Ella parpadeó y asintió.
– Sí… Al menos eso creo.
– Quédate aquí. Ahora vuelvo.
Lennart abrió la puerta y dejó que el aire frío entrara en el coche. Julia titubeó y a continuación también abrió su puerta.
Casi al mismo tiempo se abrió la puerta del otro vehículo. Un hombre de anchos hombros salió dando un traspié.
– ¿Quién eres? -oyó gritar a Lennart.
– ¿De dónde coño sales? -La otra voz hablaba aún más fuerte-. ¡Enciende las luces, joder! ¿Por qué no llevas las luces encendidas cuando conduces?
– Tranquilízate -dijo Lennart-. Soy policía.
– ¿Quién eres…? ¿Eres Henriksson? -replicó la voz.
Julia apoyó los pies sobre la hierba, buscó las muletas y se apeó del coche, a pesar de que el suelo estaba inclinado.
– ¿Vienes de la playa? -preguntó Lennart.
A la luz de los faros, Julia reconoció al otro conductor. Era de Långvik: el dueño del hotel.
Luego recordó su nombre: Gunnar Ljunger.
– ¿Quién es ésa? -gritó.
Le pareció que Lennart también lo había reconocido.
– Tranquilízate, Gunnar. ¿De dónde vienes?
– De… de la playa. -Ljunger había bajado la voz-. Estaba dando un paseo en coche.
– ¿Has visto a Gerlof Davidsson? -preguntó Lennart.
Ljunger guardó silencio unos segundos.
– No -dijo al cabo de un rato.
– Lo estamos buscando -dijo Lennart, y señaló con el dedo-.
Ese helicóptero también.
– ¿Ah, sí?
A Julia le sorprendió la falta de interés de Ljunger. Dio un par de pasos y le preguntó a Lennart por encima del capó:
– ¿Está muy lejos la playa?
– No mucho. A un centenar de metros.
Julia no necesitaba saber nada más.
– Voy para allá -anunció.
Sujetó las muletas con fuerza y, rodeando el coche de Ljunger, empezó a caminar por el sendero de grava.
– Gunnar, tendrás que retirar el coche del camino -le oyó decir a Lennart a su espalada-. Tengo que bajar a la playa.
– Henriksson, no puedes…
– Apártalo -repuso Lennart alzando la voz-. Y espérame sentado en el coche, tenemos que aclarar…
El viento a su espalda acalló la voz de Lennart. En cuanto estuvo lejos de los coches, Julia vio de nuevo las luces del helicóptero; había aterrizado unos metros más allá.
Avivó el paso, resbaló un par de veces en los charcos del camino de grava, pero consiguió mantener el equilibrio con las muletas, y siguió adelante.
Cuando estuvo más cerca vio, a la luz del foco del helicóptero, cómo dos hombres con monos grises se agachaban sobre un bulto en la playa. Un cuerpo. Lo levantaban de la arena y lo envolvían.
– ¡Papá!
Los hombres le lanzaron una rápida mirada y siguieron con su trabajo.
El cuerpo estaba tendido en la playa envuelto en una manta, pero no se movía. Julia deseó con todas sus fuerzas que levantara la cabeza, o hiciera algún movimiento, pero no dio señales de vida hasta que ella llegó a la playa.
Gerlof tosió. Un sonido seco y ronco.
– ¡Papá! -gritó Julia de nuevo.
El anciano volvió lentamente la cabeza hacia ella.
– Julia…
Tosió de nuevo.
– Cuidado -dijo uno de los hombres-. Ahora vamos a levantarlo.
Alzaron a Gerlof con la manta y lo trasladaron hasta el helicóptero.
– ¿Puedo acompañarlo? -preguntó Julia tras ellos, y añadió-: Soy su hija. Y soy enfermera.
– No puede -contestó sin mirar el hombre que tenía más cerca-. No tenemos sitio.
– ¿Adónde lo llevan? -preguntó.
– A urgencias, al hospital de Kalmar.
Ella los siguió hasta el helicóptero, a pesar de que las muletas se hundían en la hierba. Hizo todo lo que pudo por mantenerse cerca del cuerpo envuelto en la manta.
– Papá, luego iré a verte al hospital.
