Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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Si Julia contenía la respiración y se pegaba el teléfono al oído, en ocasiones podía oír voces de espíritus que resonaban en la lejanía. Unas veces eran susurrantes y apagadas, otras, estridentes y desesperadas. Estaba atrapada en el mundo fantasmal de la red telefónica, prendida de las voces suplicantes que a veces también oía en el extractor de la cocina cuando fumaba de pie. Los conductos de ventilación del edificio alquilado resonaban y murmuraban: casi nunca comprendía las palabras; no obstante, escuchaba con atención. Sólo una vez oyó claramente la voz de una mujer que decía: «Sí, es verdad, ya es la hora».

Estaba de pie junto a la ventana de la cocina, escuchaba el zumbido y miraba la calle. Fuera hacía frío y viento. Las hojas amarillo otoñal de abedul se liberaban del pegajoso asfalto mojado y se alzaban en el aire. A lo largo del bordillo de la acera había un légamo gris negruzco de hojas aplastadas por las ruedas de los coches que nunca más abandonaría el suelo.

Pensó que quizá pasara algún conocido por allí. Jens podría doblar en la esquina al final de la calle, trajeado y encorbatado como un auténtico abogado, el pelo recién cortado y la cartera en la mano. Largas zancadas, mirada altiva. La vería en la ventana, se detendría sorprendido en la acera, luego alzaría el brazo, saludaría y sonreiría…

El zumbido desapareció de repente y una voz estresada llenó el auricular:

– Seguridad social, Inga.

No era la nueva funcionaría que se ocupaba de su caso; ésta se llamaba Magdalena. ¿O era Madeleine? Nunca se habían visto.

Respiró hondo.

– Me llamo Julia Davidsson, quería saber si podrían…

– Dígame su número personal.

– Es… He marcado las cifras en el teléfono.

– No me aparece. ¿Me podría volver a dar el número?

Julia repitió las cifras y el auricular quedó en silencio. Apenas oía el zumbido. ¿Le habían colgado adrede?

– ¿Julia Davidsson? -preguntó la funcionaría, como si no hubiera oído el nombre cuando Julia se había presentado-. ¿En qué puedo ayudarla?

– Quiero prolongarla.

– ¿Prolongar qué?

– Mi baja por enfermedad.

– ¿Dónde trabaja?

– En el hospital Öster, en el departamento de ortopedia -explicó Julia-. Soy enfermera.

¿Aún lo era? Durante los últimos años había estado tantas veces de baja que seguramente nadie la echaba de menos en la planta. Y ella misma no echaba de menos en absoluto a los pacientes, siempre quejándose de sus ridículos problemas sin tener ni idea de lo que eran las desgracias de verdad.

– ¿Tiene certificado médico?

– Sí.

– ¿Ha ido hoy al médico?

– No, el miércoles. Al psiquiatra.

– ¿Y por qué no ha llamado antes?

– Bueno, no me he sentido bien desde entonces… -dijo Julia, y pensó: «Tampoco antes». Un permanente dolor de nostalgia en el pecho.

– Debería habernos llamado ese mismo día…

Julia pudo oír una clara inspiración, quizás un suspiro.

– Ahora tendré que acceder al sistema informático y hacer una excepción -continuó la voz-. Que no sirva de precedente.

– Muchas gracias -dijo Julia.

– Espere un momento…

Julia permaneció junto a la ventana y miró afuera. Nada se movía.

Pero de pronto apareció alguien caminando por la acera desde la gran calle perpendicular; era un hombre. Julia sintió que unos dedos helados le aprisionaban el estómago, antes de fijarse en que era demasiado mayor, calvo, frisaba los cincuenta y vestía un mono con manchas de pintura blanca.

– ¿Hola?

Vio que el individuo se detenía en una casa al otro lado de la calle, tecleaba el código y la puerta se abría. Luego entró.

No era Jens. Sólo un hombre de mediana edad.

– ¿Hola? ¿Julia?

La funcionaría de nuevo.

– ¿Sí? Aquí estoy.

