Carmen Posadas - Pequeñas infamias

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Pequeñas infamias es una novela sobre las casualidades de la vida. Sobre las que se descubren con sorpresa, sobre las que no llegan a descubrirse y sin embargo marcan nuestro destino, y sobre las que se descubren pero se mantienen en secreto, porque hay verdades que no deberían saberse nunca. Puede leerse, también, como una sátira de sociedad, como el retrato psicológico de una galería de personajes, o como un apasionante relato de intriga, cuyo misterio no se resuelve hasta las últimas páginas. En la casa de veraneo de un acaudalado coleccionista de arte se reúne un variopinto grupo de personas. Juntas pasan unas cuantas horas y, a pesar de las frases agradables y los comentarios corteses, la relación acabará envenenada por lo que no se dicen. Cada una de ellas esconde un secreto; cada una de ellas esconde una infamia. La realidad adquiere de pronto el carácter de un rompecabezas cuyas piezas se acercan y amenazan con acoplarse. El destino es caprichoso y se divierte creando extrañas coincidencias.

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Y por eso, porque nada hay tan irresistible como una profanación, Néstor no pudo evitar llevarse un dedo a los labios pidiendo silencio a su amigo.

– Sólo unos minutos más -le dijo en un susurro apresurado-, en seguida nos vamos, Carletto, pero compréndeme: no todos los días puede uno ver a una hechicera en su cueva.

– Me pareció entender que no querías saber nada de sus profecías, Néstor.

– Y no quiero. Sólo me interesa curiosear qué hace una bruja cuando no hay nadie mirando; apuesto a que se pondrá a hablar inmediatamente por un teléfono portátil y no precisamente con el más allá.

Dicho esto, el cocinero volvió a llevarse el dedo a los labios, y ambos amigos retomaron la misma posición junto a la puerta, como a su llegada.

– Shhh, sólo serán unos minutos.

Al otro lado de la habitación, Fri-Fri, de un salto, se había hecho un hueco entre los pliegues de la túnica de su ama, una escena encantadora. Madame se estiró. Igual que al comienzo de la entrevista, Néstor y Carlos sólo alcanzaban a ver las piernas, y más concretamente el pie derecho de la pitonisa que, desnudo dentro de su babucha, oscilaba al compás de una música inexistente, arriba y abajo. Y la babucha iba y venía sobre el borde de la chaise longue, amenazando con caer sobre la alfombra mientras el resto de la figura permanecía inmóvil.

– Marchémonos de una vez -cuchicheó Carlos-, este sitio empieza a ser agobiante. Además, no hay nada de interés.

Apenas había dicho esto cuando vieron que madame Longstaffe, como una meretriz que, tras las labores amatorias del día, se reconforta con el más burgués de los placeres, alargaba una mano para servirse, de una mesita contigua, una diminuta taza de té de agradable aroma.

– Vamonos ya, el dichoso perrito puede descubrirnos en cualquier momento.

Pero no pasó nada.

El olor a té, que se extendió muy pronto por toda la habitación flotando por encima de los muebles, hizo estornudar a Fri-Fri y cantar a madame Longstaffe una vieja canción que sonaba algo así como mamba umbé yamamabé, o cosa parecida, con una voz de vieja mezzo que no impresionó demasiado favorablemente a los dos espías ocultos en las sombras. Omi mambambá, amba umbé yamamabé, desafinaba madame. Entre la música y el olor de la cocción, que era fuerte, a Carlos casi se le antojó ver un destello de vida en los ojos de la apolillada raposa que había en la vitrina de la izquierda. Agarró con más fuerza el frasquito de la bruja, no fuera que por descuido (o por la impresión) lo dejara caer y alertara a la dama, que aún sorbía su té en una taza tan diminuta que Carlos llevaba contadas ya tres las veces que la dama la había tenido que rellenar. Fue al servirse la cuarta taza cuando la adivina comenzó a hablar. Pero en ningún momento se volvió hacia ellos, sino que, tumbada en la misma posición de abandono, simplemente dejó oscilar aún más su babucha veneciana, de modo que ésta parecía tener vid apropia, o al menos hablar con la eficacia de un muñeco de ventrílocuo al que le hizo decir:

– Quien cree que está mortalmente enfermo, no morirá del mal que le hiere, sino de hielo; y quien cree que las palabras matan, no debería llevarlas tan cerca de su corazón.

Carlos miró a Néstor, que ya no reía.

En ese mismo momento, una carcajada, que no provenía del muñeco de ventrílocuo sino de la maestra de títeres, llenó la estancia.

