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Johan Theorin: La hora de las sombras

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Johan Theorin La hora de las sombras

La hora de las sombras: краткое содержание, описание и аннотация

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro. Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos. La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas. Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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– Bueno… -respondió Lena-. Llévatelo. Pero antes voy a sacar unas cosas.

Fue hasta el coche, lo abrió y cogió unos papeles, un par de gafas de sol y media tableta de chocolate Marabou.

Regresó junto a Julia, alargó la mano y dejó caer el llavero. Julia lo cogió, y entonces Lena le dio una cosa más.

– Llévate esto también. Así podremos localizarte -dijo-. Me acaban de dar uno nuevo en el trabajo.

Era un teléfono móvil, negro. Quizá no fuera el modelo más diminuto, pero sí lo bastante pequeño.

– No sé utilizar estos aparatos -dijo Julia.

– Es fácil. Primero tienes que teclear un código… toma. -Lena escribió el código y el número de teléfono en un trozo de papel-. Cuando llames tienes que marcar todo el número, incluido el prefijo nacional, y luego aprietas este botón verde. Todavía queda un poco de saldo, después tendrás que pagar tú.

– Vale. -Julia cogió el teléfono-. Gracias.

– Bueno… Conduce con cuidado -dijo Lena-. Saluda a papá de mi parte.

Julia asintió y se dirigió al coche. Al sentarse, olió el perfume de su hermana, arrancó el motor y partió.

Anochecía. Al pasar por Hisingen, a veinte kilómetros por debajo del límite de velocidad, se preguntó por qué Lena y ella nunca podían mirarse más de unos segundos. En el pasado habían estado muy unidas -años atrás Julia se había mudado a Gotemburgo por su hermana-, pero ahora era diferente. Llevaban así desde aquel viernes, hacía mucho tiempo. Fue la última vez que Julia estuvo en casa de Lena y Richard, en una cena sin niños que finalizó cuando Richard dejó la copa de vino en la mesa y se levantó para preguntar:

– ¿Tenemos que estar hablando siempre de desgracias que ocurrieron hace veinte años? Sólo pregunto. ¿Es realmente necesario?

Estaba enfadado y algo ebrio, y tenía la voz ronca; Julia apenas había nombrado a Jens de pasada, sólo para explicar por qué se sentía de esa manera.

La voz de Lena sonó tranquila cuando acto seguido miró a Julia y pronunció el comentario que provocaría que dos años atrás ésta se negara a acompañar a su hermana a Öland para ayudar a Gerlof con la mudanza de la casa de Stenvik a la residencia de Marnäs.

– Nunca regresará -había dicho Lena-. Todo el mundo lo sabe. Jens está muerto, Julia. Tienes que aceptarlo.

Julia se puso en pie y chilló como una histérica, pero no le sirvió de nada.

Julia aparcó el coche en la calle delante de su casa y entró para hacer el equipaje. Después de introducir en la maleta ropa para diez días, algunos artículos de baño y unos libros (dos botellas de vino tinto y algunas pastillas), se comió un sándwich y bebió agua en lugar de vino. Luego anocheció y llegó la hora de acostarse.

Pero en cuanto apagó la luz se quedó mirando fijamente el techo desde la cama sin poder dormirse. Se levantó y fue al cuarto de baño, se tomó una pastilla y se acostó de nuevo.

El zapato de un niño pequeño. Una sandalia.

Al cerrar los ojos se vio a sí misma como una joven madre calzándole las sandalias a Jens, y ese recuerdo generó un negro lastre sobre su pecho, una pesada incertidumbre que la hizo tiritar bajo la sábana.

El zapatito de Jens, después de veinte años sin una sola pista. Después de buscarlo por todo Öland, de las interminables reflexiones durante las noches en vela.

La pastilla para dormir empezaba a actuar lentamente.

«Basta de oscuridad -pensó en un estado de duermevela-. Ayúdanos a encontrarlo.»

