Lo que yo no entendía y me tenía un tanto inquieta era la facilidad con que últimamente tantas personas empleaban la expresión «mataría por». Sonia la había utilizado, con una gran sonrisa, la noche anterior a la muerte de Olivia. También Pedro Fuguet había proclamado algo parecido al dirigirse a mí momentos antes de desembarcar del Sparkling Cyanide, y ahora Kardam afirmaba otro tanto de doña Cristina y también de sí mismo.
– Debió de ser muy duro para ella -dije sin saber qué comentar a continuación-. Para alguien tan fuerte como doña Cristina, me refiero. A la gente con un temple fuera de lo común le cuesta mucho comprender las debilidades de los otros, más aún si se trata de alguien muy cercano y querido. Y más difícil todavía es, pienso yo, entender que, como consecuencia de lo ocurrido, esa persona se enamore de alguien que no es ideal para ella -añadí consciente de que estaba pisando terreno resbaladizo.
Kardam podía muy bien sentirse ofendido por mis palabras y dar por terminada nuestra conversación, pero una vez más me sorprendió su respuesta.
– Ella sabe -dijo y me miró fijamente, supongo que para comprobar mi reacción a sus palabras-. No lo dirá nunca pero es así. Me refiero a que conoce todos los defectos de su hija, también lo que es capaz de hacer y lo que no. Por eso comprende que, después de lo ocurrido con Sonia, ésta eligiera a un perro callejero como yo -añadió con un guiño casi imperceptible de sus ojos tan negros-. En realidad, doña Cristina entiende todo excepto una cosa, esa gilipollez de la compensación emocional.
– ¿Compensación emocional?
– Así lo llama el psiquiatra tan elegante al que mandaron a Sonia una vez que salió del sanatorio. Un tipo que, tanto a doña Cristina como a mí, nos miraba con una cara que sólo le faltaba decirnos «Pasen ustedes por la puerta de servicio». Yo sólo lo vi una vez y nunca he estado presente en ninguna de las entrevistas que mantuvieron, pero Sonia, una vez terminadas sus sesiones, me lo contaba todo y nos reíamos de sus modales tan finos. Doña Cristina le tenía tanta tirria -así lo pronunció Kardam- como yo, y cuando pasó lo de los pendientes de la joyería y él salió con lo de la compensación emocional…
Entonces Kardam me contó cómo, apenas unos meses después de que le dieran el alta y cuando ya había vuelto a trabajar en Nueva York como modelo, sorprendieron a Sonia robando unos pendientes en una joyería de la avenida Madison. Ni siquiera unos muy caros, según dijo él. Unos que, incluso es posible, que los dueños le hubieran regalado a cambio de lucirlos en cualquiera de las muchas fiestas a las que Sonia tenía que acudir por su trabajo; de ahí que el robo fuera aún más incomprensible. Sin embargo, al tener lugar el delito en Estados Unidos, lo sucedido después -siempre según el relato de Kardam- fue complicado y doloroso. Como allí no se andan con miramientos con los infractores, más aún si son extranjeros, la chica pasó dos noches detenida. En cuanto se enteró de lo sucedido, doña Cristina voló desde Madrid no sólo para pagar los pendientes, sino para solucionar cualquier otro problema que pudiera surgir y, por lo visto, logró incluso que la noticia no trascendiera a la prensa.
– Aun así, y a pesar de que al final todo salió bien, ésa fue la única vez que la vi llorar -me explicó entonces Kardam bajando de nuevo la voz como si traicionara otro gran secreto-. También fue la única vez que habló conmigo a estómago abierto, ¿se dice así en español?, me refiero a que confió sus temores. «Lo tiene todo, Kardam, ¿por qué, entonces? ¿Qué le han hecho a mi hijita? ¿En qué la han convertido? ¿Y qué pasará cuando ya no esté para protegerla? Por supuesto, ni siquiera me escuchó cuando le dije que yo estaría siempre allí para cuidar de nuestra niña -continuó Kardam-. Estaba obsesionada con las consecuencias del robo. Yo no entiendo por qué le dio al asunto tanta importancia, sobre todo ella, una mujer que conoce la vida. No es tan grave tener los dedos ligeros, ¿no crees, Ágata? ¿Cuántas modelos, cuantas actrices han hecho lo mismo que nuestra niña? Más de una, te lo aseguro. De donde yo vengo no pasan estas cosas, naturalmente. Nadie roba lo que ya tiene sino lo mucho que le falta. Es un mundo extraño el vuestro aunque yo, por Sonia, intento entenderlo.
