– Está mucho mejor muerta -comenzó diciendo Sonia San Cristóbal al tiempo que me observaba con su dos maravillosas aguamarinas un tanto empañadas en esta ocasión por el esfuerzo físico-. Mami insiste siempre en que tengo que tener un poquito de cuidado con las cosas que digo porque no todo el mundo las entiende. Pero también dice que lo que se desea para los demás debe ser lo mismo que se desea para uno.
– ¿… Como dices? -pregunté, porque lo cierto es que no entendía su razonamiento.
– Muy fácil -rió Sonia-. Me refiero a que, ahora que sabemos cuáles eran las circunstancias personales de la pobre Oli cuando ocurrió su accidente, fue lo mejor que le pudo pasar, ¿no? Mami dice también que allá arriba se ocupan de que todo sea para bien en la vida de los seres humanos. Yo no soy tan de cristos y de vírgenes como ella, pero la verdad es que en este caso está clarísimo.
Nos encontrábamos en una de esas pausas ¡maravillosas! que los entrenadores personales conceden cuando lleva uno más de treinta minutos trabajando músculo sin resuello, y yo aproveché para indicarle a aquel tipo que con eso era suficiente. Que ya continuaría otro día, muchas gracias. Sonia a mi lado sudaba de un modo encantador. Apenas unas muy favorecedoras perlas coronaban su frente y labio superior mientras que yo lo hacía como un pollo desplumado. O al menos así se reproducía en la gran luna que teníamos enfrente. Supongo que los espejos de los gimnasios están pensados para favorecer, ora el narcisismo de los guapísimos y sílfides, ora la mala conciencia de los que no somos ni una cosa ni otra, pero maldita la gracia que me hacía vernos reflejadas allí. Sin embargo, y a pesar de las oprobiosas diferencias, me fue imposible separar la vista de aquella pulida superficie, de modo que tuve oportunidad de ver en ella toda la escena que voy a contar como si fuera en una pantalla de cine.
No me detendré demasiado en describir detalles ambientales o de vestuario, como que Sonia lucía unos minúsculos shorts grises acompañados de un top blanco y yo una vieja bermuda con un polo que daba un calor terrible; tampoco mencionaré que ella portaba un medidor de pulsaciones y un iPod y yo por mi parte un walkman del paleolítico inferior y un podómetro. Finalmente, no creo que merezca tampoco más de un par de líneas decir que, para continuar con mis averiguaciones detectivescas, en esta ocasión había preferido no fingir un encuentro fortuito como hice en el caso de Kardam Kovatchev, sino utilizarlo a él como coartada que explicase mi presencia allí sudando la gota gorda.
– … Sí, tu chico y yo nos encontramos por pura casualidad el otro día cerca de su trabajo y estuvimos charlando un buen rato. ¿No te lo dijo? Fue él quien mencionó que venías a este gimnasio y entonces pensé, ¿por qué no? Encima tuve la suerte de que, al llegar aquí vi la oferta de un día gratis para probar el circuito de máquinas, de modo que me dije: perfecto, aparte de ver a Sonia, que me cae tan bien, aprovecharé para quitarme un par de michelines; dos pájaros de un tiro.