Tardó mucho en hacerse de día, y aún no había amanecido cuando Julia se despertó y se levantó. Desayunó y después lavó los platos y cerró con llave el apartamento y se sentó en el coche. Cuando el motor arrancó, activó el limpiaparabrisas para quitar las hojas que habían caído, y a continuación, por fin, se puso en camino desde la calle donde vivía y salió de la ciudad al amanecer con el tráfico matinal. El último semáforo cambió a verde y giró hacia la autopista en dirección este, para salir de Gotemburgo y adentrarse en el campo.

Recorrió los primeros diez kilómetros con la ventanilla bajada para que el frío aire matinal ventilase el coche y se llevara los restos del perfume de su hermana.

«Jens, ya voy -pensó-. Ya voy, y ahora nadie podrá detenerme.»

Sabía que no debía hablar con él, ni siquiera para sus adentros. Era un síntoma de desequilibrio, pero aun así lo había hecho de vez en cuando desde la desaparición de Jens.

Al pasar Borås la autopista se acabó y las casas se volvieron más pequeñas y escasas. Los tupidos abetales de Småland se apelotonaban a ambos lados de la carretera. Podría haber girado en cualquier desvío hacia un destino desconocido, pero las carreteras que se adentraban en el bosque parecían demasiado desoladas. Siguió todo recto, atravesando el campo hacia la costa este e intentó disfrutar del hecho de que por primera vez en muchos años emprendiera un largo viaje ella sola.

Se detuvo a repostar en un área de servicio a una veintena de kilómetros de la costa y dio un par de bocados a un plato de carne estofada que estaba dura y llena de nervios y no valía lo que costaba. Luego prosiguió su camino.

En dirección al puente de Öland. El puente que conducía a la isla se tomaba en el norte de Kalmar; lo habían construido hacía veinte años y lo habían inaugurado el mismo otoño que… Ese día.

No debería pensar más en ello, al menos hasta que llegara a su destino.

El puente de Öland era alto y se asentaba firmemente en el estrecho sobre anchos pilares de hormigón. No se movía ni un milímetro bajo el vendaval que sacudía al coche. Era ancho y completamente recto excepto por un arco elevado cerca de tierra firme que permitía que barcos de gran calado pudieran cruzarlo por debajo. El arco era una atalaya y ahora podía ver la isla llana. Se extendía a lo largo del horizonte, de norte a sur.

Vio el lapiaz, la llanura de caliza estéril cubierta de hierba que ocupaba gran parte de Öland. Nubes oscuras y alargadas se deslizaban lentamente como globos aerostáticos sobre el paisaje.

Tanto a los turistas como a los ölandeses les gustaba caminar y observar los pájaros de la zona, pero a Julia no le atraía el lapiaz. Era demasiado grande y, si se desplomara el inmenso cielo, carecía de lugares donde guarecerse.

Tras pasar el puente condujo hacia el norte, en dirección a Borgholm. Era una carretera de una treintena de kilómetros prácticamente recta que avanzaba en paralelo a la costa oeste, y ahora que la temporada turística había acabado, apenas se veían coches en sentido contrario. Julia miró al frente para evitar contemplar el yermo lapiaz y el mar al otro lado e intentó no pensar en una pequeña sandalia con una tirilla cosida.

No significa nada, no tenía por qué significar nada.

El trayecto desde el puente hasta Borgholm le llevó casi media hora. Una vez allí sólo había un cruce con una señal de tráfico, y decidió girar a la izquierda y bajar a la pequeña ciudad costera.

Se detuvo junto a una pastelería a la entrada de Storgatan y así evitó internarse en el puerto y la plaza de la iglesia, detrás de la cual había vivido con sus padres después de que Gerlof consiguiera su propio buque de carga y se mudara cerca del puerto. Su infancia estaba en Borgholm. Julia no deseaba verse a sí misma corriendo por las calles alrededor de la plaza como un pálido fantasma, una niña de ocho o nueve años con toda la vida por delante. No deseaba encontrarse con jóvenes que se acercaran a ella por la calle a grandes zancadas y le recordaran a Jens. Esos recordatorios ya los tenía de sobra en Gotemburgo.

Al entrar en la pequeña pastelería hizo sonar la campanilla que había sobre la puerta.

– Buenas.

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