– Sabía que no iba a marcharse tan fácilmente -dijo-. Ni siquiera los que, como usted, amigo Néstor, juran no creer en los presagios, pueden resistir la tentación de averiguar qué les depara el destino, ¿verdad? Pero el destino es tan tramposo…

Y la figura de madame Longstaffe se incorporó en ese momento en su chaise longue; recogió las piernas sobre sí mismas y ya no dejaba ver sus pies ni las babuchas parlanchinas; bien al contrario, todo el efecto era sólo el de un tronco de mujer, un busto parlante erguido en el frontal de la chaise longue, con una taza de té en la mano.

– No. No se vaya aún -le dijo a Néstor, como si leyera sus pensamientos. Sólo le haré una advertencia, y créame que si sigue mis consejos, tendrá mucho que agradecerme.

– Hay futuros que es mejor ignorar, madame. Sobre todo cuando uno sabe que no pueden cambiarse.

Pero la vieja insistió:

– Sólo le diré esto, escuche: Néstor no morirá. Usted haga lo que quiera: disfrute amigo mío, ame, escriba una novela indiscreta, aprenda a tocar el fagot, cualquier cosa. No se preocupe por su futuro porque madame Longstaffe lo ha visto claro: Néstor no ha de temer peligro alguno hasta que se conjuren contra él cuatro tes -dijo.

El cocinero hizo intento de protestar, pero la bruja, más erguida que nunca, mostraba su tacita como si dentro de ella flotaran todos los misterios.

– A usted le aqueja un mal incurable, pero no tiene nada de qué preocuparse, se lo aseguro.

– Vamos, madame…

– … demasiadas casualidades -continuó ella-. Para que su suerte se vuelva adversa, antes han de juntarse… cuatro tes, y eso es imposible, ¿no cree?, aunque las casualidades son bromas que los dioses gastan a los mortales.

Madame Longstaffe volvió a reír y también pareció hacerlo el perrito, pero luego:

– No debió quedarse escuchando tras la puerta, amigo Néstor -y ya no había risas-, verdaderamente no debió hacerlo. Si su único deseo era comprar un filtro amoroso para nuestro joven amigo, habría sido más práctico llevar al muchacho a otra adivina; de esas bobadas se ocupan las videntes de tres al cuarto, pero usted buscaba algo más, ¿me equivoco? Sí, sí, porque en realidad vosé (vosséh, había pronunciado madame Longstaffe, con una «e» expirada como si no fuera una pitonisa de rasgos europeos, sino la mismísima Mae Senhora, o por lo menos Aspasia Guimaráes do Pinto, famosa yarolixá de Bahía, sólo que sin el respetable aspecto yoruba de ésta, y mientras despedía a sus clientes con un impacienté aleteo de la mano)… vosé ha venido aquí a conocer su propio destino y ahora ya lo sabe: ningún peligro debe temer hasta que esa conjunción de cuádruple mala suerte se produzca.

Lo dijo y lo volvió a repetir ahora con cierto asco de hooligan británico: cuatro tes, qué cocción más infame.

Es posible que su voz fuera la de madame Longstaffe o la de Mae Senhora, o incluso la de Aspasia Guimaráes do Pinto, pero la cara… la cara era la de Malcolm McDowell, el de La naranja mecánica, esta vez no había duda. Incluso les guiñó un ojo al decir: ningúm peligro.

7

UN LAMENTABLE ACCIDENTE

Tramposa, embustera, charlatana y, lo que es aún peor, amante de las medias verdades que tanto engañan, haciéndonos creer que el futuro se va a desarrollar según sus profecías. Ladrona de ilusiones. Maldita-bruja-fullera. Todo esto pensó Carlos, arrodillado junto al cadáver de su amigo Néstor, mientras la cocina de los Teldi se iba llenando de ruidos y de gente. Pobre amigo. Allí estaban todos ahora mirándolo. La pequeña Chloe Trías, descalza, y posiblemente también desnuda bajo una larga camiseta en la que podía leerse Pierce my tongue don't pierce my heart. Detrás de ella, Serafín Tous, el amigo de la familia, en una prudente retaguardia, como si un reparo supersticioso le hiciera temer que el finado fuera a resucitar de improviso como un Lázaro cualquiera. También estaba Karel Pligh, intentando explicar a los dueños de casa dónde y cuándo había encontrado al cocinero. Y junto a él, Adela (tan hermosa, a pesar de lo intempestivo de la hora, pensó Carlos, con su cara lavada y los ojos brillantes y muy sabios como si toda aquella desgracia no fuera sorpresa para ella), mientras que su marido, el señor Teldi, escuchaba las explicaciones de Karel, impacíente por hacerse lo antes posible con la situación, él, el amo.

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