Kardam siguió hablando. De doña Cristina, de Sonia, de su elegante psiquiatra, de su teoría de la compensación emocional, de los pecados de los ricos, pero yo no lo escuchaba. En realidad, ahora que tenía una primera explicación de cómo había desaparecido el reloj de Olivia lo único que me preocupaba era planear cómo y por dónde iba a seguir con mis averiguaciones. Y es que, cuando uno empieza a tirar de una madeja y logra desenredar la primera parte de la trama, resulta casi imposible no seguir adelante, puesto que un cabo lleva a otro cabo y luego a otro y a otro… A mí, por ejemplo, cada vez me resultaba más difícil creer que Sonia San Cristóbal fuera tan simple como su novio, su madre y también Olivia daban a entender. Por lo poco que había hablado con ella, no me parecía tonta en absoluto. Al contrario, había un brillo extraño en esos ojos bellos y duros como dos aguamarinas. ¿Serían figuraciones mías? Quizá. Olivia decía siempre que las personas tontas pueden en ocasiones llegar a parecer muy inteligentes porque las cosas que dicen son tan insólitas, tan de aurora boreal, que a uno no le cabe en la cabeza que alguien pueda razonar así, y termina buscándole a sus afirmaciones todo tipo de interpretaciones y quintas derivadas. Tal vez por eso, porque todo era muy intrigante, y tal vez también porque estábamos en el mes de julio y las vacaciones de una maestra de Lengua y Literatura son largas y sobre todo aburridas, yo comenzaba a aficionarme a este juego de las adivinanzas tan distinto a todos los que había conocido hasta el momento. Y es que, en el pasado, me había conformado con ver la vida desde fuera, desde la barrera, como quien dice, o en el mejor de los casos a través de la maravillosa ventana de internet. Y en verdad lo es, maravillosa, me refiero, de modo que era mucho lo que había aprendido de la naturaleza humana gracias a madame Poubelle y su Club de Corazones Solitarios. Sin embargo ahora se me presentaba la oportunidad de continuar con este interesante estudio, no en el mundo virtual, sino en el real, ese que siempre había temido y esquivado. Un territorio que me había parecido inaccesible para alguien como yo. Y es que el mundo real, el que todos disfrutan y dicen amar tanto, era hasta hace muy poco el de Oli, mientras que el otro, el de las sombras, era el mío.
Pero las cosas habían cambiado. Olivia estaba muerta y yo viva; he ahí la gran diferencia entre nosotras.
«¿Qué pasaría -me pregunté a continuación- si me hiciese la encontradiza con otro -o mejor dicho otra- de las pasajeras del Sparkling Cyanide? ¿Qué nuevos hilos de la madeja desenredaría hablando con Sonia San Cristóbal, por ejemplo? ¿No era así, precisamente, como actuaban todos los detectives privados de todas las novelas policiales, buenas o malas que se han escrito en este mundo, entrevistándose uno a uno con los sospechosos para tirarles de la lengua? ¿Qué nuevas piezas de este curioso puzle lograría colocar en su sitio utilizando un sistema tan viejo y, por lo visto, tan eficaz?» Entonces aprendí que, cuando uno empieza a fingir y a mentir, descubre que ambas cosas pueden ser no sólo útiles sino también de lo más divertidas. Por eso fue que, con la más angelical de mis sonrisas, le hice a mi interlocutor la siguiente pregunta:
– Oye, Kardam, ¿me podrías decir cuál es la dirección del gimnasio de Sonia? Es que verás, en el barco ella mencionó que frecuentaba uno estupendo que, por lo que recuerdo, no quedaba demasiado lejos de mi casa. No lo anoté en su momento y ahora que he terminado este trabajillo sobre los jóvenes del extrarradio pienso que me vendría genial ponerme un poco en forma antes de irme a la playa. ¿Dónde dices que queda? Espera, espera, que voy a apuntar la dirección. ¿Tienes un boli?
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