Justo antes de que lo introdujeran en el helicóptero, Gerlof levantó la cabeza, y ella pudo ver su rostro. Estaba pálido. Pero sus ojos se abrieron y la miraron de repente. Dijo algo, con una voz apenas audible.
– ¿Qué? -Se inclinó para oír mejor.
– Fue Ljunger -susurró Gerlof.
– ¿Fue qué, papá? -preguntó Julia susurrando a su vez.
– El que se llevó… a nuestro Jens.
Acto seguido Gerlof desapareció, le colocaron en el asiento trasero del helicóptero como si fuera un paquete y la puerta se cerró.
– Ahora tendrá que apartarse -dijo uno de los pilotos antes de cerrar su puerta.
Julia retrocedió torpemente con las muletas.
Cuando las hélices comenzaron a rotar ella se encontraba a cincuenta metros y vio cómo giraban cada vez más deprisa. Un milagro de la ciencia. Se oyó un fuerte traqueteo en la oscuridad, y el helicóptero despegó con su padre dentro y se elevó hacia el cielo negro. Cuando ganó altura puso rumbo a toda velocidad hacia el sudoeste.
Poco a poco volvió a oírse el débil rumor de las olas y el viento. Alguien gritó a lo lejos y Julia volvió la cabeza.
Era Lennart. Los dos coches seguían en el recodo del camino, y a pesar de que a Julia le dolían los brazos agarró las muletas y regresó al lugar del accidente.
– ¿Era Gerlof? -preguntó Lennart cuando ella llegó.
Julia asintió.
– Se lo han llevado a Kalmar.
– Bien.
Gunnar Ljunger estaba sentado en su coche con la puerta abierta; había sido imposible retirarlo para dejar pasar al policía.
Tras la colisión no había manera de encender el motor. Cuando giraba la llave sólo se oía un agónico clic.
Ljunger golpeó irritado el volante de cuero.
– Tendrás que cerrar el coche con llave y dejarlo aquí -dijo Lennart-. Puedes acompañarnos a Marnäs.
Ljunger suspiró; no tenía elección. Cogió una cartera de su Jaguar y se subió al coche de policía, sentándose junto a Lennart. Julia tuvo que acomodarse en el asiento trasero.
¿Qué había estado haciendo en la playa? ¿Qué le había dicho a Gerlof?
Ljunger mantenía la espalda erguida y parecía no percibir su mirada, pero dentro del coche se respiraba un aire muy tenso.
– ¿Me lo vas a contar ahora? -preguntó Lennart tras algunos minutos.
– ¿Contar qué?
– ¿Qué hacías en el camino de la playa?
– Disfrutaba del tiempo -dijo Ljunger lacónico.
– ¿Por qué conducías tan rápido?
– Tengo un Jaguar.
– ¿Sabías que Gerlof estaba en la playa?
– No.
Julia suspiró.
– Está mintiendo -le dijo a Lennart.
Ljunger no protestó.
– Lo más probable es que el helicóptero detectara tu calor corporal, Gunnar -dijo Lennart-. Gerlof estaba demasiado helado. Fue una suerte que te encontraras allí.
Tampoco en esa ocasión hizo ningún comentario. Ljunger miraba por el parabrisas con los ojos entreabiertos; o todo le era indiferente o estaba muy cansado.
Pasaron unos minutos y el coche de policía entró en el centro de Marnäs.
Había una plaza libre justo enfrente de la comisaría, y Lennart aparcó. Abrió la oficina y entraron los tres.
Lennart encendió la luz y el ordenador. Ljunger se situó en medio de la habitación, como un militar frente a su tropa.
– Sólo haré una breve declaración, nada más -anunció, y miró a Lennart-. No pienso quedarme aquí más tiempo del necesario. Quiero irme a casa.
– Como todos, Gunnar -replicó Lennart. Se sentó a su escritorio, ante el ordenador-. ¿Quieres un café?
– No. -Ljunger miró a Julia y preguntó-. ¿Ella se queda?
Lennart se puso tenso al oír que se refería a Julia como «ella», pero la mujer se limitó a negar con la cabeza. Tenía otras cosas en las que pensar.
– «Ella» va a ir al hospital -replicó Julia-, a ver si su padre sobrevive. -Julia le clavó la mirada a Ljunger-. De paso, le preguntaré qué ha sucedido en la playa.
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