– He apuntado en el ordenador que su certificado médico está a punto de llegar a esta oficina. ¿No es así?

– Bien. Yo… -Julia enmudeció.

– ¿Algo más?

– Creo… -Julia apretó con fuerza el auricular-. Creo que mañana hará frío.

– Vaya -dijo la funcionaria, como si todo estuviera en orden-. ¿Ha cambiado de cuenta o es la misma de antes?

Julia no respondió. Intentó encontrar algo banal y cotidiano que decir.

– A veces hablo con mi hijo -añadió finalmente.

Hubo un momento de silencio, luego se oyó la voz de la funcionaría:

– Vale, pero, como ya le he dicho, he apuntado…

Julia colgó rápidamente el auricular.

Permaneció de pie en la cocina, mirando fijamente por la ventana, y creyó ver que las hojas de la calle formaban un dibujo, un mensaje que, por más que lo observaba, no entendía, y añoraba vivamente que Jens regresara de la escuela.

No, tenía que venir del trabajo. Jens había terminado la escuela hacía muchos años.

¿Qué acabaste siendo, Jens? ¿Bombero? ¿Abogado? ¿Médico?

Más tarde, ese mismo día, Julia estaba sentada en la cama ante el televisor en el pequeño apartamento de una sola habitación y veía un documental sobre serpientes. Después cambió a un canal con un programa de cocina donde una mujer y un hombre freían carne. Cuando acabó entró de nuevo en la cocina para comprobar si hacía falta quitar el polvo a las copas de vino del armario. Sí, al levantarlas contra la luz de la cocina se veían pequeñas motas de polvo blanco en su superficie, así que sacó una copa tras otra y les quitó el polvo. Julia tenía veinticuatro copas de vino que utilizaba de manera ordenada. Bebía dos copas de vino tinto cada noche, a veces tres.

Por la tarde, mientras estaba acostada en la cama junto a la tele, vestida con la única blusa limpia que le quedaba en el armario, comenzó a sonar el teléfono en la cocina.

Julia parpadeó al primer timbre, pero no se movió. No, no haría caso. No tenía por qué responder.

El teléfono sonó de nuevo. Decidió que no estaba en casa: había salido a hacer un recado importante.

Podía mirar por la ventana sin necesidad de levantar la cabeza, aunque sólo divisaba los tejados de las casas a lo largo de la calle, las farolas apagadas y las copas de los árboles que se alzaban sobre ellas. El sol se había puesto al otro lado de la ciudad y el cielo se oscurecía lentamente.

El teléfono sonó por tercera vez.

Anochecía. La hora de las sombras.

Julia no se levantó a responder.

Sonó una última vez, y el silencio se impuso de nuevo. Fuera se encendieron las farolas, que comenzaron a iluminar el asfalto.

Había tenido un día bastante bueno.

No. En realidad, no había días buenos. Pero unos pasaban más rápido que otros.

Julia siempre estaba sola.

Un niño habría ayudado. A Michael le habría gustado que intentaran darle un hermano a Jens, pero Julia se había negado. Nunca llegó a estar convencida del todo, y luego Michael la había abandonado.

A menudo, cuando Julia no respondía al teléfono recibía el premio de un mensaje grabado, así que esa noche cuando dejó de sonar se levantó de la cama y escuchó por el auricular, pero todo lo que oyó fue un zumbido.

Colgó y abrió el armario que había sobre la nevera. Allí estaba la botella del día, y ésta era, como de costumbre, una sencilla botella de vino tinto.

Para ser francos, era la segunda botella del día, pues con la comida se había bebido la que había abierto la noche anterior.

El corcho emitió un seco «plaf» al abrirla. Se sirvió una copa y se la bebió rápidamente. Se sirvió de nuevo.

El calor del vino se propagó por el cuerpo, y ahora, por primera vez, pudo darse la vuelta para mirar por la ventana de la cocina. Fuera había anochecido, las farolas apenas conseguían iluminar algunos círculos del asfalto. Nada se movía bajo su brillo. Pero ¿qué se ocultaba entre las sombras? No podía verlo.

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