Vlad, el doctor Fuguet, que volvió a mostrarse muy atento conmigo, y yo.
Como anécdota diré que Flavio Viccenzo, ese generoso marido que nos había prestado su barco para pasear por el Mediterráneo, tampoco asistió. Al principio anunció que lo haría, que estaba muy impresionado por lo ocurrido, que quería mucho a Olivia, que qué final tan inesperado y otro largo etcétera de amables y muy previsibles comentarios, pero a último momento llamó para disculparse. Y es que la ceremonia coincidió con el nacimiento de su hijo. Una ironía más, supongo, en todo este asunto. Y otra ironía fue lo sucedido con los paparazzi. Al llegar al crematorio, vi a dos o tres revoloteando por ahí. Sin embargo, en cuanto se dieron cuenta de que no había nadie digno de ser fotografiado, levantaron el vuelo.
Imagino que como rapaces que son, pronto olieron que allí no había más carnaza que despellejar.
Pero basta. No es mi intención detenerme en detalles tristes que nada añaden a la historia. Por eso, es mejor que vuelva a situarme en el mismo punto en el que comienza este relato. Me refiero a ese tan significativo día (sí, sí, ahora por fin explicaré por qué) Justo a la mañana siguiente de la cremación de mi hermana, en que yo me encontraba tumbada sobre la cama de un hotelucho de Magaluf. Apenas faltaban unas horas para tomar el avión que me devolvería a Madrid y me dedicaba a repasar los recortes aparecidos en la prensa por si hubiese alguno que valiera la pena conservar. «Algo que sirva de último recuerdo», me dije, y fue en ese momento cuando mi vista se desvió hacia cierta foto. Lo curioso es que, en las escasas líneas que acompañaban aquella instantánea, no se hablaba para nada de Olivia y, de hecho, yo ni siquiera recordaba muy bien por qué la había recortado. Se trataba de una foto de Sonia San Cristóbal en chándal a la salida de un gimnasio, y estaba tomada en Madrid uno o tal vez dos días después de la muerte de Oli. «Sonia San Cristóbal vuelve a la rutina después de vacaciones en el mar», era el pie de foto y no había más texto, por lo que dediqué unos segundos más a observar la imagen en busca de no sé bien qué. Tal vez, lo que pretendía era únicamente estudiar su gesto, su actitud, por si reflejaba de algún modo lo que habíamos vivido en el Sparkling Cyanide. Sonia tenía un brazo levantado y con la mano izquierda se cubría parte de la cara. Nada extraño, en realidad, supongo que muchas celebrities tienen este gesto más que mecanizado cuando prefieren que no las fotografíen, sobre todo cuando las sorprenden sin arreglar. Entonces lo vi. Seguramente no lo habría reconocido si ella misma no hubiera hablado tanto de ese objeto la noche anterior a la muerte de Olivia. Me refiero a aquel reloj carísimo que llevaba mi hermana en la muñeca antes de su muerte y que ahora podía verse en la de Sonia San Cristóbal. Intenté hacer memoria. ¿Cuáles habían sido las palabras de la chica al respecto? Ah sí, que era uno muy raro, que había un número limitado de ellos y que «Mataría por tener uno».
«Tonterías que se dicen y que no significan nada», pensé descartando la frase, porque yo, a diferencia de mi hermana, soy una persona racional, no con una imaginación calenturienta como la de Oli. Y de eso he presumido toda mi vida. Y seguiré haciéndolo. Y es lo sensato. Y sin embargo…
Sin embargo, cualquiera que haya hecho alguna vez un puzle sabe que a veces, cuando uno tiene armado todo un bello paisaje con las piezas, en apariencia bien colocadas en su sitio, ocurre de pronto que se topa con una nueva y díscola piececita que no encaja en ninguna parte. Sucede entonces que, otra pieza que también creía bien acoplada, ya no lo parece tanto. Y a continuación ocurre lo mismo con otra, y luego con otra más hasta que el paisaje antes perfecto no lo es en absoluto. Lo digo porque hasta ese momento yo había desechado sin dedicarles ni un minuto de mi tiempo todas las ocurrencias dichas por mi hermana Olivia en el tiempo que estuvimos embarcados. Sin duda, porque estaba acostumbrada a hacerlo desde niña. Oli era así, le gustaba provocar, escandalizar a todo el mundo. Además, ¿quién puede tomarse en serio que una persona diga que invita a unos amigos a cometer su asesinato? Nadie, y menos aún, cuando a la mañana siguiente, como remate a su broma, la propia Olivia se dedicó a escenificar su muerte de una manera tan estúpida. Pero ése es, me temo, el problema con los mentirosos y con los que les gusta demasiado llamar la atención, nadie les cree, incluso (o tal vez debería decir sobre todo) cuando dicen la verdad. Porque de lo que no había duda ahora era de que, ocurrencia o no, apenas unas horas después de su tonta provocación Olivia estaba muerta. ¿Coincidencia? Puede ser, a veces el destino es así, le gusta burlarse de los burlones, pero en todo caso no eran descartables otras posibilidades, por lo que decidí seguir tirando del hilo. En el curso del interrogatorio policial cada uno había explicado lo que estaba haciendo en las horas previas al accidente y cuál fue la última vez que había visto a Olivia. Se dieron muchos datos y todo parecía indicar que no había sucedido nada extraño. Sin embargo, ahora que tenía oportunidad de ver aquel reloj de Olivia en la muñeca de Sonia, otras piececitas de ese puzle tan bien resuelto, tampoco parecían encajar. Por ejemplo: la Guardia Civil en su interrogatorio se interesó por unas gafas de sol que aparecieron en la plataforma junto al cuerpo de Oli. Al mencionarlas, Cary Faithful dijo de inmediato que eran suyas y a nadie le extrañó entonces su despiste. Nada más natural que alguien se quite las gafas para nadar y después las deje olvidadas, incluso durante varias horas como en este caso. Sin embargo, como yo había podido observar, Cary usaba sus gafas oscuras todo el tiempo, incluso cuando no había sol. ¿Era entonces verosímil que no reparara en su extravío hasta que la policía le habló de ellas? Y en cuanto a Kardam Kovatchev, me dije, analicemos un poquito más su testimonio. ¿Es posible que estuviera, tal como él mismo dijo, a escasos veinte, o a lo sumo, treinta metros de Olivia cuando se produjo el accidente y sin embargo no viera nada? ¿Y el doctor Fuguet? ¿No había afirmado él, al principio de su interrogatorio, que vio por última vez a mi hermana hacia las cinco y luego tuvo que desdecirse a toda prisa en cuanto le dijeron que ésa era la hora en que se produjo la muerte? Ya me disponía a continuar con este ejercicio de buscar más faltas de concordancia en los testimonios del resto de los invitados cuando la mención del doctor Fuguet me trajo a la memoria las palabras de Olivia sobre él la noche anterior a su muerte:
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