Dicho esto, tuve la mala suerte de que «dos pájaros de un tiro» fuera, vaya por dios qué tonta casualidad, el mote con el que en aquel gimnasio se referían a cierta máquina superatómica que había a pocos metros más allá de donde nosotras estábamos, lo que hizo que Sonia se empeñase en que la probara de inmediato. «No puedes dejar de hacerlo. Es mega eficaz y una gozada, porque trabaja a dos niveles, uno interno y otro superficial. Ven, que yo te enseño», enfatizó mientras me empujaba hacia aquel potro de tortura con ese optimismo energético y a la vez tiránico que destilan los prosélitos del deporte y al que es inútil oponer resistencia. Por eso no fue hasta quince penosos minutos más tarde cuando pudimos retomar nuestra conversación. Miento. Fueron casi veinte los minutos que transcurrieron sin intercambiar palabra. Y es que mientras yo me encontraba aprisionada en el «dos pájaros de un tiro», Sonia aprovechó para subirse, alehop, a una barca de remo para trabajar sus impecables bíceps y tríceps. Y no contenta con eso, cuando por fin sonó la campanita salvadora de mi máquina, se empeñó en enseñarme a manejar el remo de la suya para que tonificara la cara interna de mi antebrazo. «Una zona rebelde y muy jodidilla», dijo textualmente. «Como si mi cuerpo tuviera alguna zona que no lo fuese», pensé, pero no me quedó más remedio que obedecer. Hace tiempo que me he dado cuenta de que los fanáticos del deporte y la vida sana ni siquiera conciben que a uno le espante lo que yo prefiero llamar el mens sana in corpore insepulto, de modo que es mejor capitular sin condiciones. Por fin, cuando ya estaba a un paso de la rotura fibrilar, Sonia me colgó del cuello una toalla a modo de guirnalda, o mejor aún, de corona de laureles y dijo: «Venga, corazón, creo que nos hemos ganado un buen zumo de pepinos, yo invito», y sonrió al tiempo que se dirigía hacia la puerta de la cantina, que Dios la bendiga.
Debo decir que, si las confidencias de Kardam me habían costado cafés con leche, cruasanes y otros engordantes alimentos, las de Sonia resultaron muy bajas en calorías: sólo dos batidos, uno de soja con cardamomo (no tan horrible como era de esperar dados los ingredientes) y otro de pepino con ginseng que aún no me había atrevido a probar. Pero no sólo tuve suerte en el aspecto dietético. No sé si se debió a las endorfinas, feromonas o cómo demonios se llamen esas sustancias opiáceas que por lo visto produce el ejercicio. O quizás se debiera a la camaradería que concita el deporte, o sencillamente al hecho de que Sonia es una de esas personas que no tienen demasiados filtros, pero lo cierto es que a los pocos minutos estábamos hablando de todos los temas que más me interesaban.
– … Sí, realmente fue una pena -comentó ella- que las cosas acabaran de un modo terrible cuando estábamos pasando unos días tan chulos. Un barco sensacional, unos invitados megainteresantes, y luego estaban las bromas superdivertidas de Olivia a propósito de su asesinato. Sólo ella era capaz de crear un ambiente tan superguay.
Eso dijo, y otra vez no tuve más remedio que preguntarme si hablaba en serio o me tomaba el pelo. A decir verdad, cada vez se me antojaba más difícil adivinar lo que podía esconderse dentro de aquella cabecita de belleza tan fuera de lo común. Y como era complicado, por no decir imposible, decidí recurrir por segunda vez al sistema que tan buen resultado me había dado con Kardam Kovatchev. Me refiero a ése del disparo por elevación o, lo que es lo mismo, a tirarle de la lengua -no sobre sus impresiones de lo ocurrido en el Sparkling Cyanide - sino preguntarle cuáles eran, según ella, las del resto de los pasajeros. Es un truco muy bueno, creo yo. Y es que la gente suele mentir mucho sobre sus propias apreciaciones, pero rara vez lo hace cuando reproduce las ajenas.
– ¿Que qué pensó la gente sobre la broma de Oli? -repitió Sonia mientras daba buena cuenta de su batido de pepino-. ¿Te refieres a la primera broma de decir que cada uno tenía motivos para mandarla al otro barrio o a la segunda de fingir que ya la habíamos asesinado? A mí me gustó más la primera, fue superimaginativa. Pero creo que a los demás no les pareció tan cool. ¿Te acuerdas, por ejemplo, de lo que pasó al día siguiente, después del desayuno? Eso sí que fue curioso.
Aquí le tuve que recordar a Sonia que yo había estado ausente desde la hora del desayuno hasta que se descubrió el cuerpo de Olivia a las cinco de la tarde.
– No sabes lo mal que me sentía, estaba supermareada -expliqué, copiando sin querer la especial predilección de mi interlocutora por los aumentativos-. Megamal -insistí en la misma línea-. Por eso hubo lo menos cuatro horas que los demás compartisteis con ella y de las que yo no sé nada. Cuéntame qué pasó, por ejemplo, empezando por después del desayuno. ¿Ocurrió algo interesante?
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