Carmen Posadas - Invitación a un asesinato

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Olivia Uriarte acaba de ser abandonada por su marido. Ha sido reemplazada por una mujer más joven y además está al borde de la ruina.
¿Qué puede hacer? Planear al milímetro su propio asesinato.
¿Cómo? Invitando a todos sus enemigos a un lujoso velero en el Mediterráneo.
Sin embargo… Será su hermana Ágata quien reconstruirá los últimos minutos de la vida de Olivia y buceará en los posibles motivos de cada invitado para asesinarla.
Esto, cambiará su propia vida y la de su hermana.

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La Guardia Civil tuvo la amabilidad de darme en un aparte toda esta información sobre la llamada telefónica por ser la persona más allegada a Olivia, pero yo decidí compartirla con el resto de los presentes. Podía habérmela guardado, al fin y al cabo pertenecía a la intimidad de mi hermana, pero al mismo tiempo explicaba muy bien lo sucedido aquella tarde. Me pareció además que ayudaba a neutralizar las miradas sardónicas de madame Serpent y de Kardam Kovatchev, así como la muy inglesa y flemática suspicacia de Cary Faithful sobre cómo se había producido el accidente. Al fin y al cabo, es más que comprensible que uno se altere al hablar de tema tan delicado con su médico y pierda el equilibrio; es posible incluso que sufriera un pequeño mareo una vez que acabó su conversación telefónica. Así debió de suceder, puesto que el doctor Pedralbes estaba muy seguro de que la caída no se produjo mientras hablaban. «Me hubiera dado cuenta, como es lógico», enfatizó.

«Mi pobre hermana», pensé entonces, pero de inmediato no tuve más remedio que rectificar mi apreciación. Bien mirado, tenía algo de providencial la forma en que se habían producido los hechos y hasta en eso se manifestaba la buena estrella de Oli. Porque es evidente que, entre una enfermedad incurable que presagia una dolorosa agonía y una muerte imprevista y a la vez muy rápida, todo el mundo elegiría esta última. «Posiblemente ni siquiera sufrió», me dije, y en ese momento comencé a llorar. Era la primera vez que lo hacía. El doctor Fuguet me rodeó entonces con su brazo. «Haríamos cualquier cosa por ella ¿verdad?», dijo cariñosamente, y a mí me sorprendió tanto aquel plural como el comentario en sí, pero naturalmente no dije nada. No era el momento.

Hasta aquí la crónica de una muy breve investigación policial que, tras la llegada del forense, acabó con la misma conclusión que ya señalé antes: una caída accidental con resultado de muerte. Por eso no hace falta que diga que, apenas unos minutos más tarde, el fallecimiento de mi hermana Olivia era ya caso cerrado. Uno de esos sucesos que gustan tanto a la policía porque no dejan flecos ni dudas, todo resuelto y archivado sin molestos interrogantes que den lugar a especulaciones. «La acompaño en el sentimiento, señora», me dijo Padilla al despedirse, y lo mismo añadió su superior. Todo había acabado y ahora tocaba ocuparse de los preparativos para la incineración y el funeral, algo para mí no sólo penoso, sino también con la dificultad añadida de tener que organizarlos en una ciudad que no es la mía y sin apoyo de nadie. Vlad debió de darse cuenta de la situación, porque se ofreció a ayudarme en lo que pudiera necesitar. «Gracias», le dije, y una vez más se me saltaron las lágrimas. Se cerraba así una travesía que comenzara apenas veinticuatro horas antes, pero qué largas pueden ser a veces ciertas horas…

Historia de una dedicatoria

Supongo que a una persona más hábil que yo en esto de poner por escrito sus recuerdos, jamás se le ocurriría elegir como título para uno de sus capítulos uno tan cacofónico como el que acabo de teclear. Sin embargo, he aquí una de las ventajas de no escribir para la posteridad o la gloria: al diablo con la belleza de la prosa. «Historia de una dedicatoria» suena fatal pero sirve muy bien para encabezar lo que quiero narrar a continuación. La escena comienza en el mismo decorado que el capítulo anterior, esto es, en el salón del Sparkling Cyanide, minutos después de que desembarcara la Guardia Civil. Y lo primero que sucedió entonces fue que todos los allí presentes desenfundaron sus teléfonos móviles en perfecta sincronía y se los llevaron a la oreja. Esto es algo que tengo muy observado últimamente. En cuanto se produce algo fuera de lo común, ya sea un fenómeno meteorológico, un accidente o cualquier otro hecho extraordinario, la gente ya no se vuelve hacia la persona que tiene más cerca para comentar lo ocurrido como se hacía desde que el mundo es mundo, sino que tira de móvil para llamar a su madre, a su tía o al sursuncorda y dar el parte. Así pasó también ese día. Durante un buen rato, todos nos dedicamos (se dedicaron, sería mejor decir, puesto que yo no tenía a nadie a quien llamar) a procesionar uno detrás de otro, a lo largo del perímetro del salón, parlamentando con alguien. Según pude observar también en este caso, tras una primera llamada a su persona más cercana para contarle lo del interrogatorio policial, la segunda que realizaron fue a idénticos interlocutores. En concreto, a sus respectivos agentes de viaje apremiándoles para que les consiguieran billetes con los que salir de la isla («Cuanto antes, sí, sí de inmediato, ha ocurrido un imprevisto muy lamentable», etcétera). He dicho todos y tengo que rectificar. Este tipo de llamada la hicieron todos salvo Sonia San Cristóbal, Cary Faithful y Vlad Romescu. Los dos primeros porque tenían madre y ángel de la guarda respectivamente que se ocupaba de los latosos trámites relacionados con la intendencia, mientras que, en el caso de Vlad, era porque no tenía adonde ir.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -le pregunté acercándome de nuevo adonde se encontraba, y él sonrió encogiéndose de hombros.

– No es la primera vez que me toca empezar de cero -dijo-. Ya surgirá algo, o al menos eso espero.

A mí me hubiera gustado alargar un poco más aquella conversación pero no se me ocurrió nada que añadir. Como ya he dicho, él se había ofrecido a ayudarme con los trámites necesarios para la incineración y entonces me di cuenta de que ni siquiera le había dado mi número de teléfono, por lo que aproveché para hacerlo, una buena excusa para estar un ratito más con él. «También puedes usarlo cuando acabe todo esto», dije, y de inmediato me mordí la lengua por ser tan estúpida. Antes se derretirán los Polos como dos sorbetes que un hombre como Vlad me telefonee una vez acabados los trámites, me dije, pero bueno, no había que pensar en eso ahora. Lo que yo deseaba en ese momento (y en eso no me diferenciaba en lo más mínimo de todos los que procesionaban pegados a sus teléfonos organizando su partida) era salir cuanto antes del Sparkling Cyanide. «Y es que nadie desea dormir en un lugar donde se ha producido una muerte, si puede evitarlo», me dije mientras me detenía en echar un último vistazo a mi alrededor antes de bajar las escaleras camino de mi camarote. Era la última vez que realizaría ese recorrido y lo hice muy despacio. Por eso me fue fácil, una vez llegada al rellano inferior, observar que la puerta del camarote de mi hermana parecía cerrada pero no era así. Una fina línea de luz grisácea delataba que sólo se encontraba entornada, lo que, de alguna manera, incitaba a entrar. La empujé y se abrió sin emitir sonido.

Tal vez lo más terrible de una muerte es que no se produce de golpe sino que hay que esperar un sinfín de otras pequeñas muertes que van sucediéndose a continuación, lentas pero inexorables. Me refiero, por ejemplo, a las que se manifiestan en los objetos de la persona recién desaparecida y que durante un tiempo se diría que desdicen lo que acaba de ocurrir. Por eso, en el camarote de Olivia ella aún estaba viva. Lo estaba en su perfume favorito, que flotaba en aire, en el desorden de sus prendas desperdigadas aquí y allá tal como habían quedado después de vestirse a toda prisa para el almuerzo. Y lo estaba, sobre todo, en aquel almohadón de tira bordada en el que yo había reparado el primer día de nuestra llegada a bordo y en el que podía leerse «Hay amores que matan». En efecto, como si mi hermana acabara de reposar allí, una suave hondonada conservaba el hueco dejado por su cabeza, apenas un par de horas atrás. Lo cogí, no pude evitarlo. Al fin y al cabo, era de ella, de Oli.

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